Durante su presentación en la reciente Conferencia de Seguridad de Munich, el presidente de Ucrania, Petro Poroshenko, afirmó que el mundo se enfrenta a un dilema existencial: “Será el mundo ruso de valores alternativos o el mundo libre de valores universales”. Con este último, se refería a un sistema democrático, una justicia independiente, medios de comunicación libres y transparencia en la gestión de gobierno.
Es paradójico, porque a menos de un año de cerrar su mandato, Poroshenko ha establecido un orden político que guarda más similitudes con el de Rusia que el de Europa Occidental. Se limita la competencia política, la justicia depende de la élite gobernante, la prensa recibe presiones y la corrupción es un lastre nacional.
Como si fueran pocas coincidencias, el núcleo de la política de Kiev es el mismo en el Kremlin: agitar el fantasma del enemigo internacional para evadir la responsabilidad sobre los problemas internos.
Evidentemente existe un conflicto entre Ucrania y Rusia. La anexión de Crimea muy probablemente sea un asunto cerrado. El Kremlin ni siquiera permitirá debatir su soberanía. La situación del Donbás, en el este del país, es crítica. En los últimos meses, han surgido indicios de un posible regreso a un enfrentamiento bélico a gran escala.
Cuando Poroshenko alcanzó la presidencia en mayo de 2014, auspiciado por Estados Unidos y la Unión Europea, se comprometió a emprender una profunda reforma judicial y terminar con la impunidad de políticos, empresarios y medios, que empobrecía al país y enriquecía a la clase dirigente. Era una condición inexcusable para obtener dinero fresco de Washington, Bruselas y las instituciones financieras afines.
Tras cuatro años, muy poco de eso se ha cumplido. En cambio, Poroshenko ha utilizado el conflicto del Donbás como un argumento para lograr apoyo político y económico, mientras retrasa las reformas institucionales o las adapta para beneficio suyo y de los magnates que lo sostienen. Un esquema parecido al de la clase gobernante rusa.
El mes de febrero constituye un claro ejemplo. Poroshenko sorprendió el día 20 al firmar la “Ley de Reincorporación del Donbás”, que considera a Rusia como un enemigo que ocupó los territorios del sur y este de Ucrania, y deja la puerta abierta a un reinicio de las operaciones militares, al reforzar “sustancialmente las bases legales para el uso de las Fuerzas Armadas de Ucrania en defensa” del Estado.
En diciembre, EEUU autorizó la venta de armas ligeras como fusiles de alta potencia especiales para francotiradores al Ejército ucraniano. Algunos medios informaron de que también se dio vía libre a la venta de 210 misiles antitanques, así como de 35 Javelin, uno de los sistemas más avanzados para atacar tanques, pero eso no se llegó a confirmar de forma oficial.
Ambos anuncios encendieron las alarmas en Moscú. El Kremlin advirtió de que la eventual venta representa el “cruce de una línea”. El ministro de Exteriores, Sergéi Lavrov, señaló que la nueva ley “implica una solución militar para el este de Ucrania”, y agregó que Kiev “no va a implementar los acuerdos de Minsk”.
El descalabro económico
El nivel de las acusaciones ganó espacio en las portadas de los medios internacionales, lo que ayudó a ocultar los últimos descalabros del sistema judicial de Ucrania, cuya crisis ha puesto en duda el desembolso de los fondos restantes del préstamo que acordó con el FMI (Fondo Monetario Internacional) en 2015. Kiev necesita esos fondos.
Este año, Ucrania deberá pagar cerca de 6.000 millones de euros en concepto de deuda. Aunque el país creció por encima del 2% del PIB (Producto Interno Bruto) anual en el período 2016-2017, no alcanza a contrarrestar una regresión del 16% acumulada durante los años 2014-2015. Desde que se enrarecieron las negociaciones con el FMI, la palabra “default” ha vuelto a escucharse en el país.
Tras la última visita del organismo financiero a Ucrania, en febrero, el representante para el país eslavo, Goesta Ljungman, afirmó que “es importante que las autoridades actúen expeditivamente” en la redacción de una “ley anticorrupción”. Su declaración se suma a las “profundas preocupaciones” que aireó en diciembre la directora, Christine Lagarde, por las regresiones en el “establecimiento de instituciones independientes para enfrentarse a la corrupción de alto nivel”.
Las presiones del FMI llegan en paralelo con el último informe de Transparencia Internacional sobre la percepción de corrupción en el mundo, que ubica a Ucrania como el segundo país más corrupto de Europa, solo por detrás de Rusia.
El caso que aportará luz sobre el éxito (o fracaso) de la lucha contra la corrupción es el enfrentamiento entre la Oficina Nacional Anticorrupción y el fiscal general, Yuri Lutsenko. El organismo, creado por orden del FMI, ha sido blanco de ataques por parte de Lutsenko. Al fiscal general, que alcanzó el máximo cargo de la Procuraduría General sin antecedentes profesionales jurídicos (un requisito que tuvo que eliminar antes el Parlamento ucraniano), se le ha abierto una investigación por enriquecimiento ilícito, y se le acusa de perseguir a políticos de la oposición.
El pasado enero protagonizó un escándalo cuando se reveló que había gastado unos 50.000 euros en unas vacaciones familiares en las islas Seychelles. Lutsenko, que alquiló un helicóptero y gastó más de mil euros en souvenirs, declaró que sus gastos habían sido costeados por sus propios ingresos, y representaban lo normal en una familia de clase media.
Un argumento difícil de sostener cuando el salario mensual medio en el país es inferior a 300 euros.
El caso del Tribunal Supremo no es menos escandaloso. De los 113 jueces nombrados a finales de 2017, 25 han sido acusados en casos de corrupción, enriquecimiento ilícito y complicidad política. Es particularmente curioso que Poroshenko declinó el nombramiento de solo uno, Serhiy Slynko, un juez que participó en investigaciones de tinte político contra el fiscal general Lutsenko.
El único acierto en el ámbito judicial es el nombramiento del presidente del Tribunal Constitucional, Stanislav Schevchuk, miembro del tribunal desde 2014, y juez ad honorem del Tribunal Europeo de Derechos Humanos desde 2009. Según Roman Kuybida, experto de un organismo de control sobre las reformas en Ucrania, “Schevchuk ha probado ser independiente y un hombre de principios”, y es una “buena señal para la sociedad”.
Sin embargo, su nombramiento sucede en el marco de una nueva ley para regular el Tribunal Constitucional que permite la elección arbitraria y no transparente de los jueces. Según Kuybida, la norma “continúa la tradición del control político” sobre ese tribunal.
Utilizar la guerra para ser reelegido
La carrera electoral para las elecciones presidenciales de febrero de 2019 ya se ha puesto en marcha. Oleg Bondarenko, experto ruso del Centro Progresista Político, afirma que “Poroshenko busca usar cada oportunidad para intensificar la guerra civil de baja intensidad porque así podrá ser reelegido y mantenerse como presidente, o declarar la ley marcial para retrasar las elecciones”.
Mientras, el frente electoral no aparece muy despejado para el empresario ucraniano. Por un lado tiene a Yulia Timoshenko, exprimera ministra y ya candidata a la presidencia. Por otro, Mijeíl Saakashvili, expresidente de Georgia, y exgobernador de la región ucraniana de Odessa, que pasó de ser un aliado de Poroshenko, a uno de sus más visibles enemigos.
Saakashvili fue detenido en dos ocasiones y finalmente deportado después de que le quitaran la nacionalidad ucraniana. Ahora reside en Holanda, país natal de su esposa. Antes había prometido impedir la reelección del presidente, a quien hace responsable por “la corrupción rampante”, y de que “los oligarcas controlen Ucrania nuevamente”.
La carrera no es tan larga como parece. Proshenko ya ha comenzado a publicar anuncios electorales para revertir los últimos sondeos. Una encuesta realizada por la Fundación de Iniciativas Democráticas a inicios de 2018 refleja que los ciudadanos no están seguros de renovar su confianza en Poroshenko. Los políticos logran niveles de apoyo directo muy bajos. El presidente cuenta con un 7,6% de los votos, por detrás de Timoshenko, con un 8,7%.
Presiones inútiles
La fuerte presión de Washington no ha resultado muy efectiva en términos de mayor contundencia en la lucha contra la corrupción. Lo contaba hace unas semanas el exvicepresidente Joe Biden al hablar en una conferencia sobre sus numerosas visitas a Ucrania. Como no daban los pasos correctos les amenazó en 2016:
“Les dije, no, no van a recibir los mil millones de dólares (en avales para solicitar créditos). Voy a irme de aquí, creo que era en seis horas. Les miré y les dije: me voy en seis horas. Si no echan al fiscal (general), no reciben el dinero. Bueno, vaya hijo de puta (risas en el público). Lo destituyeron. Y colocaron en su lugar a alguien que era fuerte en ese momento”.
Precisamente, esa persona que parecía tan “sólida”, según Biden, para dirigir la lucha contra la corrupción era Yuri Lutsenko, el actual fiscal general que gastó más de 50.000 euros en sus últimas vacaciones, está acusado de perseguir a opositores, ni siquiera es licenciado en Derecho y dirigió tiempo atrás el grupo parlamentario del partido del presidente. Un aliado clave de Petro Poroshenko.