20 años desde el 11-S, el terrorismo de extrema derecha es ahora la principal amenaza en EEUU

Adam Gabbatt

Nueva York —

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Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el Gobierno de Estados Unidos actuó rápidamente para evitar nuevos ataques de extremistas islámicos. Con la “guerra contra el terror” de George W. Bush llegaron amplios poderes a las agencias encargadas de vigilar a la gente dentro y fuera de Estados Unidos, así como un gasto extra de miles de millones de dólares en nuevas fuerzas de seguridad.

Mientras el FBI, la CIA, la policía y la recién creada Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés) buscaban a musulmanes radicalizados dentro y fuera del país, se pasó por alto la amenaza ya existente de los extremistas de movimientos racistas blancos en Estados Unidos. En número de miembros e influencia, no han dejado de crecer durante las últimas dos décadas.

De acuerdo con los datos de la Liga Antidifamación, los radicales de extrema derecha fueron responsables de 16 de los 17 asesinatos cometidos durante 2020 en Estados Unidos por extremistas. En 2019, estuvieron involucrados en 41 de los 42 asesinatos cometidos por extremistas. Entre 2009 y 2018, la extrema derecha fue responsable del 73% de las víctimas mortales relacionadas con el extremismo dentro de Estados Unidos: los radicales de ultraderecha mataron a más personas en 2018 que en cualquier otro año desde 1995, cuando una bomba colocada por un extremista anti-gubernamental en la ciudad de Oklahoma mató a 168 personas en un edificio del gobierno federal.

A pesar de la prevalencia de los asesinatos cometidos en Estados Unidos por la extrema derecha y los supremacistas blancos, las agencias de inteligencia estadounidenses no han dejado de invertir mucho más en lo que se percibe como la amenaza del terror islámico.

Una amenaza no detectada

Según Cynthia Miller-Idriss, autora del libro Hate in the Homeland: The New Global Far Right (Odio dentro de casa: la nueva extrema derecha global), “la conmoción del 11-S creó esta maquinaria increíble en EEUU y en el resto del mundo, con nuevas agencias, audiencias públicas de grupos de trabajo, y todas estas cosas que dejaban puntos ciegos”. “Por supuesto, también sirvieron para impedir complots y para alertar sobre amenazas, así que algo de eso ocurría, pero al mismo tiempo, esta otra amenaza aumentaba y crecía, y no estaba siendo detectada”, dice Miller-Idriss, directora en la American University del Laboratorio de Investigación e Innovación sobre Polarización y Extremismo.

Solo en los últimos años ha habido varios casos. En agosto de 2019, un hombre armado mató a 23 personas en El Paso (Texas) tras supuestamente publicar en internet un manifiesto con proclamas del nacionalismo blanco y en contra de los inmigrantes en el que decía que planeaba llevar a cabo un ataque en “respuesta a la invasión hispana de Texas”.

En febrero de 2019, fue arrestado un teniente de la Guardia Costera de EEUU que se autodenominaba “nacionalista blanco” después de aprovisionarse de armas y de redactar una lista de posibles atentados contra figuras del gobierno y de medios de comunicación. Un año después, fue condenado a 13 años de cárcel.

En 2017, un joven de 22 años mató a nueve miembros de una iglesia negra en Charleston (Carolina del Sur). El asesino confesó al FBI que buscaba la vuelta de las leyes de segregación o el inicio de una guerra racial.

Pero los sucesivos gobiernos de las últimas dos décadas han asignado la mayor parte de sus recursos a investigar musulmanes, tanto dentro de Estados Unidos como en el extranjero. En 2019, el FBI comunicó que el 80% de sus agentes antiterrorismo estaban centrados en el terrorismo internacional y un 20% al terrorismo doméstico.

Fomento de la islamofobia

Muchos musulmanes de Estados Unidos vieron cómo sus derechos civiles se resentían con la guerra de Washington contra el terrorismo islámico. En los meses posteriores al 11-S, fueron detenidas más de mil personas, mientras miles más eran interrogadas, y las mezquitas y barrios musulmanes eran puestos bajo vigilancia.

Inmediatamente después del atentado se disparó el número de delitos de odio contra los musulmanes en Estados Unidos. Desde entonces se ha mantenido en un nivel muy superior al de los años previos a 2001. Según Miller-Idriss, “hubo una falta de atención por parte de las autoridades, una falta de recursos, pero algunas de las intervenciones que hicieron las autoridades fueron islamófobas, y fomentaron parte de esta islamofobia, de este sentimiento antiinmigrante”.

Según Michael German, exagente especial del FBI especializado en terrorismo doméstico y operaciones encubiertas, la disparidad en los recursos para vigilar a los presuntos agentes musulmanes y a los supremacistas blancos ya venía creciendo desde antes del 11-S. Pero tras el ataque, la nueva legislación (como la Ley Patriótica) dio al gobierno poderes adicionales para vigilar y poner en el punto de mira a ciudadanos estadounidenses, a la vez que el Departamento de Justicia aumentaba sus poderes para investigar a personas sin antecedentes penales.

German, que es miembro del Programa de Libertad y Seguridad Nacional del Centro Brennan para la Justicia, cree que estos poderes se usaron especialmente con los estadounidenses musulmanes y que se prestó poca atención a los supremacistas blancos: “Hubo una disparidad entre ni siquiera registrar los asesinatos cometidos por supremacistas blancos y el modo en el que el FBI se centró en estadounidenses musulmanes que sencillamente decían cosas que no le gustaban al gobierno, o tenían relaciones con personas que al gobierno no le gustaban, o de las que el gobierno sospechaba solo por ser musulmanes y que nunca habían cometido ningún delito violento, nunca habían participado en ningún grupo terrorista”.

Tras los atentados del World Trade Center, “se destinó una cantidad enorme de recursos al Grupo de Trabajo Conjunto contra el Terrorismo y al trabajo antiterrorista”, según dice German. “Pero todo estaba centrado en posibles ataques terroristas de musulmanes”.

Una auditoría del Departamento de Justicia de 2010 dejó al descubierto que entre 2005 y 2009 hubo menos de 330 agentes del FBI asignados en promedio a investigaciones de terrorismo doméstico, de un total de casi 2.000 agentes antiterrorismo.

La influencia del dinero

El hecho de no centrarse en los supremacistas blancos o en el terrorismo doméstico no fue solo una decisión estratégica, dice German. En su opinión, también influyeron las grandes fortunas y las grandes empresas, con industrias presionando a los legisladores y hasta al FBI para que se dedicaran a perseguir a los grupos ecologistas y de protesta contra el capitalismo. “El FBI necesita recursos y para obtener recursos necesita convencer a los miembros del Congreso”, dice German. “Y la eficacia del Congreso aumenta cuando hay patrocinadores adinerados contribuyendo a sus campañas”.

“Así que el FBI tiene que cultivar el apoyo de la comunidad rica, ¿y cómo lo logra? Pues acudiendo a los consejos de administración de las empresas y diciéndoles que el FBI necesita más recursos; y entonces, por supuesto, eso hace que los consejos de administración tengan mucha influencia sobre lo que hace el FBI”, explica German. Esos consejos de administración no andaban preguntando qué hacía el FBI en relación a las comunidades minoritarias de Estados Unidos atacadas por los supremacistas blancos. Según German, el mensaje que transmitían los consejeros de las grandes empresas era otro: “Oye, estos que están manifestándose [contra las empresas o contra los daños medioambientales] son una auténtica molestia, y ya saben, siempre existe la posibilidad de que se vuelvan violentos”.

Después del 11-S, el deseo del gobierno y de las agencias de inteligencia de aumentar su recopilación de información significó un mayor poder de negociación para las grandes corporaciones, dice German, y eso hizo que perdieran importancia las amenazas de la supremacía blanca y la extrema derecha. “Las grandes corporaciones tienen mucha información sobre la vida privada de los estadounidenses y acceder a esos datos se volvió prioritario para el FBI, así que complacer a esas corporaciones se convirtió en parte de la misión”.

“Hay un problema persistente de racismo”

No ha sido el único inconveniente. Según German, que habla del FBI como una organización predominantemente blanca y masculina, dentro de la agencia “hay un problema persistente de racismo”. En un extremo del espectro, según dice, hay “personas que son explícitamente racistas o implícitamente racistas, porque los supremacistas blancos no amenazan a su comunidad, así que no lo sienten como una amenaza”. “El agente varón blanco que va a su casa en un barrio blanco de la periferia no ve, de hecho, a todos esos cabezas rapadas y supremacistas blancos provocando problemas en su comunidad, por lo que se convierte en una amenaza menor”.

En 2020, ha habido señales de una mayor atención sobre la extrema derecha. En la presentación de un informe sobre amenazas en Estados Unidos, el Departamento de Seguridad Nacional comunicó que los supremacistas blancos eran “la amenaza más persistente y letal en la patria”. Pero esto ocurría apenas unos días después de que, en un debate presidencial, Donald Trump dijera al grupo extremista Proud Boys que “estuviera alerta”.

Trump fue notoriamente reacio a condenar la violencia del supremacismo blanco. El hecho de que hablara “muchos lados” tras los disturbios de Charlottesville fue interpretado como una legitimación de la extrema derecha por su parte.

En abril de 2020, mientras la pandemia hacía estragos en el Medio Oeste, dijo a sus simpatizantes “¡Liberen a MICHIGAN!” cuando la gobernadora demócrata del estado, Gretchen Whitmer, impuso la orden de permanecer en casa. Cientos de alborotadores irrumpieron con armas en el capitolio del estado de Michigan

En octubre de 2020, el FBI acusó a seis personas por supuestamente participar en una conspiración para secuestrar a Whitmer, que durante meses fue objetivo de los ataques de Trump.

Los disturbios de Michigan pueden verse como un anticipo funesto de lo ocurrido el 6 de enero, con la explosión en la ciudad de Washington de un movimiento de extrema derecha que llevaba años gestándose y atacó ese día el Capitolio.

El futuro del supremacismo blanco

Joe Biden ha sido menos reacio que sus predecesores a identificar el peligro que representa para los ciudadanos estadounidenses. En junio, dijo que los supremacistas blancos eran la “amenaza más letal” para los estadounidenses. Ese mismo mes, su gobierno anunció un amplio plan para abordar el problema.

Según PW Singer, un estratega que ha sido asesor del ejército estadounidense, de los servicios de espionaje y del FBI, la creciente amenaza del supremacismo blanco en Estados Unidos es demasiado compleja como para atribuirla exclusivamente a una falta de atención de las agencias gubernamentales de inteligencia. “Pero ciertamente no ha ayudado a detenerla”, dice Singer, que también es miembro del centro de estudios en políticas públicas New American.

“Hay que pensar en ello como si fuera una enfermedad que ataca al cuerpo político”, dice. “La persona no solo estaba en negación activa, evitando deliberadamente las medidas necesarias para combatirla, sino que no se desplegaron las defensas normales que se usan contra amenazas similares.”

Trump puede haberse ido, pero no parece probable que termine la complicidad de algunos republicanos con los extremistas. En agosto el congresista republicano de Alabama Mo Brooks defendió a un simpatizante de Trump responsable de una amenaza de bomba en el Capitolio. “La motivación de este terrorista aún no se conoce públicamente, y en términos generales, entiendo la furia de los ciudadanos contra el socialismo dictatorial y su amenaza a la libertad, a la libertad y al tejido de la sociedad estadounidense”, tuiteó Brooks.

El tuit de Brooks fue publicado horas después de que el hombre aparcara cerca del Capitolio y del Tribunal Supremo y dijera a la policía que tenía una bomba. “La manera de detener la marcha del socialismo es que los estadounidenses patriotas contraataquen en las elecciones de 2022 y de 2024”, dijo Brooks. “Dicho sin rodeos, corre peligro el futuro de Estados Unidos”.

Se trata de un juego peligroso que los republicanos parecen dispuestos a continuar y que tiene sus orígenes en el trumpismo y en el auge del extremismo de derecha del movimiento Tea Party que demonizaba a Barack Obama. “Lo que una vez fue el extremo inaceptable se ha convertido en parte aceptada de nuestra política y de nuestros medios de comunicación”, dice Singer. “Es una dura verdad que demasiada gente no está dispuesta a aceptar. No empezó el 6 de enero, sino años antes, cuando se empezó por tolerar estas opiniones extremistas y se terminó dándolas como buenas si servían para conseguir clics y luego votos.”

Traducido por Francisco de Zárate