Svetlana Antipova, histórica primera bailarina de Odesa: “Cuando escucho un misil, temo por el teatro”
Hace una semana escuchó el estruendo provocado por un misil de crucero lanzado por Rusia contra una refinería de Odesa pero, cuando se le pregunta si tiene miedo, la histórica bailarina ucraniana Svetlana Antipova no piensa en ella misma, sino en el lugar que ha construido su historia: “Temo por el Teatro”.
Sus manos sostienen una carpeta verde repleta de fotos y recortes de periódico. En una gran sala vacía de su estudio de danza, cubierta de espejos y barras de ballet, Antipova, de 76 años y quien fue hace décadas la primera bailarina del Ballet de Odesa, muestra con mayor pasión las imágenes de sus alumnas que las suyas propias. Se detiene en una de ellas con pena: “Ahora se ha tenido que ir a Alemania. Era muy profesional, quizá he perdido a mi estrella…”.
La bailarina ucraniana, una referencia de la danza en Odesa, cuenta el destino de muchas de sus alumnas y aún hace cábalas sobre cómo volvería a reorganizar los espectáculos pendientes, en los que tanto habían trabajado sus discípulas y que están paralizados por la guerra. Ahora, las bailarinas de su escuela, cuyo repertorio forma parte de la programación del simbólico teatro de la ciudad, están desperdigadas por distintos puntos de Europa.
Pelo rojo y ropa colorida, Antipova tiene un carácter “especial”, según su hijo. Entre las fotos que muestra, no incluye la de su nieta Margarita, de nueve años, que desde Moldavia sigue las clases en línea de ballet impartidas por su abuela, como publicó elDiario.es. “Tiene muy buenas condiciones y muy buena memoria, pero aún tiene que estirar un poco más sus pies”, detalla la bailarina. Desde Costiesi, un pueblo próximo a la capital moldava a donde huyó con su madre y su hermano, la pequeña describía a Svetlana como dos personas en una: la abuela y la profesora.
Y ahora habla la profesora, no la abuela. Porque cuando empieza a hablar la abuela, se rompe la distancia transmitida en los análisis de los movimientos de Margarita, esa que le impide introducir una foto de su nieta en su carpeta verde. Cuando habla la abuela, su mirada chisporrotea, Antipova sonríe, y se abraza a sí misma. “Echo mucho de menos a mis nietos. El otro día Margot estaba mala, y yo les decía: traedlos aquí conmigo”, dice la artista, que se niega a marcharse de Odesa. No por ahora.
“Podría ir a muchísimos países, tengo amigos bailarines en todas partes, pero no me quiero ir”, dice. Sus hijos e hija insistían en que lo hiciese, pero ya se han rendido. Antipova quiere estar cerca de ellos. Uno de ellos forma parte de la Guardia de Defensa Territorial y teme que algo ocurra, pero también se queda por ella misma. Prefiere permanecer en su casa, en Odesa, con sus gatos y sus perros, y no muy lejos del Teatro.
“Tengo miedo de que algo puede pasar con el teatro. Es tan hermoso que si algo pasa con él... Tengo miedo. Cuando suena ese sonido desde el cielo, pienso en el teatro”, repite la bailarina. El histórico edificio, la Ópera de Odesa, lleva más de un mes fortificado con barricadas formadas por sacos de arena, púas y erizos para evitar un posible ataque terrestre de las tropas rusas. “Verlo así es muy doloroso para todos”.
Suelta una carcajada cuando se percata de que habla más sobre su temor por la destrucción del simbólico edificio que de su propia seguridad. Antimova sube los hombros y asiente, mientras su hijo sonríe de medio lado. La conoce: “Yo vivía en ese teatro… Dejaba a mis hijos ‘abandonados’ por el teatro”, dice. Vuelven a reírse.
Es la directora del Estudio de Danza Svetlana Antipova, cuyas obras son representadas en el Teatro de Odesa, en un espectáculo infantil profesional del que habla orgullosa. La guerra lo ha cambiado todo. “La mayoría de mis alumnas y alumnos se han ido a diferentes países, algunas ya están bailando allí. Sé de algunas que ya en empezado a trabajar fuera y me pregunto si van a volver aquí… Aquí tenemos espectáculos increíbles, pero un equipo es un equipo junto. Si todas se van y no vuelven, es difícil arreglar todo y organizar todo”, dice preocupada. “Espero que pase pronto todo, pero no sabemos qué hay en la cabeza de una persona –dice en referencia a Putin–. Incluso si acaba, no sé qué voy a hacer después”.
La mujer recuerda su última clase de ballet presencial. El 23 de febrero. Entonces ya se hablaba de la posibilidad de la guerra, pero ella no lo creía. “Estábamos aquí”, dice señalando la sala de espejos vacía. “Preparábamos el Cascanueces. Solo recuerdo que fue normal. No pensábamos en la guerra, solo en bailar”. Ahora, el conflicto lo ha atravesado todo.
Aunque intenta dar varias clases en línea a sus alumnas, sobre todo las más pequeñas para evitar su desconexión con la danza, cuenta enfadada las grandes diferencias que existen con las clases presenciales, pues las bailarinas mayores no tienen espacio suficiente y la cámara en ocasiones le impide corregir todos los errores, aunque ella se esfuerza por detectarlos. Son las mismas clases que sigue su nieta Margot desde un resort convertido en centro de acogida de refugiados en un pueblo de Moldavia.
Podría reanudar las lecciones con aquellas alumnas que siguen en Odesa, pero prefiere evitarlo de momento por la seguridad de sus alumnos: “¿Y si pasa algo? ¿si hay sirena o bombardeo, qué hay que hacer? Vamos a esperar un poquito”.
Hay un miedo que sí le afecta. El miedo a parar. Cómo le puede afectar dejar de trabajar a su edad de forma repentina. “Estoy acostumbrada a trabajar cada día, hasta la noche, pero hoy no puedo hacer nada. Eso es muy malo para mí y no sé cómo voy a seguir, porque no soy una persona joven que pueda adaptarse… Entender que no estoy trabajando, sin saber lo que puede durar, está siendo muy difícil”. La guerra le ha robado más de un mes del trabajo que le apasiona.
Más que nunca, estas semanas le gusta agarrarse a sus recuerdos. Las clases impartidas a sus alumnas, pero también sus años de aprendizaje. Antipova evidencia su nostalgia de las clases de ballet de antaño, la disciplina que ella intenta imponer en sus clases. Esos años en los que bailó en los mejores teatros del mundo. “Tenía una vida muy interesante”, añade la bailarina, mientras muestra un recorte de periódico del año en que dejó los escenarios para pasar a la enseñanza.
Antipova se mueve con agilidad, a pesar de la lesión que tiene en una de sus rodillas desde hace dos años. Señala las instalaciones que alquila para sus clases de danza como si estuviésemos en su casa. El recepcionista trabaja un par de días a la semana desde el inicio de la guerra. “Mucho trabajo”, ironiza. Ella se ríe y mira con nostalgia las instalaciones vacías que hace solo un mes y medio llenaban de vida sus alumnas y la música de un piano que no ha vuelto a sonar desde el 24 de febrero.
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