17 de enero de 1966. Cuatro bombas termonucleares se desprenden de un bombardero estadounidense mientras este sobrevuela el municipio de Cuevas de Almanzora (Almería) a la altura de la pedanía de Palomares. La primera de aquellas bombas se encontró intacta; una segunda fue rescatada meses más tarde del fondo del mar; las dos restantes se quebraron, esparciendo el material radioactivo de su interior por la zona.
44 años después de la que pudo haberse convertido en la mayor catástrofe de nuestra historia, el oscurantismo en torno a este episodio, así como a la gestión de sus consecuencias directas, continúa suscitando interrogantes. ¿Por qué cuatro bombas nucleares de una potencia destructiva 300 veces superior a la lanzada en Hiroshima sobrevolaban territorio español? ¿Eran estos vuelos frecuentes? ¿Existía un consentimiento explícito de estas maniobras por parte del Gobierno franquista?
Un convenio a medida
Para encontrar algunas respuestas, hay que remitirse al convenio defensivo firmado entre los Gobiernos de España y EEUU en el marco de la Guerra Fría, en concreto, a la 'Nota adicional al párrafo segundo del artículo III' del acuerdo. Bajo este título de aparente irrelevancia, el epígrafe recogía uno de los puntos clave del convenio: la regulación de las bases militares estadounidenses instaladas en territorio español.
Tal y como desgrana el periodista Rafael Moreno Izquierdo en su libro La Historia Secreta de las bombas de Palomares, dos eran los supuestos en los cuales las bases aéreas estadounidenses en España podrían ser utilizadas con fines de acción militar. El primero de ellos apelaba a una “evidente agresión comunista” que “amenazara la seguridad de Occidente”, y tan solo requería de una mera comunicación a las autoridades españolas para hacerse efectivo. El segundo, también referente a casos de “emergencia” o “amenaza de agresión a Occidente”, se vinculaba a una consulta entre ambos Gobiernos para valorar “las circunstancias de la situación creada”.
Una escueta regulación susceptible de ser interpretada de forma totalmente abierta que, además, no distinguía en modo alguno si el armamento transportado por los aviones sería convencional o nuclear, ni incorporaba un ordenamiento del sistema de vuelos sobre territorio español. Dos aspectos clave para los intereses de EEUU en los que –a diferencia de lo estipulado en otros convenios, como el firmado entre EEUU y Canadá– el Gobierno franquista ofrecía vía libre a los americanos. En otras palabras: un 'traje a medida' diseñado por y para el Ejército estadounidense con el fin operar a su antojo en España.
La estrategia americana contra la III Guerra Mundial
A mediados de los años 50, la preocupación entre los altos cargos de la Fuerza Aérea de EEUU acerca de la capacidad real de Washington para evitar una III Guerra Mundial iba en aumento. Según sus estimaciones, para el año 1963 la Unión Soviética sería capaz de destruir en un único ataque la mayor parte de la flota estratégica estadounidense y posicionarse así con una notable ventaja militar y moral de cara al consecuente inicio del conflicto.
El creciente temor a ser sorprendidos por los soviéticos tuvo una respuesta contundente por parte de la estrategia norteamericana. Esta pasaba por la idea de contar con un cierto número de bombarderos sobrevolando las 24 horas del día las zonas fronterizas de la URSS y dispuestos para, en cualquier momento, descargar las cuatro bombas nucleares con las que se cargaría cada aeronave.
Las palabras del comandante en jefe del Mando Aéreo Estratégico, el general Thomas Power, recogidas en el libro de Moreno Izquierdo, definen de forma explícita esta nueva estrategia: “Día y noche, tengo un porcentaje de mi comando en el aire. Y los aviones están cargados con bombas... No llevan arcos y flechas”.
Para el año 1966 –el del accidente de Palomares– la capacidad destructiva de este operativo militar, que disponía de hasta once bases lejos del territorio estadounidense ubicadas en cinco países, alcanzaba los 1.607 objetivos de forma simultánea, todos ellos en la Unión Soviética. El cálculo en vidas humanas rondaba los 65 millones de muertos potenciales.
Una de las misiones que formaron parte de aquella estrategia recibió el nombre 'Chrome Dome' [cúpula cromada]. Puesta en marcha en el año 1960, los vuelos de esta operación, realizados por bombarderos B-52, más modernos y de mayor radio de acción que los anteriores, cruzaban por primera vez el Atlántico despegando desde territorio estadounidense.
Una de las rutas de aquel operativo, la sur, atravesaba el océano para sobrevolar España y cruzar el Mediterráneo hasta las fronteras turco-soviéticas. Una vez realizada la misión, las aeronaves, cargadas con artefactos nucleares en sus bodegas, eran reabastecidas en pleno vuelo por aviones KC-135 antes de regresar a territorio americano.
Las 'flechas rotas' ignoradas
Entre las posibles complicaciones de estas misiones, la más amenazante era el desprendimiento de alguna de las cuatro bombas que cargaba cada bombardero. Este escenario recibió por parte de las autoridades militares estadounidenses el nombre de 'Código Flecha Rota'. Dadas las complejidades técnicas de las operaciones necesarias para mantener tal número de aeronaves en constante actividad, los accidentes no tardaron en producirse.
La primera de estas 'flechas rotas' surgió tan solo un año después de la puesta en marcha de la misión. En enero de 1961, uno de estos bombarderos B-52, con problemas en el tanque de combustible, se estrelló en la ciudad de Goldsboro, en Carolina del Norte. Ninguna de las bombas llegó a explotar, aunque sí se fragmentaron y liberaron su carga durante la colisión.
También sobre territorio estadounidense, en enero de ese mismo año, una de estas aeronaves se estrelló en Yuva City (California) a causa de una descompresión; y ya en 1964, una tormenta de nieve causaría un nuevo accidente en Pennsylvania, a la altura de Savage Mountain. En ambos casos, las bombas que colisionaron durante los incidentes permanecieron prácticamente intactas.
El 'Palomares danés' que puso fin a la 'Chrome Dome'
A pesar de estas tres experiencias, en las que se registraron importantes daños materiales e incluso humanos –varios de los pilotos y miembros de la tripulación fallecieron durante los accidentes– y se rozó la catástrofe, la vorágine de la Guerra Fría rechazó cualquier tipo de rectificación de las misiones. Dos accidentes más elevaron el nivel de alarma.
El de Palomares, causado por un problema en la maniobra de repostaje de un B-52, que debía regresar a EEUU, sería el primero de ellos. En esta ocasión, las consecuencias sí registraron una gravedad mayor que en las anteriores incidencias, con importantes niveles de contaminación de la zona afectada por el desprendimiento de las bombas que derivaron en graves consecuencias para la salud de habitantes y efectivos de limpieza que, a día de hoy, continúan sin ser reconocidas por las autoridades estadounidenses.
La gravedad de este nuevo accidente no puso fin a la operación, aunque sí redujo el número de efectivos con vuelo constante: de doce a cuatro. A pesar de ello, y de los intentos del entonces secretario de Defensa Robert McNamara por anular las misiones por completo, dos años más tarde, la base aérea de Thule en Groenlandia sería el escenario de un nuevo accidente.
Un error humano fue el causante de esta última 'flecha rota' que esparció por territorio danés el material de las bombas caídas sobre una gran masa de hielo junto al propio bombardero. El trabajo de las fuerzas de seguridad danesas y americanas logró contener un desastre que, al igual que en el caso de Palomares, volvió a causar enfermedades y muertes prematuras a causa de la radiación cuya responsabilidad ha sido sistemáticamente evadida por las autoridades de EEUU.
Una investigación de la BBC publicada en el año 2008 destapó además unos documentos, hasta entonces clasificados, que certificaban la existencia de una cuarta bomba que hasta el momento se había dado por perdida públicamente y que, según se sospecha, pudo acabar perdida entre el hielo, a pesar de que el Pentágono negara en su día este hecho.
Thule fue la gota que colmó el vaso. La amenaza de estos accidentes y las consecuencias diplomáticas que estos conllevaron, así como el riesgo de provocar de forma accidental el inicio de un conflicto a nivel mundial con la URSS, terminó por convencer a los altos cargos militares estadounidenses de la extrema peligrosidad de las misiones 'Chrome Dome'. Cinco accidentes y cientos de afectados, que con el tiempo se convertirían víctimas mortales, después, se ponía fin a uno de los episodios más significativos de la paranoia militar de la Guerra Fría.