El último escrito de acusación contra Donald Trump tiene 45 páginas, pero en realidad cuenta una historia muy sencilla: tras perder las elecciones, el presidente y seis colaboradores urdieron un plan para mantenerlo ilegalmente en el poder, justificándose con acusaciones de fraude electoral que sabían falsas. No hablamos como en imputaciones anteriores de sobornar a una actriz porno o de almacenar documentos secretos en un baño, esta imputación es por intentar derribar la democracia desde el despacho presidencial.
¿Cómo lo hizo? Aplicando presión en tres frentes.
Por un lado presionó a su Departamento de Justicia para que afirmara que había evidencias de fraude a gran escala que no existían. También presionó a las autoridades republicanas de siete estados que habían votado a Biden para que, excusándose en ese “fraude”, anularan el resultado democrático y enviaran al Congreso un “resultado alternativo”. Por último, presionó a su vicepresidente para que, mientras presidía la sesión ceremonial del Congreso que recibía los resultados de cada estado, “anulara” los de esos siete por supuestas irregularidades y le hiciera presidente cuatro años más.
Esa última presión de Trump a Mike Pence, como sabemos, incluyó incitar a miles de sus seguidores a presentarse en el Congreso la mañana en que se certificaban los votos. Un acto de intimidación que acabó con una turba asaltando las cámaras entre amenazas de ahorcar al vicepresidente, evacuado in extremis, y que obligó a interrumpir el proceso de certificación del resultado electoral para evitar una posible matanza. Y todavía en ese momento, Trump y los suyos seguían presionando a congresistas y senadores para que bloquearan la certificación de la victoria de Biden.
La primera sensación que tiene uno al leer el escrito de acusación de la Fiscalía es que EEUU estuvo al borde del precipicio aquel 6 de enero, pero lo estaba desde mucho antes. En el documento hay numerosos testimonios de la valentía de muchos cargos republicanos, partidarios de Donald Trump, que se negaron a tomar partido cuando el presidente en persona les llamaba personalmente para presionarlos. Casi todos sufrieron por ello amenazas e insultos y casi todos están hoy finiquitados en el Partido Republicano.
La cúpula del Departamento de Justicia, republicanos nombrados por Trump, amenazó con dimitir en bloque cuando el presidente quiso destituir a su fiscal general, que le había dicho que “no podían ni cambiarían el resultado electoral”. Un senador estatal de Michigan le dijo personalmente a Trump que “no había perdido por ningún fraude” y un diputado de Arizona le espetó a uno de los principales asesores del presidente que no pensaba “jugar con su juramento” de defender la Constitución de EEUU.
¿Sabía Trump que mentía?
La Fiscalía cree que, en el curso de su intento de revertir los resultados, Trump cometió cuatro delitos. Intentando darle la vuelta a su derrota, estaba conspirando para obstruir un proceso oficial, lo que finalmente logró. Al intentar colar resultados falsos, conspiraba además para defraudar a EEUU y conspiraba contra los derechos de los ciudadanos que habían elegido libremente a otra persona. Los cargos conllevan una pena acumulada de hasta 30 años de prisión.
La clave para que haya una condena está en mostrarle al jurado cuánto sabía Trump. El expresidente puede alegar que, cuando sembraba dudas infundadas sobre la victoria de Biden, solo estaba haciendo uso de su libertad de expresión. La Fiscalía tiene que demostrar no solo que el expresidente intentaba revertir el resultado electoral, sino que además sabía que las acusaciones de fraude con las que se justificaba eran falsas, que Trump sabía que mentía.
Para ello, el fiscal ha incluido en su escrito una montaña de evidencia que muestra cómo fuentes que tenían que ser fiables para Trump le repitieron una y otra vez que sus acusaciones de fraude no tenían pruebas: se lo dijeron los tribunales, sus ministros, su vicepresidente, las agencias de inteligencia, el servicio jurídico de la Casa Blanca, muchos dentro de su partido. El escrito también demuestra cómo algunos de los asesores más cercanos a su teoría de la conspiración reconocían en privado no tener pruebas.
Un empleado de su propia campaña presidencial explicaba a otro alto asesor que las acusaciones eran “incorrectas y no hay manera de defenderlas”. Otro le explicó al jefe de gabinete de Trump que los supuestos “10.000 muertos” que habían votado en Georgia eran quizás 10. Otro más dijo que por supuesto “haría lo posible por ayudar en todos los frentes”, pero que era “difícil hacerse responsable” de las acusaciones cuando “todo es una mierda conspirativa”. Incluso el equipo más cercano a Trump en la estrategia legal reconoció ante otros actores: “No tenemos muchas pruebas, pero sí muchas teorías”.
El propio Trump tenía que saberlo, según la Fiscalía. El presidente repetía una y otra vez acusaciones de fraude que ya le habían desmentido y algunas que en privado tildaba de “locuras”. Cuando su fiscal general le dijo que no tenía intención de alterar el resultado electoral, él respondió que bastaba con que dijera que “la elección ha sido corrupta y me deje a mí el resto”. Cuando su vicepresidente se negó a participar en hacer descarrilar la certificación de la victoria de Biden, lo acusó de ser “demasiado honesto” y a la máxima autoridad electoral de Georgia, un republicano, le pidió directamente que “encontrara los votos” para darle la victoria en el estado.
¿Cuánto había de real y cuánto de teatro en Trump? Lo tendrá que decidir un jurado popular. Como la acusación se ha presentado en el tribunal federal de Washington DC, ese jurado se elegirá en una ciudad donde hay un republicano por cada 19 demócratas. Eso sí, nada de esto impide a Trump presentarse a presidente y si es elegido, no puede ser juzgado durante su presidencia. También tendría muchos recursos para que “su” departamento de Justicia retirara los cargos o incluso para “autoindultarse” en caso de condena. La Fiscalía quiere empezar el juicio en 90 días, veremos si lo consigue.