Richard Overy, experto en Historia: “La Segunda Guerra Mundial fue la última guerra imperial”
¿Qué fue la Segunda Guerra Mundial? Esta pregunta, respondida innumerables veces, recibe una perspectiva nueva en Sangre y ruinas: La gran guerra imperial, 1931-1945 (Tusquets, 2024). La monumental obra (de 1232 páginas) escrita por Richard Overy, profesor de Historia en la Universidad de Exeter y uno de los mayores especialistas en este conflicto, se ha erigido en el canon más completo y destacado sobre esa guerra. Abarca múltiples aspectos del conflicto con precisión extraordinaria, revoluciona nuestra comprensión de la Segunda Guerra Mundial y de gran parte del siglo XX. Toma su título, Sangre y ruinas, de Leonard Woolf, que en 1928 teorizó que el imperialismo del siglo XIX estaba destinado a desaparecer “ya sea en sangre y ruinas o de forma pacífica”. Overy propone una lectura innovadora: en lugar de tratar el conflicto como un choque de Estados-nación e ideologías, lo presenta como el acto final de un drama histórico, la lucha por los imperios. Sangre y ruinas amplía los límites temporales y geográficos del conflicto a un episodio global que abarca desde 1931 hasta la desintegración de los imperios a principios de los años sesenta.
La conversación con Richard Overy explora, entre otros temas, los orígenes de la Segunda Guerra Mundial en las ambiciones imperiales del siglo XIX, un conflicto global más que estrictamente europeo, la crisis económica y las ideologías nacionalistas que prepararon el escenario para la confrontación más devastadora de la historia, y por qué la guerra de Rusia en Ucrania no puede calificarse como imperial.
Usted sostiene que los orígenes de la Segunda Guerra Mundial se encuentran en los imperios de finales del siglo XIX. ¿Cómo definiría el concepto de 'imperio' en ese contexto histórico?
El imperio a finales del siglo XIX abarcaba dos conceptos distintos. En Europa, existían imperios dinásticos como los de Rusia, Alemania, Austria-Hungría y el Imperio Otomano, con raíces históricas profundas, que expandieron sus territorios incorporando a pueblos vecinos en una única entidad nacional. Por otro lado, el imperialismo desde mediados del siglo XIX se caracterizó por su enfoque ultramarino, asociado principalmente con las potencias marítimas europeas [Francia, Gran Bretaña, etc.] y, más adelante, con Japón.
Son imperios diferentes.
El ultramarino se diferenciaba de manera significativa. Su esencia radicaba en establecer colonias y controlar poblaciones de ultramar, no para integrarlas como súbditos o ciudadanos, sino para gobernarlas con fines de explotación económica y para reforzar el poder y el prestigio de los Estados europeos. Este modelo representaba un paradigma completamente distinto al de los imperios domésticos europeos.
Italia y Alemania, que nacen como Estados en 1861 y 1870, vincularon la necesidad de construir su identidad nacional con la de crear un imperio.
Alemania e Italia observaron que la posesión de extensos territorios ultramarinos había consolidado a Gran Bretaña y Francia como potencias globales, convirtiéndolas en modelos a seguir. Bajo esta lógica, consideraron que adquirir colonias en ultramar no solo incrementaría su prestigio y poder, sino que también les proporcionaría ventajas económicas. Para Gran Bretaña, en particular, su expansión colonial había sido un pilar de su fortaleza económica. Así, estas naciones concluyeron que alcanzar el estatus de gran potencia requería inevitablemente la posesión de un imperio.
Esta mentalidad imperial fue la fuerza motriz detrás de los acontecimientos que llevaron a la Segunda Guerra Mundial
En 1919, la victoria de los Aliados en la Primera Guerra Mundial consolidó en Alemania, Italia y Japón la idea de que el poder de Gran Bretaña y Francia estaba estrechamente ligado a sus imperios globales. Durante las décadas de 1920 y 1930, en medio de la crisis económica, estas naciones percibieron su propia vulnerabilidad económica y militar, lo que las llevó a considerar que solo la creación o expansión de imperios territoriales podría fortalecer su posición en el escenario mundial.
¿Cuál considera que fue el factor crítico?
La crisis económica de 1929-1932 tuvo un impacto profundo. Surgió una lógica compartida en Alemania, Italia y Japón: para ser una gran potencia, era necesario tener un imperio y asegurarse un 'espacio vital'. Esta necesidad se intensificó en medio de un mundo en crisis, con una economía global colapsada y un orden internacional en descomposición. Para Mussolini y Hitler, la respuesta fue construir un imperio territorial acompañado de un bloque económico. Japón llegó a una conclusión similar: su solución dependía de crear un imperio rico en recursos. Al establecer estos bloques económicos y políticos, enviaron un mensaje claro al mundo: ‘Aquí estamos; también queremos imperios. Si otras potencias los tienen, ¿por qué nosotros no?’.
Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial no era inevitable.
Lo que llevó al mundo a una gran crisis fue la recesión económica de los años 30 y las dificultades para reactivar la economía global en ese período. Esto se agravó con la crisis de la democracia en Europa y Asia, que permitió la llegada al poder de regímenes nacionalistas radicales en Alemania, Italia y Japón. Estas potencias utilizaron el nacionalismo extremo para justificar la necesidad de un imperio y de expansión territorial. Si la recesión no hubiera ocurrido, o si EEUU hubiese desempeñado un papel más activo en el rescate de las economías globales, es posible que se hubiese evitado una nueva ola de ambiciones imperiales. Sin embargo, al observar el liderazgo militar japonés, el Partido Nazi de Hitler y el Partido Fascista de Mussolini, queda claro que para ellos la guerra no era un problema, sino una solución. Aunque ninguna guerra es inevitable, en los años 30 el conflicto armado se había vuelto cada vez más probable. Cuanto más avanzaban estas naciones en su expansión territorial, mayor era el riesgo de una guerra global.
Aunque Europa se convirtió en la prioridad para las potencias aliadas, la realidad era mucho más compleja: ambos frentes, el europeo y el del Pacífico, debían resolverse antes de que pudiera empezar a construirse un nuevo orden mundial en 1945
La Segunda Guerra Mundial no fue únicamente un conflicto europeo, sino global, el Pacífico desempeñó un papel crucial.
La visión tradicional de la Segunda Guerra Mundial como un conflicto centrado en Europa ha evolucionado considerablemente. Es fundamental incluir el Pacífico en esta narrativa, ya que fue verdaderamente una guerra global. EEUU luchó simultáneamente en el Pacífico, Europa y el norte de África, mientras que británicos y franceses no podían limitarse a enfrentar a Alemania. También debían responder a los acontecimientos en Asia, considerar el valor estratégico de África del Norte y Oriente Medio, y manejar la desintegración del orden global. Aunque Europa se convirtió en la prioridad para las potencias aliadas, la realidad era mucho más compleja: ambos frentes, el europeo y el del Pacífico, debían resolverse antes de que pudiera empezar a construirse un nuevo orden mundial en 1945.
Convencionalmente, se enseña que la Segunda Guerra Mundial comenzó con la invasión de Alemania a Polonia en septiembre de 1939. Sin embargo, usted sostiene que el conflicto empieza con la invasión de Manchuria por parte de Japón en 1931. ¿Por qué este evento marcó realmente el inicio del conflicto?
Lo he elegido porque inicia una política de expansión territorial violenta. Japón fue el primero en emprender este camino, avanzando progresivamente sobre China hasta desencadenar una guerra abierta en 1937. Las acciones en Manchuria fueron observadas por Hitler y Mussolini, quienes, al ver que Gran Bretaña y Francia no intervenían pese a su influencia global, se sintieron alentados a llevar a cabo sus propias expansiones territoriales, convencidos de que tampoco serían detenidos. Mussolini lanzó campañas en Etiopía, participó en la Guerra Civil Española junto con Alemania e invadió Albania. Mientras tanto, Alemania anexionó Austria y Checoslovaquia, hasta llegar al punto de inflexión en 1939 con la invasión de Polonia. Fue entonces cuando Gran Bretaña y Francia concluyeron que la única forma de detener esta escalada era recurrir a la fuerza.
En 1934, el jefe de la marina británica comentó: 'Ya poseemos la mayor parte del mundo, o las mejores partes de él. Solo queremos conservar lo que tenemos y evitar que otros nos lo quiten.' Francia y Gran Bretaña no respondieron a la intervención de Alemania e Italia contra la República española, ni a la invasión de Checoslovaquia. ¿Por qué la invasión de Polonia fue el punto de quiebre que llevó a ambas naciones a declarar la guerra a Alemania?
A lo largo de los años 30, los gobiernos británico y francés se centraron en dos objetivos principales: proteger sus imperios y garantizar la seguridad de sus poblaciones, ambas amenazadas por las crisis económicas. Por ello, toleraron en cierta medida las agresiones de Japón, Alemania e Italia, siempre que no afectaran directamente sus intereses fundamentales. Aunque intentaron contener estas acciones, su prioridad era evitar una nueva gran guerra, marcada por el recuerdo devastador de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, cuando Alemania invadió Polonia, Gran Bretaña y Francia comprendieron que habían alcanzado un punto de no retorno. La apaciguación ya no era viable, y quedó claro que Hitler y el fascismo no podían ser contenidos sin confrontación. La invasión de Polonia representó una amenaza directa al orden europeo, empujándolos finalmente a declarar la guerra.
¿Cómo reaccionó EE. UU. ante el hecho de que una de las prioridades de Gran Bretaña y Francia durante la guerra fuera mantener sus imperios?
Para EEUU, este fue un tema delicado. El presidente Roosevelt se oponía firmemente a los imperios coloniales y esperaba que la guerra acelerara su desintegración. Una de las razones detrás de la intervención estadounidense en el Mediterráneo fue evitar que Gran Bretaña ampliara su influencia imperial en la región tras el conflicto. En el sudeste asiático, EE. UU. tampoco apoyaba las acciones de los británicos, franceses y neerlandeses para mantener sus dominios coloniales. No obstante, la alianza con Gran Bretaña era crucial, lo que llevó a Roosevelt a moderar sus críticas, aunque mantenía la esperanza de que India, por ejemplo, alcanzara la independencia al término de la guerra. Esta tensión entre los aliados fue una constante durante todo el conflicto. Mientras Gran Bretaña y Francia luchaban por preservar sus imperios, EEUU visualizaba un mundo de posguerra centrado en estados nacionales independientes, en contraposición al modelo colonial.
Usted no hace concesiones al abordar las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial. Personalmente, me impactó la brutalidad de los alemanes contra los soviéticos y la violencia sexual perpetrada por el ejército japonés contra las mujeres. ¿Cómo explica usted estos niveles de violencia?
Somos una especie beligerante. A lo largo de la historia, los seres humanos han recurrido a la guerra en momentos de crisis cuando la han considerado necesaria. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial se distingue por características únicas, especialmente por la magnitud de las bajas civiles: murieron millones, más civiles que soldados. Fue una guerra especialmente brutal en regiones imperiales como la Unión Soviética, Europa Central, China y el sudeste asiático, donde las poblaciones fueron deshumanizadas y tratadas como subhumanas. Potencias imperiales como Japón y Alemania no las consideraban iguales, sino súbditos. Cualquier resistencia era castigada con una crueldad implacable, justificada dentro de su lógica imperial
El final de la Segunda Guerra Mundial no significa el fin de la violencia imperial. El día de la victoria en Europa, el 5 de mayo de 1945, el ejército francés perpetró una masacre en Sétif, Argelia, en la que murieron más de 3.000 personas.
La desintegración de los imperios fue un proceso complicado. Los imperios de Alemania, Italia y Japón fueron destruidos de manera decisiva en 1945, y ninguna de estas naciones intentó revivir la idea del imperio. Sin embargo, para los británicos, franceses, neerlandeses, belgas y otras potencias coloniales europeas, los imperios de ultramar todavía parecían viables. De hecho, algunos incluso creían que ganar la Segunda Guerra Mundial podría fortalecer su control imperial. Lo que siguió, en cambio, fueron dos décadas de conflictos violentos y caóticos en regiones como Palestina, India, Indochina (Vietnam), Kenia, Argelia e Indonesia. En algunos casos, como en India, Gran Bretaña, la potencial imperial, optó por retirarse, al reconocer que defender este territorio se había vuelto demasiado costoso e insostenible. En otros lugares, como Malasia, Indonesia o Indochina (Vietnam), respondieron con violencia, muchas veces extrema, que recordaba inquietantemente los métodos brutales empleados por las potencias del Eje durante la guerra.
Usted sostiene que la Segunda Guerra Mundial fue la última guerra imperial. George Beebe, exdirector de análisis sobre Rusia de la CIA, indicaba a elDiario.es que la invasión de Ucrania por parte de Rusia debe entenderse como una reacción a la expansión hacia el este de la OTAN. Otros argumentan que Rusia está librando una guerra imperial. ¿Cree que el concepto de imperio es aplicable a este conflicto?
Los imperios que colapsaron en 1945 y en las décadas posteriores son fundamentalmente diferentes de lo que Putin busca lograr. Primero, está motivado por preocupaciones de seguridad. Teme que la Unión Europea y la OTAN se expandan hacia Ucrania, acercándose a las fronteras de Rusia, lo que percibe como una amenaza directa. Quiere una frontera segura y está decidido a evitar esta supuesta invasión. Segundo, lo impulsa el deseo de restaurar el estatus de Rusia como una gran potencia, una posición que considera perdida en los años 90. Estos dos motores —la seguridad y la reafirmación del poder global de Rusia— son centrales en la estrategia de Putin. Está convencido de su importancia y argumenta que esta guerra remodelará el orden internacional. Sin embargo, esta no es una guerra para establecer colonias ni se libra al estilo de las guerras imperiales de Gran Bretaña y Francia en el siglo XIX. Es un conflicto de naturaleza distinta, moldeado por ambiciones geopolíticas contemporáneas en lugar de objetivos coloniales tradicionales.
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