Un perro solitario atraviesa una gran avenida vacía. Mira a los lados, extraviado, sin decidirse claramente por una dirección. Simplemente vaga. La escena se repite en muchas calles. Los perros, callejeros o abandonados, se han erigido en dueños de la ciudad. No se oye el ruido de los coches ni de la gente, no se oye a los niños jugar en el patio del colegio ni el soniquete de las obras de construcción.
El único sonido que se percibe con claridad es el piar de los pájaros y más allá de eso, silencio. Es un silencio extraño, irreal, casi onírico, que se quiebra de vez en cuando por el paso de alguna persona cargada con bolsas, de algún coche, o por algún petardo que hace recordar que pese al ambiente China todavía está en plenas festividades de año nuevo.
Rizhao es una ciudad pesquera e industrial situada en la costa de la provincia de Shandong con una población de unos 2,7 millones de habitantes. Es decir, es una ciudad pequeña para los estándares chinos. Rizhao, al igual que el resto del país, está paralizada debido al coronavirus Covid-19.
Yiyang vive en Pekín. Vino aquí junto a su mujer e hijo a pasar el Año Nuevo lunar en la casa de sus padres. Ahora, como millones de personas en el país, están encerrados en la vivienda familiar. “No salimos de casa más de lo estrictamente necesario. Mi padre y yo nos turnamos para ir al supermercado”, declara.
“Es la primera vez en mi vida que he visto a mi padre no ir a trabajar durante tantos días seguidos”, anuncia con una mezcla de orgullo y sorpresa. “No se cuándo volveremos a Pekín. Me han dicho que en nuestro barrio encontraron a una familia infectada, así que preferimos quedarnos aquí, aunque no por mucho tiempo más, ya que debemos retomar el trabajo”.
Tampoco tiene claro cómo podrá llegar hasta la capital con gran parte de los servicios de transporte interprovinciales cancelados. Primero fueron los taxis y autobuses, después, desde hace unos días, también los trenes. La única opción a día de hoy son los aviones, aunque prefieren evitarlos. “Si todo sigue así iremos en coche, son unos 700 kilómetros, pero actualmente es la opción más segura y casi la única”.
Un trabajador de una de las fabricas de la ciudad originario de Wuhan fue el primer infectado de la provincia. Su caso generó un ataque de pánico entre la población local en pleno inicio de las celebraciones del Año Nuevo lunar.
Desde ese momento y hasta hoy, las medidas para restringir el movimiento y la reunión de personas se han intensificado. No solo las impuestas oficialmente, sino también las tomadas voluntariamente, como mantener la puerta cerrada a las visitas. A pesar de ello, en la provincia de Shandong se ha registrado hasta el momento un total de 497 personas infectadas.
Un país detenido
Las clases en colegios y universidades están suspendidas hasta nuevo aviso. En los restaurantes, si es que están abiertos, no pueden juntarse más de cinco personas. La mayoría de las tiendas, cines y centros comerciales –a excepción de algunos supermercados y farmacias–, permanecen cerrados y las oficinas funcionan a medio gas con la mayoría de los empleados acogidos al teletrabajo. Y esto no solo ocurre en Rizhao, si no que es extensible a todo el país.
Mientras tanto, la población, encerrada en casa, se entretiene viendo la televisión, leyendo, haciendo gimnasia, comunicándose por WeChat y consultando compulsivamente los datos oficiales diarios sobre el número de infectados, muertos y recuperados con la esperanza de que la situación remita pronto.
“Siempre sueñas con unas vacaciones indefinidas”, declara Lixue con un toque de humor, “pero no de esta manera”. Ella acaba de retomar su trabajo en una oficina local, aunque apenas hay gente a la que atender, por lo que su jornada está reducida a la mitad. “Aún recuerdo la impresión que me causó la epidemia del SARS [en 2003] cuando estaba en la Universidad. He vivido con miedo a algo parecido durante años. Ahora que ha vuelto a ocurrir, solo deseo que no se repitan errores y que todo pase cuanto antes”.
Ante esta situación también preocupan cada vez más las posibles pérdidas de empleo y las consecuencias económicas en la zona. En Rizhao hay dos puntos económicos claves. Por un lado, está el incipiente turismo. La ciudad fue una de las sedes de los Juegos Olímpicos de 2008 y, desde entonces, sus playas comenzaron a atraer poco a poco a grupos turísticos procedentes de todo el país. Todos los esfuerzos de remodelación urbana y de recuperación del entorno marino han ido en esa dirección en los últimos años.
Las vacaciones del Año Nuevo lunar son temporada alta para los viajes en China, pero este año los grupos turísticos han sido anulados y los emplazamientos turísticos permanecen cerrados hasta nueva orden. En la ciudad todo está clausurado y vacío, y ni siquiera se puede acceder a algunos parques o zonas recreativas.
Por otro lado, además del turismo, está el motor absoluto de la ciudad: el distrito industrial, portuario y pesquero. Un trabajador del puerto que prefiere permanecer en el anonimato reconoce la bajada de actividad. “Hay movimiento, quizá a menos ritmo del habitual, pero confiamos en estar pronto al 100%”, explica.
Lo que más preocupa en el distrito es la paralización del sector pesquero. El señor Wang, distribuidor de pescado, se muestra preocupado. “No tiene sentido que los pescadores salgan a faenar si luego no podemos transportar el producto a otras regiones debido a las restricciones. Hemos tenido que tirar el pescado y el marisco a la basura. Apenas hay movimiento. La situación es grave para los pescadores y para empresas pequeñas y medianas como la nuestra”, indica.
Es precisamente en el distrito pesquero donde, a pesar de todo, se respira un cierto aire de pausada normalidad. Un pequeño grupo de pescadores dejan pasar los días jugando a las cartas junto a sus barcos de madera.
Algunos ancianos pasean con tranquilidad por las calles e incluso varios jóvenes acuden a la orilla del mar despreocupados y sin mascarillas, algo que en muchas ciudades ya supone una infracción penada con multa. Sin embargo, esa aparente normalidad contrasta con el paisaje en las calles. Tanto en el distrito como en el resto de la ciudad es completamente imposible acceder a las calles o barrios residenciales.
A la entrada de cada barrio o urbanización se han colocado controles de acceso. Son medidas de protección que han convertido cada calle en una frontera. En estas improvisadas aduanas, el único visado válido es vivir allí, de otro modo es imposible entrar. En algunas, son los propios vecinos quienes controlan. En otras, guardias, porteros o incluso la policía.
Pero no solo están en la ciudad. Basta salir brevemente a la carretera para observar cómo cada pueblo ha establecido, literalmente, barricadas de tierra en los accesos. El miedo al extraño o al que viene de otro lugar se ha apoderado de todo y de todos.
La incertidumbre por la duración de la situación, el miedo a la enfermedad y la desconfianza en las noticias están haciendo crecer las críticas hacia el Gobierno en las redes sociales chinas. Algo que se ha visto multiplicado tras la muerte del doctor Li Wenliang, uno de los ocho médicos que alertó sobre la aparición del virus a principios de diciembre y que fue llamado al orden por la Policía acusado de difundir rumores. Su muerte ha encendido una ola de indignación que las autoridades están tratando de paliar con homenajes oficiales. Muchos creen que si las autoridades le hubieran hecho caso, la situación ahora sería muy diferente.
“Es difícil prever que ocurrirá sin saber aún el alcance total del virus, pero China es muy complicada”, sentencia un joven universitario que prefiere no revelar su nombre. “Quizá, cuando todo pase, se apartará a algunos mandos de sus cargos, pero nada más. En esta provincia en concreto abunda la población anciana que prefiere la seguridad de lo conocido a cualquier otra opción. Nadie va a moverse en otra dirección”, añade.
Recuperar la normalidad
En los últimos días, un cauto optimismo ha comenzado a recorrer parte del país: el cierre absoluto de Hubei parece estar funcionado, pues el número diario de infectados se está frenando fuera de dicha provincia, epicentro del virus. Esa esperanza también se empieza a sentir de forma ligera en Rizhao tras conocerse que, según los datos oficiales, se han sucedido ya varios días sin nuevos casos de infectados en la zona, mientras crece el número de pacientes recuperados.
El intento por recuperar una relativa normalidad lo más pronto posible parece explicar que, pese a la prohibición de organizar actos multitudinarios, se haya habilitado un recinto junto a un céntrico centro comercial para el festival de los faroles, la fiesta que pone fin a las celebraciones del año nuevo que tiene lugar durante la segunda quincena del primer mes lunar.
Se trata de una especie de reciento ferial con grandes esculturas de farolillos que se iluminan al anochecer, atracciones y puestos de comida. Cada año, estas celebraciones congregan a miles de personas durante el día y la noche. Aunque todo está ya listo e instalado, su función este año es más simbólica que real: el recinto está desierto. El miedo y la precaución aún pueden más que el optimismo en una población que todavía ve lejos el fin de la epidemia.
El tamaño real y completo de la herida que el coronavirus y las medidas están dejando a nivel local y nacional está aún por ver. Pero la cicatriz no solo será sanitaria, también social, económica y anímica. Desde China ven con preocupación la xenofobia disfrazada de temor y rechazo a cualquiera que tenga los ojos rasgados que se está evidenciando en otros países en las últimas semanas. En España, se ha visibilizado con el movimiento #Nosoyunvirus.
Algo similar ha ocurrido en el propio gigante asiático con todos aquellos que proceden de Wuhan o que han visitado la ciudad antes del cierre. No solo se propaga el virus. También la desinformación y los prejuicios.