Argentina, 1985

Julio Strassera, retrato íntimo de un antihéroe

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Aquel hombre llamado Julio César Strassera era ojeroso, de mostachos negros, a veces con el pelo como de estatua por la gomina, otras con el jopo derrotando fijadores y cayéndole sobre el ojo derecho. Parecía estar siempre en guardia, erizado, salvo cuando el cansancio le iniciaba querellas densas. Una vez llegué a la Fiscalía después de la hora del almuerzo, no había nadie en la antesala, seguí viaje hacia su oficina y lo encontré dormido en el sillón de cuero de un cuerpo que en esos momentos le funcionaba como un recurso de amparo. Había reunido méritos suficientes como para ser la persona más amenazada del país pero estaba solo y durmiendo cual bebé a merced de cualquier cosa. Hasta de un periodista. No sé si soñaba. Tal vez era al revés: sus sueños y sus pesadillas en esos días transcurrían cuando estaba despierto. 

Después supe que los brotes de cansancio provenían no solo de todo lo que estaba haciendo y deshaciendo durante el juicio, sino también de un enemigo interno que enfrentaba con terquedad e insulina: la diabetes.

Estaba siempre de traje, pero creo que lo que más le gustaba era andar de blazer azul, camisa blanca, alguna corbata que no desafinara, pantalón gris, zapatos negros y trajinados. Cada día al saludar, alargaba el “hola” como si estuviese sorprendido de que la otra persona anduviese por allí, lo que podía traducirse como un gesto de afecto. Cuando estaba en vena, después de unos segundos para encender un cigarrillo y mirar alrededor, largaba la charla: ¿vio lo que pasó con Fulano? ¿y lo que dijo Mengano?

Más o menos así comenzaba unos monólogos sobre la actualidad en los que se iba retroalimentando de broncas, abría los brazos, sacudía la cabeza negando que la gente (políticos, periodistas, abogados & afines) pudiera hacer o decir semejantes barbaridades, burradas o cosas peores. Gesticulaba como un actor de película italiana, y podía terminar despotricando con resonancias desde metafísicas hasta sexuales, antecedente de lo que Roberto Fontanarrosa definiría en el Congreso de la Lengua de 2004 como “función terapéutica de las malas palabras”, para las que solicitó formalmente una amnistía: “Las vamos a necesitar”, dijo aquel sabio. Siempre me pareció que para Strassera eran una terapia doble: contra cosas que lo fastidiaban, y contra cierta melancolía. Cuando le bajaba esa espuma una de sus muletillas era decir, mirando el piso: Qué se le va a hacer.

Con el tiempo supe que varios de sus amigos temían que en el propio juicio el temperamento y el diccionario le hirvieran como cuando estaba en confianza, pero eso no ocurrió. La película de Santiago Mitre le adjudica gestos un tanto procaces hacia los abogados como forma de sacarlos de quicio (algunos no necesitaban mucha ayuda), cosa que no alcancé a ver pero que no puede descartarse según cierto anecdotario que me contaron sus entonces (aún) jóvenes colaboradores: algunas veces llamaba a personas conocidas haciéndose pasar por un militar hasta que le preguntaban quién era y contestaba cosas como “el capitán Poronga”, antes de colgar, cual versión jurídica del doctor Tangalanga. Alguna vez se agenció un revólver de juguete, de cebita, con el cual recibió en su despacho, apuntó y le disparó a un periodista que andaba por allí.  

Por esas cosas, así como al fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo lo llamaban secretamente “Oso” por su aspecto, el elenco joven de la Fiscalía bautizó a Strassera –según la jurisprudencia quinielera– “22”  o directamente “Loco”. Por supuesto que no se lo decían en la cara, pero el propio fiscal relató su encuentro con Raúl Alfonsín en el cual el entonces presidente le recomendó, frente a todo lo que implicaba el juicio: “No se vuelva loco, doctor”. A lo que él contestó: “Demasiado tarde, señor presidente”.      

La contracara del histrionismo le afloraba al hablar del juicio. Lo hacía con una pasión fría, enorme conocimiento y buscaba la exactitud en cada argumento como preparándose para la Sala de Audiencias. No existían los juicios orales en el país, pero Strassera desde el primer día se mostró en la Causa 13 dueño de una asombrosa soltura y claridad y de una aplastante potencia de ideas. El alegato que hoy sigue impactando a través del cine fue una muestra.

En el día a día era frecuente verlo oscilar en el doble juego de atender a la otra persona, escucharla y a la vez estar con la cabeza en otra parte: no le faltaban situaciones a las que volaban sus pensamientos. Pero apenas volvía de esas escapadas mentales le gustaba conversar, preguntar y compartir. Con el grupo de la Fiscalía eso significaba terminar las jornadas de trabajo yendo a alguna pizzería de la zona de Tribunales a comentar todo lo que estaban viviendo. Strassera estaba construyendo así confianza, grupo de trabajo, tal vez compañía y por eso compañerismo con chiquilines 20 o 30 años menores.

En el afán de conversar, una vez llamó a mi casa en esas eras geológica de teléfonos fijos regenteados por Entel. Había pasado la medianoche, yo estaba de viaje. Claudia Acuña (periodista, que ya ejercía la curiosa actitud de soportarme) lo atendió y estuvieron charlando durante un par de horas sobre artículos periodísticos que consideraba injustos, maniobras políticas insondables, conspiraciones reales y cuestiones que él parecía navegar, como nos pasa a tantos, entre algunas certezas y demasiadas incertidumbres.      

Tenía la mirada siempre inquieta y los dedos de la mano derecha color nicotina en esos tiempos de tabaco a mansalva. En la Sala de Audiencias estaba prohibido fumar, salvo para los fiscales, los jueces y los acusados que presenciaron el alegato sin mirar a Strassera. Videla vestía traje gris con el libro Las siete palabras de Cristo, de Charles Journet. El lente de un reportero gráfico nos permitió detectar que leía los capítulos “En el Paraíso” y “Reflexiones del Apocalipsis”. En los pasillos Strassera dijo después, como espantando con la mano un mal augurio: “Que lea lo que quiera”.

En una de esas jornadas, al entrar los militares, Videla pasó junto a Strassera que estaba de espaldas y le dio un empujón con el hombro, como corriéndolo del paso. Strassera no entró en la provocación, ni mencionó nada públicamente al respecto. Unos días después, tras la intervención de la defensa de Massera (que luego diría “mis jueces disponen de la crónica, pero yo dispongo de la historia, y es allí donde se escuchará el veredicto final”), el fiscal salió apurado: “La audiencia terminó puntualmente así que llego justo, me está esperando mi señora para ver una ópera muy adecuada para estos tiempos”. Cruzando Plaza Lavalle, en el Teatro Colón, se presentaba una obra de su amado Richard Wagner: El ocaso de los dioses.

Las amenazas fueron un tema recurrente desde comienzos del juicio. Buscaban crear un clima de miedo dirigido principalmente a las personas que iban a testimoniar, y a quienes trabajaban en la Fiscalía. Strassera simulaba no prestarles atención. “Tenemos demasiado trabajo como para estar pensando en eso”. Una vez, sin embargo, lo planteó públicamente durante la audiencia: “Los vencedores de la guerra contra la subversión llamaron para proferir amenazas contra la Fiscalía” dijo ante los jueces.

La llamada había sido atendida por una de sus colaboradoras. “Dígale a Strassera que en el plazo de 48 horas va a ser ejecutado” dijo un hombre que intentaba distorsionar su voz. Mecánicamente, entre el miedo y la inocencia, ella preguntó: “¿De parte de quién?”. Respuesta: “Del comando tricolor”. A partir de entonces resolvieron responder a esos llamados informando que  las amenazas se recibían solo de 8 a 9. El fiscal intensificaba su terapia de las malas palabras. La policía les había dicho a los jueces que no creían que pasara nada, pero que era prudente no subirse al auto con él.    

Para Strassera lo peor fue cuando una mujer increpó a su hija Carolina (16 años) que había ido a Sanidad Escolar a buscar un certificado de salud. La mujer oyó el apellido de la niña, la esperó a la salida, la insultó y le dijo que a su padre tendrían que matarlo. “Esa es la mentalidad cobarde que sustenta las atrocidades que ocurrieron en el país” me dijo él días después.

El 18 de septiembre de 1985 fue el cierre y explosión de la presión de seis jornadas de alegatos y cinco meses de testimonios para los que no alcanzan los adjetivos, en lo que el fiscal definió como “el mayor genocidio de la joven historia de nuestro país”. Meses palabras que mucha gente no había querido creer: secuestro, picana, desaparición, fusilamiento, robo, fosas comunes, clandestinidad, vuelos de la muerte, robo de bebés. Los cinco canales de televisión que había entonces solo podían transmitir imágenes. Lo que ocurría en las audiencias se conocía principalmente por las crónicas de los diarios y de las radios.

Ese mediodía, antes del cierre del alegato, Moreno Ocampo estaba en el despacho ajustando su intervención. Strassera había hecho correcciones y agregados durante la mañana. Una de sus colaboradoras, Judith König (21 años) las pasaba en limpio, incluyendo la frase final. Moreno Ocampo mandó pedir un sándwich de jamón, tomate y huevo, aderezado con humor negro: “¿Y si está envenenado?”. Strassera llegó de su almuerzo con una teoría: “Mi popularidad decrece, recién una señora me dijo algo feo, pero no voy a pedir condena contra ella”. Le propinó una frase del Quijote a Moreno Ocampo, que seguía escribiendo: “A quien has de castigar con obras, no maltrates con palabras”. Llegaron su esposa Marisa Tobar y su hijo Julián, y a las tres de la tarde todos se dirigieron a la Sala de Audiencias.

El trueno que estalló con forma de ovación cuando Strassera dijo “nunca más”, dejó a ambos fiscales clavados en sus asientos, mirando y escuchando ese momento que incluyó el cruce de insultos entre algunas personas en las gradas y Viola. Videla, de pie, miraba estático, provocativo, al público que ovacionaba. La sala se desalojó pacíficamente.

En el hall llegaron los abrazos y las lágrimas. El fiscal dijo, pañuelo en mano: “Me estoy poniendo viejo”. Allí estaba también empapada mi supuesta objetividad periodística tras haber aprendido en esos días mucho sobre la subjetividad en este oficio, y en esta vida. Quienes se emocionan con la excelente película de Santiago Mitre sabrán entender cómo impactó eso en quienes pudimos presenciar todo a cuatro metros de distancia. La potencia de lo ocurrido en 1985, sus alcances prácticos, políticos, éticos, vitales, es la que Mitre nos pone delante de las narices y en colores para discutir en tiempo presente; intuyo que es una de las causas del modo en que ha sido recibida.

Unos minutos más tarde la Fiscalía fue sede de un primer festejo privado del cumpleaños número 52 de su titular, con sándwiches y champán.

Al día siguiente volví a Tribunales y allí andaba Strassera solo, de saco azul y pantalones grises, las manos en los bolsillos, un cigarrillo asomando sin fuerza bajo el bigote, la mirada barriendo el piso. Alargó el “hola” y me contó: “No tenía que venir, pero después de todo lo que ha pasado esto es como un imán. Qué se le va a hacer”. Anduvimos por el hall, me mostró luego en su escritorio un libro que le habían regalado sobre otros laberintos: El nombre de la rosa, de Umberto Eco. “Lo que más me preocupa ahora son los chicos. La mayoría de la gente que ha colaborado con nosotros no es de la Fiscalía, y no sé qué van a hacer”. Me contó que la noche anterior todo el equipo había ido a su casa a continuar el festejo: “Se quedaron hasta las 4 de la mañana. Fue muy lindo”. Levantó los hombros con media sonrisa: “Qué se le va a hacer”.

Es una frase llamativa. Quienes la pronuncian lo hacen con un tono de resignación, o como una pregunta que insinúa que en realidad no hay nada que hacer. Para él era una muletilla que desobedeció en ese 1985: demostró mucho de lo que sí se podía hacer con respecto a algo que parecía imposible y que fue inédito en el mundo.

Después, fue crítico de la sentencia por las absoluciones y penas bajas (salvo Videla y Massera, condenados a perpetua y quizá Viola, a 17 años). Escuchó el fallo leído por Carlos Arslanián sin dejar de fumar, inclinándose poco a poco sobre su escritorio cuando empezó a escuchar las absoluciones. Adriana Calvo y Hebe de Bonafini se pararon y se fueron de la sala. Adriana dijo con una sonrisa nerviosa. “Es una vergüenza”. Lo que Strassera rescató luego fue el Punto 30 del fallo que ordenaba seguir investigando a los autores materiales de los crímenes. Años después no estuvo de acuerdo con las leyes de Obediencia Debida y Punto final, y mucho menos con los indultos menemistas que lo llevaron a renunciar del cargo diplomático en Ginebra que le había asignado el gobierno radical. Abrió un estudio de abogados en la calle Callao con algunos de sus ex colaboradores.

Voy hasta allí con los recuerdos, casi como la película. Nos cruzamos algunas veces pero cada uno siguió con su vida. No hablé con él en momentos en que cayó o se metió en la grieta haciéndole aflorar un tipo de actitud que hubiera querido no ver ni escucharle.  Elijo recordar que lo impensable puede ocurrir. Que personas que ecualizan corazón y cerebro pueden generar hechos inesperados. Y justos. Que las voces que nunca habían sido escuchadas y sí perseguidas, reprimidas, censuradas, invisibilizadas, clasificadas como “locas” en plena dictadura, eran las únicas que habían tenido razón desde siempre. Que esa fuerza social, sumada al Nunca Más y al propio juicio, generó también todo lo posterior que llevó a que en el país haya 1.088 genocidas condenados por delitos de lesa humanidad en 286 causas, 14 juicios orales en desarrollo,63 casos elevados a juicio y 274 en etapa de instrucción. 

No sé si Strassera fue un héroe, pero al menos en 1985 hizo lo suyo para ganarse ese protagonismo que no usó para hacer carrera, fama, ni panelismo televisivo. Algunos colegas lo han descripto como un santo, posible efecto de los consumos problemáticos también en este oficio.

Los héroes –creo que Julio estaría de acuerdo– fueron los testigos, los familiares, las madres y abuelas, padres (como Emilio Mignone entre otros), la gente que desde siempre denunció en soledad, marchó en soledad, y hasta desapareció en soledad. Personas que nunca se resignaron. Eso me despertó desde entonces una pregunta: ¿Cuáles son las violaciones a los derechos humanos actuales? La violencia estatal, sus víctimas, las desapariciones y tormentos, los femicidios que en muchos casos son también responsabilidad del Estado, los crímenes ambientales, los sistemas de control social. Las nuevas tecnologías de la miseria planificada, en términos de Rodolfo Walsh. Las lógicas que aniquilan, empobrecen, contaminan, someten, violan y amenazan demasiadas formas de vida. Otras personas locas –ignoradas o silenciadas metódicamente– son las que hoy reflejan la cordura, las que simbolizan lo que antes simbolizó el juicio: nada más que la verdad. ¿Sabemos escucharlas? ¿Vemos quiénes son? ¿Percibimos dónde está hoy germinando la resistencia y la potencia social que no se resigna a la muerte?

Me quedo con esas preguntas y con la imagen de aquel hombre que sin proponérselo quedó ubicado en un lugar crucial y logró la hazaña de hacer lo que correspondía. Nada menos: escuchar, pensar, sentir y actuar rebelándose contra la resignación del “qué se le va a hacer” que a veces murmuraba con las manos en los bolsillos, la mirada barriendo el piso y el cigarrillo humeando bajo el mostacho.

SG

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