Es el sonido de los lamentos lo que más cuesta olvidar. Es un profundo y estremecedor aullido lastimero, como una parte de nosotros mismos. Y nos sigue en cada paso durante la marcha de esta desdichada masa de humanidad. Se trata de los musulmanes rohingya que no pueden huir de la violencia que ha estallado contra ellos viajando por tierra hasta Bangladesh por culpa de la distancia, de la certeza de que se toparán con el ejército y porque el terreno está sembrado de minas terrestres. Han huido tomando la única dirección posible: hacia las playas del distrito de Maungdaw en el estado de Rakhine, hasta que alcanzaron el agua y no pudieron continuar.
Hemos viajado en un tradicional barco de pesca bangladesí a la playa Dang Khali Saur, que ahora es el hogar de lo que, se cree, que es el mayor número de rohingyas varados en Rakhine. Es justamente aquí donde han tenido lugar el grueso de las atrocidades que ha cometido el ejército de Myanmar.
Vadeamos las aguas poco profundas desde el barco y nos encontramos con un grupo que permanece quieto, con el agua hasta las rodillas. Enfrente, sujetada por un hombre joven, hay una pequeña y frágil mujer, con las mejillas huecas y los ojos hundidos. Le agarro del antebrazo para estabilizarla mientras se tambalea y su delgadez me deja sin aliento. Puedo rodear su brazo por completo haciendo que se toquen mi pulgar con mi dedo índice. Seguimos a la multitud a lo largo de la playa. Es un camino lento porque hay mucha gente. Lo hombres lloran sin tapujos. Una mujer que está detrás de mí solloza sin parar: grandes y desesperadas bocanadas de desesperación.
A través de la visión nocturna de la cámara, podemos ver hordas de gente a nuestro alrededor, sujetando bebés, sosteniendo delgadas manos, cuidando a sus mayores. Casi todo el rato estamos parados mientras los padres me enseñan a sus bebés. Un padre sostiene la delgada y pequeña pierna de su hijo y me implora que mire lo diminuta que es. Una mujer joven está sosteniendo a su hijo recién nacido y nos cuenta que el bebé nació en esa misma playa hace una semana. Algunos llevan aquí dos meses, atrapados en esta prisión de arena. Cerca, hay un puesto avanzado del ejército, explican, y las minas terrestres colocadas más allá de la playa les impiden volver al interior del país, a sus pueblos de origen.
“Cuando empezaron a quemar nuestras casas y a masacrarnos, nos echamos a correr para salvar nuestras vidas”, nos cuenta un hombre. “Corrimos hacia la playa y los soldados nos guiaron más allá de las minas terrestres por un camino hasta la costa, para después sellarlo. Ahora estamos aquí atrapados”. Nos cuentan una y otra vez cómo fueron los asesinatos y las violaciones a manos del ejército birmano.
Mientras estoy hablando con una madre, preguntándole cosas sobre su bebé –qué edad tiene, dónde ha nacido– otras se abren paso entre la multitud. De repente, se forman filas de mujeres que acunan a sus bebés en brazos. Una chica de 19 años relata que dio a luz el día anterior y todavía se puede ver el cordón umbilical adherido a la criatura. Está un tanto encorvada, con la cara retorcida de dolor.
¿Quién debe salvarse?
El capitán de nuestro barco ha dicho que podemos llevar a 15 personas de vuelta. Durante el viaje ha estado entrando agua dentro y la tripulación ha estado sacando cubos del fondo desde el momento de la partida. El capitán elige cuidadosamente quién sube al barco. La chica insiste en que su madre y el padre del bebé vengan también.
El barquero ya ha hecho este viaje otras veces. Conoce bien la desesperación de estas personas por lo que ha anclado su barco a cierta distancia de la costa para evitar avalanchas repentinas a la hora de partir. El proceso de selección es cruel. El consenso en el barco y entre la tripulación es que deben montar al barco los más jóvenes, los más frágiles y los más vulnerables. Pero aquellos que cumplen con estos criterios superan con creces la capacidad del barco.
Uno de los hombres que está en el barco ha venido en busca de sus parientes. Solo localiza a dos de ellos, un hermano menor y un primo más joven. Los guía hasta la zona en la que podrán subir al barco, agradecido por haber logrado encontrar al menos a dos. Una mujer coge mi mano, sollozando, el ejército ha matado a su marido. Está sola con tres niños pequeños.
En un tramo de la playa hay una ferviente actividad porque se está construyendo un enorme artefacto con bidones, bambú y plástico para que haga las veces de bote salvavidas. Parece de unos cuatro metros cuadrados y hay decenas de hombres con pequeñas linternas en la cabeza trabajando en su construcción. “Como no tenemos dinero, tenemos que hacer nuestro propio barco”.
Estas son las personas que sobrevivieron a los incendios provocados, a las ejecuciones y a las violaciones en sus pueblos de origen. Pero ahora, a menos que de alguna manera se alejen del infierno de la playa, nos dicen que temen morir de hambre y de enfermedades. Entre las sombras, podemos distinguir algunas tiendas de campaña, armadas con pequeñas cubiertas de plástico y palos de bambú.
El calor es sofocante pero la gente que está varada aquí, expuesta a los elementos, no tienen fácil acceso a agua dulce, comida o refugio. Traen hasta nosotros a un hombre joven y la multitud nos cuenta que le dieron una paliza por intentar ir a buscar agua. Su testimonio contrasta radicalmente con los desmentidos que publican las autoridades de Myanmar, que insisten en que no hay ningún tipo de persecución y en que su “control de seguridad” es por culpa de las actividades terroristas que se han producido contra el ejército.
El capitán se está poniendo muy nervioso porque hemos estado mucho tiempo en tierra y la multitud es cada vez más caótica y frenética. Le preocupa que haya una avalancha por alcanzar su barco cuando vean que zarpamos. Estamos dejando a muchos en este miserable trozo de tierra cuyo estado se salud irá empeorando más y más.
Algunos miembros de la tripulación tratan de mantener a la gente lejos del barco, moviendo sus brazos y gritándoles que permanezcan alejados. El grupo que ya está en el barco lleva sacos con las pocas pertenencias que han podido llevar consigo: unos pocos paneles solares, arroz y ropa. De nuevo están en marcha estos rohingya, pero no parecen alegres, ni siquiera se logra entrever algo de alivio.
Son personas que han vivido un calvario. Unos niños gemelos de cinco o seis años se sientan aferrados el uno al otro en uno de los costados del barco. Están aterrados. Ellos, como todos en el barco, no tienen ni idea de cómo se las van a arreglar a partir de ahora ni qué va a ser de ellos. Pero sea como sea, correrán hacia cualquier cosa que se les presente. Nada puede ser tan malo como de lo que acaban de escapar.
Alex Crawford es la enviada especial de Sky News.
Traducido por Cristina Armunia Berges