ENTREVISTA

Alina Panina, guardia ucraniana y prisionera de guerra: “La gente se despertaba gritando, pero las detenidas nos convertimos en hermanas”

Daniel Boffey

30 de octubre de 2022 22:32 h

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Parecía algo salido de la Guerra Fría. Tras cinco meses en la cárcel más famosa de la Ucrania ocupada, Alina Panina, de 25 años, se encontró, sin explicación alguna, a los pies de un puente sobre un río en tierra de nadie junto a 107 compañeras ucranianas prisioneras de guerra.

Detrás de Panina estaba el territorio ocupado por los rusos. También, sus experiencias durante el asedio a la planta siderúrgica Azovstal de Mariúpol, la posterior rendición y el sucesivo cautiverio en la prisión de Olenivka, en Donetsk. Allí fue testigo de las secuelas de una explosión en la que murieron 53 prisioneros. Kiev dice que fue preparada por Moscú para silenciar a las víctimas de tortura.

Delante de ella, al norte, se encontraban los prisioneros de guerra rusos por los que ella y las demás mujeres parecían haber sido intercambiadas. Y también, la Ucrania libre. La misma libertad que Panina, sargenta subalterna de la guardia nacional de fronteras, había anhelado mientras contaba las horas y los días interminables que pasó junto a otras 28 mujeres en una celda diseñada para cuatro.

No se les había dado ninguna razón de por qué estaban allí, bajo un cielo gris plomizo mirando hacia el otro lado de un puente en el sur del país. “No nos dijeron nada”, dice. Pero entonces, llegó la orden de cruzar.

Caminaron casi en silencio por el puente en Kamianské, un pequeño pueblo situado entre los dos ejércitos. No estaban seguras de que fueran a estar a salvo hasta los últimos pasos. Los conductores de los autobuses que las habían traído mantuvieron los motores encendidos para llevarlas de vuelta tan rápido como habían llegado, dice Panina durante la primera entrevista en profundidad concedida por alguna de las cautivas tras su liberación el 17 de octubre.

Y después, euforia pura. “Cuando vimos a nuestros soldados, algunas chicas no pudieron contener su emoción”, dice. “Gritaron: ‘¡Gloria a Ucrania!’. Varias se pusieron a cantar el himno nacional de Ucrania”. Oír hablar en su propio idioma a los militares del otro lado hizo que muchas lo entendieran todo, dice Panina. “Algunas no pudieron contener más las lágrimas y se pusieron a llorar sin parar. Cayeron de rodillas al suelo”.

Mientras cantaban y lloraban, los prisioneros de guerra rusos permanecían incómodos en su lado a la espera de hacer su parte en el intercambio de prisioneros. “Les miré directamente, pero no me miraron a los ojos”, dice Panina. “Miraban al suelo”.

Aquella mañana fría de lunes, Panina, que habla con The Guardian desde un hospital militar en el que se recupera del calvario, fue parte del primer intercambio de prisioneros exclusivamente femenino de la guerra de Ucrania, en el que 108 ucranianas, entre ellas 12 civiles, fueron intercambiadas por 110 rusos.

Antes de la entrevista, había pasado los dos últimos días disfrutando de la visita de sus padres al hospital , Oksana, de 45 años, y Volodímir, de 44, que fue minero. Parece estar bien y tranquila, pero su historia comenzó en una ciudad actualmente en ruinas y sometida al ataque ruso, cuyos horrores perdurarán mucho tiempo en la memoria de Panina y otros supervivientes.

Cuando Vladímir Putin lanzó su llamada “operación militar especial” el 24 de febrero, Panina estaba haciendo inspecciones en busca de contrabando con sus dos perros spaniels rastreadores en el puerto de Mariúpol, el principal en el Mar de Azov. Le ordenaron que se uniera a las fuerzas de defensa agrupadas en la planta siderúrgica más pequeña de la ciudad, conocida como Azovmash, en las afueras de la zona norte.

Allí permaneció mientras los rusos entraban en la ciudad, intentando desesperadamente tranquilizar a sus perros mientras una explosión tras otra sacudía la planta. “Se calmaron después de un par de semanas”, dice Panina. “Pero fue difícil. Los perros se daban cuenta incluso antes de que se disparara algo. Gimoteaban”.

La vida en un búnker

Mariúpol se derrumbaba a su alrededor, junto con la defensa ucraniana. A las seis semanas, vio por primera vez a los soldados rusos. “Estaban a 20 metros de distancia de nosotros”, dice. “Vi a los rusos con mis propios ojos y ellos me vieron a mí”.

Poco después llegó la orden de que las fuerzas defensivas de Azovmash se retiraran al enorme complejo Azovstal, junto al puerto, donde las fuerzas ucranianas planeaban montar un último reducto bajo la abrumadora potencia de fuego rusa que arrasaba la ciudad de 400.000 habitantes.

El nuevo hogar de Panina, que compartía con otras 70 personas de la guardia fronteriza, incluidas otras dos mujeres, era un búnker dentro del complejo. “Daba mucho miedo. El búnker estaba a 100 metros del mar en una zona abierta sin construcciones metálicas que lo protegieran”.

El foco de atención ruso pasó de Azovmash a Azovstal el 12 de abril, según cuenta. Hora tras hora, la planta siderúrgica recibía los impactos de la artillería pesada, los misiles de los sistemas de lanzamiento múltiple de cohetes y los ataques desde el aire, así como de los buques de guerra. El búnker “se hundía y se balanceaba” cuando era golpeado. Panina se aventuró a salir solo para que sus perros pudieran respirar aire fresco. Otros que salieron a las posiciones de combate no regresaron. “Creo que al menos diez de las 70 personas que había en nuestro búnker murieron”, dice en voz baja.

Vivían a base de carne enlatada, macarrones y cereales hervidos, al igual que los perros a los que, después de una semana, se les habían acabado las latas de comida. Pero la situación no podía continuar. A principios de mayo, se llegó a un acuerdo para evacuar a los civiles.

La rendición

El 16 de mayo, el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, anunció en un discurso televisado que “los defensores de Mariúpol” también serían liberados. Ese discurso no llegó a Panina y su grupo. “Nuestro comandante se acercó a nosotros y nos dijo que la rendición era la única forma de salvar nuestras vidas. Nos dijo: 'Vamos a organizar una lista. Los primeros 20 de los soldados heridos y lesionados y un segundo grupo de 20 personas’. Yo estaba en el segundo”.

A las 10:00 horas de la mañana del 17 de mayo, Panina salió a la superficie para rendirse. “Fue aterrador porque habíamos salido sin armas ni chalecos antibalas. Yo estaba con los perros. Caminamos cinco kilómetros desde el búnker hasta los soldados rusos. Todo estaba destruido y había misiles sin explotar que sobresalían del terreno. Era como si excavadoras hubieran escarbado en el suelo”.

Los militares se encargaron de que los medios de comunicación rusos estuvieran presentes mientras las mujeres eran conducidas a los autobuses que estaban esperándolas. “Querían saber quién era y por qué tenía perros, me estaban grabando”, dice Panina. A ella le quitaron los animales y a los demás, las raciones de comida que llevaban.

Prisionera de guerra

Convertidos en prisioneros de guerra, no tenían ni idea de adónde se dirigían ni de lo que les esperaba. Los autocares condujeron durante cinco horas. Panina vio una señal de tráfico que indicaba el rumbo hacia Olenivka, pero no sabía nada de la horrible reputación de la prisión por los abusos y las precarias condiciones.

Eran las 21:00 horas cuando el autobús pasó por delante de los muros con alambre de espino del campo de prisioneros. Los hombres y las mujeres fueron separados, y todos fueron registrados y obligados a desnudarse. Se llevaron los relojes y los anillos. Ahora formaban parte del sistema.

Se llevaron a Panina junto a otras seis mujeres a una celda de seis por cuatro metros con cuatro camas de madera que no tenían nada. Al día siguiente hubo un breve interrogatorio sobre la naturaleza de sus funciones militares. Un día más tarde, otras dos mujeres se unieron a ellas. Al cabo de una semana, había 28 personas en la pequeña celda.

Los rusos proporcionaron algunos colchones unos días después, pero había espacio suficiente en el suelo de la celda, que también tenía un agujero expuesto en el suelo a modo de un retrete. Los prisioneros permanecieron con la ropa que llevaban puesta al salir de la planta de Azovstal. El único descanso de las cuatro paredes que les rodeaban era un paseo de 15 minutos, una vez al día, por el patio. Tenían la oportunidad de ducharse una vez a la semana, aunque la frecuencia era irregular.

“La gente se despertaba gritando”

“Nuestro bloque tenía 10 celdas en un piso, que estaba lleno de mujeres, y un piso superior, con celdas para hombres”, dice Panina. “No se nos permitía hablar con ellos. Parecían estar consumiéndose, cada vez más delgados”.

Dos de las mujeres de su celda estaban heridas: una tenía un brazo roto y la otra, heridas de metralla en la cabeza. Los rusos no las atendieron, pero les proporcionaron un botiquín para que dos de las mujeres, médicas, lo utilizaran. La comida, introducida a través de un agujero en la puerta de la celda, consistía en cereales hervidos con pollo en el desayuno y con pescado en la cena.

Las noches resultaban difíciles. “Por el lugar en el que estábamos, la gente se despertaba gritando. Era difícil dormir porque el más mínimo ruido alarmaba a la gente. Pero nos convertimos en hermanas. Nos pasábamos el tiempo hablando de recetas, trenzándonos el pelo. Yo leía. Los rusos nos dieron algunos libros sobre la historia de su país”. El libro típico era Así se templó el acero, la novela realista socialista de Nikolái Ostrovski publicada en la década de 1930 sobre la guerra civil rusa.

Una explosión

A las 22:00 horas del 29 de julio, tras el habitual recuento nocturno de los prisioneros en sus celdas por parte de los guardias, se produjo una fuerte explosión acompañada de gritos.

Aunque Panina no lo supo en el momento, 53 prisioneros de guerra ucranianos habían muerto y 75 habían resultado heridos. La mayoría eran soldados del complejo Azovstal, incluido el Regimiento Azov, una unidad que en origen era de extrema derecha y que el Kremlin presenta como una prueba de la supuesta naturaleza neonazi del Gobierno de Kiev. Autoridades ucranianas han afirmado que parte de la prisión fue destruida por las fuerzas rusas para encubrir la tortura generalizada de los detenidos en esa sección. Desde entonces, se ha impedido al Comité Internacional de la Cruz Roja inspeccionar las instalaciones.

“Hubo muchos llantos y ladridos de perros”, dice Panina sobre los momentos posteriores a la explosión. “Los guardias rusos habían mantenido abiertos los agujeros de observación porque hacía mucho calor en ese momento, pero los cerraron y fueron a ver lo que había pasado. Vi cómo se llevaban a los heridos a las celdas vacías que había en el piso de arriba”.

“Nos dijeron que había sido un ataque ucraniano, pero nadie les creyó. Todos lo sabíamos y ellos simplemente sonreían. Lo sabíamos”, dice.

Del terror al alivio

Tras los acontecimientos del 29 de julio, la vida prosiguió como antes. La monotonía se rompió de nuevo de forma drástica solo hace tres semanas, cuando a las 10 de la mañana ordenaron a las mujeres y a otras 28 personas prisioneras que salieran de sus celdas y se subieran en autobuses para un viaje de tres horas hasta la ciudad portuaria rusa de Taganrog. Después, las trasladaron en vehículos militares Kamaz a Rostov del Don, a una hora al este, y las metieron en un avión militar a un lugar de la región de Voronezh, a la que llegaron a las tres de la madrugada del día siguiente.

“Durante todo ese tiempo, los rusos no nos dijeron nada sobre dónde ni para qué nos transportaban”, dice Panina. “Estuvimos dos semanas en la prisión de la región de Vorónezh, con 12 personas por celda. Después nos llevaron a Taganrog, donde permanecimos dos días antes de ser trasladadas en avión de allí a Crimea. Creo que llegamos a algún lugar cerca de la ciudad de Sebastopol”.

Desde allí, el grupo fue trasladado en autocares a través de la región de Jersón, en el sur de Ucrania, y fue ahí cuando el terror se convirtió en alivio, dice Panina. “Cuando empezamos a conducir desde la región de Jersón hacia la región de Zaporiyia y vimos que íbamos al pueblo de Vasylivka y que nos adentrábamos en la zona gris [tierra de nadie], creo que todas comprendimos lo que estaba sucediendo”.

“Lo que mejor recuerdo es ese momento en que te quedas ahí y ves lo que tienes delante: los ucranianos y el lado ucraniano”, dice. Hace una pausa y añade: “Estoy bien. Solo quiero decir que a nuestros chicos que todavía están bajo cautiverio ruso les deseo también todos estos momentos felices después del intercambio. Estamos esperándolos”.

Traducción de Julián Cnochaert.