A cualquier espectador se le puede perdonar por pensar que dos referéndums europeos están en camino: el primero, sobre nuestra economía; el segundo, sobre nuestra forma de vida. Hasta ahora, los partidarios de la permanencia en la UE se han centrado en el comercio, el empleo y la prosperidad, mientras que quienes buscan la salida de la unión han hecho una llamada al corazón, al prometer restaurar la soberanía británica y proteger nuestras fronteras.
Pero los años de experiencia política hacen imposible olvidar que los intereses económicos y culturales siempre van de la mano –están vinculados de forma indisoluble– y que, en la cuenta atrás hacia el 23 de junio, los rupturistas tendrán que responder a preguntas minuciosas sobre economía, mientras que los unionistas se deleitarán en explicar cómo el compromiso con Europa realza, y no socava, el fuerte sentimiento de identidad nacional de Reino Unido.
El bando del Brexit revive el Reino Unido de 1940: independiente, una raza propia, una isla que siempre ha sido autosuficiente. Dicen que las oleadas demoledoras de globalización refuerzan su demanda de devolver el control al país. Pero hay otra visión del sentimiento británico, que resuena más, que se enfrenta directamente con la guerra cultural inspirada en el UKIP. Esa perspectiva ve de otra manera el mejor momento de Reino Unido (referencia a un discurso de Winston Churchill en 1940) y el espíritu de Dunkerque (la idea de la solidaridad de la sociedad británica para hacer frente a las adversidades de la guerra): un pueblo que no se echó a un lado cuando Europa estaba en peligro mortal y que, como defensor de la libertad, intervino una y otra vez para asegurarse de que la tiranía nunca triunfaría.
Es el Reino Unido que siempre ha tenido una mirada abierta al exterior y ha estado comprometido con el mundo. El Reino Unido de los comerciantes, misioneros y exploradores, que nunca fue corto de miras ni aislacionista. El Canal de la Mancha se convirtió en el “foso defensivo” de Shakespeare cuando se vio atacada la propia existencia de Reino Unido. Durante la mayor parte de la historia de nuestra isla, el Canal y el Mar del Norte han sido nuestras autopistas hacia el mundo. Esta visión de un Reino Unido global se ve ahora mejor a través de los ojos de los jóvenes, que no ven alternativa, ni económica ni cultural, a un futuro en un mundo cada vez más interconectado e interdependiente.
Mientras la globalización vuelve a reavivar en las personas la necesidad de pertenecer a algo, también crea la necesidad de que las naciones cooperen. Por eso, el camino a seguir para Reino Unido –y cualquier otro país– radica en mantener el equilibrio entre la autonomía nacional que deseamos y la cooperación continental que necesitamos. Esto debería llevarnos a rechazar las dos ideas absolutas que siguen confundiendo más que iluminando el debate: un superestado europeo, que minaría las identidades nacionales; y el regreso a una visión de la soberanía del siglo XIX, cuando incluso la mayor superpotencia del mundo reconocía que la soberanía debe compartirse. En resumen, el futuro no está en unos Estados Unidos de Europa, sino en una Europa Unida de Estados.
“Me opuse al euro”
Hablemos de la economía. Hace unos diez años, me opuse a la entrada de Reino Unido en el euro –el proyecto de integración más ambicioso de Europa–, pero siempre he estado a favor de abrir el mercado único europeo. Este será, al extenderse en los servicios digitales y financieros, el mayor creador de empleo británico de la próxima década.
Dentro de la Unión Europea, Reino Unido tiene el poder de decidir nuestro equilibrio energético entre la nuclear, el carbón, el petróleo y las renovables. Sin embargo, una unión energética y medioambiental no solo evita que los aprovechados contaminen nuestro aire, sino que integra nuestra energía eólica y la del oleaje, masivas pero intermitentes, en la mayor reserva energética.
No necesitamos sacrificar nuestra cultura política y social para beneficiarnos de esos dividendos. Ni tenemos que sacrificar nuestra autonomía nacional –el parlamento sigue determinando nuestras propias políticas de seguridad social– mientras ayudamos a los trabajadores a proteger derechos básicos al establecer los mismos estándares mínimos en los 28 países miembros. Solo la empresa más explotadora sale ganando si la que paga bien, y el país, es derrotada por la mala, y la mala por la peor, en lo que supone una carrera hacia el abismo.
Lograr el equilibrio entre la autonomía y la cooperación también es esencial cuando se trata del que es quizá el problema más polémico del momento: erradicar los paraísos fiscales que quitan a nuestros servicios públicos unos recursos muy necesitados y nos impiden tener un sistema fiscal que la gente vea justo. El parlamento británico mantiene su libertad para tomar sus propias decisiones sobre impuestos: solo el IVA está sujeto a los mandatos europeos. Pero si queremos garantizar que no haya escondites para los evasores fiscales, ni refugios para los que eluden impuestos ni islas del tesoro para el blanqueo de dinero, donde se estima que se esconden 7,5 billones de dólares de riqueza global, necesitamos el intercambio automático de información fiscal a nivel mundial.
Además de una lista negra integral europea de paraísos fiscales como primer paso para una lista negra global, deberíamos acordar que los territorios británicos de ultramar y las dependencias de la corona que no cumplen con las normas no pueden ser excluidas de esa lista negra, y Reino Unido debería ahora obligarles a mantener registros públicos de beneficiarios efectivos.
Londres no puede lograr esto solo. Y mientras Estados Unidos se resiste actualmente a regulaciones fiscales recíprocas, la acción colectiva de los 28 países de la Unión Europea para poner en la lista negra a los que evitan el pago de impuestos, imponer sanciones e incluso imponer retenciones fiscales –en nuestros propios territorios de ultramar, si es necesario– es ahora lo único que podemos hacer.
Las fronteras británicas las controlan guardias británicos. Reino Unido siempre puede inclinar la balanza hacia un sistema fronterizo más abierto o más cerrado, según las circunstancias del día. Pero solo la cooperación transfronteriza y la inteligencia compartida pueden boicotear las actividades de los terroristas y afrontar el mayor desafío migratorio: el de toda la inmigración ilegal y los traficantes de personas que la controlan.
Sin una política común de seguridad en Europa para enfrentarnos a la “tormenta perfecta” de las fronteras del este y el sur de Europa, estamos todos en peligro de una agresión rusa, del terrorismo de Oriente Medio y de la inestabilidad africana. Solo una Europa unida –no la OTAN, ni ningún país por sí solo– puede proporcionar la combinación de diplomacia, ayuda y apoyo económico que se necesitan ahora a un nivel que no se ha visto desde el Plan Marshall.
El equilibrio adecuado entre autonomía y cooperación se puede encontrar sin poner en riesgo nuestra identidad nacional. En la última década, la moda de armonizar las leyes y prácticas en Europa se ha rendido al reconocimiento mutuo de los diferentes estándares y tradiciones de cada país. El intercambio de información entre las autoridades fiscales independientes ahora es más prioritario que los intentos de crear tipos impositivos europeos uniformes. Y, lo más importante de todo: la toma de decisiones intergubernamental por parte de los 28 líderes en el Consejo Europeo se ha impuesto a los dictados centralizados de la antes dominante Comisión Europea.
La votación de junio debería ser un homenaje al espíritu irreprimible de Reino Unido, un tributo a nuestra tradición de mirar al exterior y un momento progresista y de influencia en la agenda pública, que muestre que la cooperación europea es la mejor manera de conseguir más empleo: la única forma de frenar los paraísos fiscales, la principal manera de lidiar con la inmigración ilegal y con el terrorismo en nuestras fronteras, y un camino progresista para afrontar el cambio climático y establecer estándares laborales mínimos. Puede salir un resultado positivo de lo que a veces parece un referéndum que suma cero, al demostrar que honramos mejor nuestro internacionalismo de mirada abierta liderando en Europa que abandonándola.
Britain: Leading Not Leaving - The Patriotic Case for Remaining in Europe, de Gordon Brown, fue publicado este martes por la editorial Deerpark Press
Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo