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OPINIÓN

Nos estamos abrasando y el movimiento contra la crisis climática no sabe hacer llegar su mensaje

Quizá piensen que tenemos todas las pruebas que necesitamos. Sin ir más lejos, las olas de calor que abrasan Europa están batiendo récords y causando estragos. En Atenas, el pasado viernes tuvieron que cerrar la Acrópolis porque las temperaturas se acercaban a los 48 grados. En Lisboa, los turistas que esperaban cielos azules perfectos quedaron decepcionados al encontrar cielos grises, pero no por las nubes, sino por el humo de los incendios forestales. En Italia, este año no ha habido primavera: las inundaciones han dado paso a un calor insoportable sin apenas tregua.

Está ocurriendo en todas partes —lluvias torrenciales en el estado de Nueva York, incendios inextinguibles en Canadá— y, sin embargo, la humanidad se comporta como si no estuviera ante una emergencia planetaria. El clima extremo se está convirtiendo rápidamente en la norma en Estados Unidos y, sin embargo, los estadounidenses dicen en las encuestas que no es una prioridad. De hecho, en una encuesta reciente de Pew, ocupa el puesto 17 de 21 asuntos nacionales. Incluso cuando impacta en la vida personal, como les ocurrió a muchos australianos cuando los incendios forestales arrasaron el país en 2019, las opiniones resultan muy difíciles de cambiar. Según un estudio, alrededor de un tercio de las personas “directamente afectadas” por los incendios no veían ninguna relación con la crisis climática. Estaban “impasibles”.

¿Cómo puede ser? ¿Cómo podemos, como Nerón, seguir jugando mientras la Tierra arde? Parte de la explicación reside en la naturaleza humana. Como especie, tendemos a dar prioridad a lo urgente sobre lo importante: “Gracias a nuestra trayectoria evolutiva, estamos programados para ocuparnos del león que viene del bosque, no a diseñar estrategias para salvar a nuestra civilización en los próximos cien años”, me explica Jeff Goodell, autor de un nuevo libro imprescindible, 'The Heat Will Kill You First '(Primero te matará el calor).

También existe el síndrome que tan bien captó la película 'No mires arriba', en relación a la incapacidad tan humana de contemplar nuestra propia destrucción. Encontraremos casi cualquier excusa para mirar a otra parte, para encontrar algo inmediato y que nos divierta: en el Reino Unido, esta semana ha sido un escándalo en torno a un presentador de televisión de la BBC. Siempre encontraremos alguna excusa.

Esos defectos forman parte de nuestra esencia; son difíciles de cambiar. Y, sin embargo, hay otras explicaciones más susceptibles de remediar. La más obvia es el hecho de que una industria inmensamente rica ha gastado miles de millones para que la gente piense como piensa. Sólo en los tres años siguientes a los acuerdos de París sobre el cambio climático, cinco de las mayores empresas de combustibles fósiles gastaron más de 1.000 millones de dólares en campañas de comunicación y de incidencia política que negaban la crisis climática.

No han sabido transmitir la gravedad

Lo cierto es que su estrategia viene de décadas atrás, centrada en la venta de un producto básico por encima de todo: la duda. Al igual que la industria tabacalera anterior, la industria del petróleo y el gas ha tratado de persuadir al público mundial de que no puede estar seguro de que la crisis climática sea real, esté provocada por el hombre o sea tan grave. Ha sido enormemente eficaz. Por citar sólo una cifra: sólo uno de cada siete estadounidenses es consciente de que existe un consenso en la comunidad científica en torno a la crisis climática. Es decir, un 90% de científicos expertos en cambio climático ha “llegado a la conclusión de que se está produciendo un calentamiento global causado por el hombre”.

Este problema específico, la crisis climática, está generado por seres humanos, lo que enfurece y alienta al mismo tiempo. Enfurece porque nace de una codicia que antepone el beneficio por encima de un planeta habitable. Alienta porque la mayoría de los problemas generados por los seres humanos pueden ser solucionados por los mismos.

El movimiento climático, científicos y activistas han hecho mucho durante mucho tiempo por combatir esta amenaza, pero resulta que ellos también son parte del problema. No han sabido transmitir la gravedad de la amenaza a la que nos enfrentamos como humanidad, de la forma adecuada, y alto y claro. En cambio, los que tienen interés en sembrar la duda sí saben comunicar sus mensajes de forma masiva.

Saber comunicar

Empecemos por los términos más básicos. El concepto de “Calentamiento global” fue rechazado, con razón, por muchos hace algún tiempo, entre otras cosas porque, como escribe Goodell, “suena suave y tranquilizador, como si el impacto más notable de la quema de combustibles fósiles fuera una temperatura más agradable en la playa”. Hablar de calor no es mucho mejor: “En la cultura popular, lo caliente es sexy. Lo caliente mola. Lo caliente es novedoso”.

Sin embargo, “cambio climático” tampoco funciona. El mero “cambio” es demasiado neutro: no indica si el cambio será negativo o positivo. No es urgente: insinúa que sus consecuencias sólo se sentirán en el futuro, cuando en realidad las estamos sufriendo ahora mismo. Por eso este periódico tiene razón al referirse a una crisis o emergencia climática.

Pero hay muchos otros términos preferidos por los expertos en la crisis climática que tropiezan con un obstáculo más básico: el público no los entiende. Cero neto, descarbonización o 1,5C —cuando se ponen a prueba, el rostro de quien las escucha se vuelve inexpresivo—.

La población no sabe lo que significan o los encuentra confusos. David Fenton, experto en comunicación pública para causas progresistas, cita como ejemplo la expresión “justicia climática”. Cuando la mayoría de los votantes oyen la palabra “justicia”, me dice, piensan en los tribunales o en la policía. “Si al término justicia le añades la palabra climática, no consigues sacudir a la mayoría de las personas, solo confundirlas”, señala.

Temor y esperanza

Obviamente, esto conecta con el eterno problema de la izquierda, que a menudo utiliza estadísticas y conceptos abstractos en lugar de imágenes sencillas y emociones. La campaña a favor de la permanencia a la Unión Europea es un buen ejemplo. Fenton insta a los activistas y expertos que denuncian la crisis climática a hablar de contaminación —una palabra que todo el mundo entiende— y a adoptar la imagen de un “manto de contaminación que atrapa el calor en la Tierra”. El comunicador recomienda explicar que cada emisión de petróleo y gas hace más espesa esa manta, y todo ese calor atrapado contribuye a provocar inundaciones e incendios.

Cuando este concepto haya calado, tiene que repetirse una y otra vez, hasta el punto de agotar —y agotar— a quienes lo utilizan. Esto también choca con el hábito progresista, que tiende a aferrarse a la “falacia de la ilustración”: la creencia de que los hechos convencerán por sí solos. Según esta creencia, no hace falta repetirlos, simplificarlos o integrarlos en un relato moral o emocional: la pura verdad prevalecerá.

Quizá por eso el movimiento que intenta abordar la crisis climática ha dedicado relativamente pocos recursos a llegar al público o a persuadirlo, aparte de las campañas periódicas de recaudación de fondos. No han hecho ningún esfuerzo a la altura de sus adversarios contaminantes, que contratan a publicistas expertos en marketing para que difundan su mensaje negacionista sin tregua. Como señala Fenton, “estamos en una guerra de propaganda, pero sólo una de las partes está en el campo de batalla”.

Para luchar será necesario que los donantes se comprometan de verdad, pero también un cambio de mentalidad. Christiana Figueres, exsecretaria ejecutiva de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que ahora presenta el podcast Outrage + Optimism (Indignación + Optimismo), admite que la comunidad climática ha rechazado las estrategias de marketing, por considerarlas “una especie de mancha”.

“Es repugnante. 'Somos demasiado buenos para el marketing. Somos demasiado justos'... espero que estemos superando esta creencia, por nuestro bien”, dice Figueres.

Tiene que hacerlo rápido, desplegando cualquier herramienta de comunicación efectiva para transmitir un doble mensaje: miedo y esperanza. Temor por toda la belleza, por la vida y por todos los seres que se perderán en un planeta reseco, y esperanza de que aún estamos a tiempo de evitar lo peor.

Traducción de Emma Reverter.