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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

Las empresas se quejan de que les falta personal pero no se les ocurre subir los salarios

En las últimas semanas algunos medios de comunicación de Estados Unidos se han preocupado por lo que en circunstancias normales se consideraría una buena noticia: la buena marcha de la economía del país, que ha traído consigo niveles de desempleo bajos y, en algunos sitios, incluso falta de mano de obra.

Los propietarios y los gerentes de las empresas se lamentan de que les cuesta encontrar personal para los puestos con bajos salarios. En declaraciones a The Baltimore Sun, una asociación empresarial señala que “ya nadie quiere hacer trabajo manual”. Así que este tipo de trabajo simplemente se queda sin hacer.

Los responsables de las empresas enumeran todo lo que han hecho para solucionarlo: los anuncios que han publicado, los visados para trabajadores de otros países que han tramitado, o cómo van a las escuelas para convencer a los estudiantes de las ventajas de aprender a trabajar en una obra o a conducir un camión. The Wall Street Journal se ha hecho eco de los increíbles beneficios que las compañías de fontanería ofrecen a los recién contratados: espacios tranquilos, excursiones en moto acuática, clases de cerámica, desayuno gratis, cerveza gratis.

Sin embargo, ninguna de estas iniciativas funciona. La culpa de la escasez de mano de obra parece estar repartida por todo el país. Se dice que los opiáceos son el problema. También se culpa a los subsidios sociales, la falta de estacionamiento, una tasa de natalidad a la baja, así como al encarcelamiento masivo y, sobre todo, las políticas sobre inmigración de Trump. En realidad, nadie está seguro de conocer la causa del problema.

La escasez de mano de obra continúa de forma preocupante e incontrolada, y los periodistas intentan convertirla en una especie de pesadilla. Hay una “crisis del cangrejo” en la región de la Bahía de Chesapeake. Nadie recoge las fresas en Ohio. Una panadería muy popular de las afueras de Denver ha tenido que cerrar. Se ha cancelado la apertura de una comunidad de residencias para jubilados en Tucson, Arizona. Los gerentes quieren que el gobierno les proporcione la mano de obra barata a la que están acostumbrados.

La solución de manual para este problema de escasez de mano de obra –que es simplemente pagar más a los trabajadores– se menciona de pasada o no se menciona. El sector empresarial es tan reacio a considerar esta solución obvia que Neel Kashkari, el presidente de la Reserva Federal de Minneapolis, se lo reprochó el año pasado: “Si no suben los sueldos, me parece que están lloriqueando”.

Lo cierto es que cuando se reconoce la necesidad de ofrecer mejores salarios, el lloriqueo no hace más que empeorar. Sirva de ejemplo el ataque de pánico de The Washington Post en su portada: “La escasez de camioneros representa una amenaza para la economía”. En este caso, el problema de los camiones inactivos por falta de conductores se ve agravado por la posibilidad, aún más aterradora, de que cuando estos conductores finalmente aparezcan puedan estar en condiciones de negociar mejores salarios. Es una perspectiva “peligrosa” porque podría hacer subir los precios “tan rápidamente que el país se enfrente a una inflación descontrolada, lo que fácilmente puede conducir a una recesión”.

El economista de izquierdas Dean Baker no tardó en señalar que se trata de una afirmación absurda y exagerada. Incluso en el supuesto de que los camioneros consiguieran un aumento salarial, sólo representaría una pequeña fracción del PIB de Estados Unidos. ¿Y saben qué? Ni siquiera estaríamos delante de unos beneficios imprevistos ya que, aunque se ajustaran por la inflación, los salarios de los camioneros todavía están muy por debajo de lo que deberían. A pesar de que se trata de una afirmación absurda, sí sirve para entender el pánico ante esta falta de mano de obra: los más pudientes del país están horrorizados ante la posibilidad de que la clase trabajadora pueda negociar sus condiciones.

Lo cierto es que la realidad económica es diferente. Todavía no hemos llegado a este punto. Si estudian las cifras de la Oficina de Estadísticas Laborales sobre los salarios de los trabajadores que no trabajan como supervisores en las últimas décadas, verán que el crecimiento ha sido inusitadamente lento. Por lo general, las economías en expansión elevan los salarios con bastante rapidez. La economía de Estados Unidos se ha ido recuperando desde 2009 y los salarios apenas han subido.

La situación es todavía más perversa en el otro lado del Atlántico. Según un artículo publicado en el Financial Times en 2017, el Reino Unido es “la única economía grande y avanzada en la que los salarios se contrajeron mientras la economía se expandía”. Un logro asombroso, si lo pensamos. Y el think tank Resolution Foundation ha afirmado que, en lo relativo al crecimiento salarial, esta década “será la peor desde las guerras napoleónicas”.

Ni toda la cerveza gratis en el mundo podrá parar lo que se avecina.

A la caza de los sindicatos

¿Cómo se ha podido producir esta situación en una era tan moderna e ilustrada? Bueno, para empezar, piensen en todo ese lloriqueo del sector empresarial estadounidense, que parece estar dispuesto a culpar a cualquiera y a hacer lo que haga falta para no tener que pagar más a los trabajadores.

Todas las innovaciones en la gestión de la mano de obra parecen haber sido diseñadas con este asombroso objetivo en mente. Todas las grandes iniciativas políticas bipartidistas, desde el libre comercio hasta la reforma de la asistencia social, apuntan en la misma dirección. Cuando los republicanos están al mando, empieza la temporada para ir de caza y atacar a las organizaciones de la clase obrera. Y ya te puedes olvidar del aumento del salario mínimo, al margen de quién esté en la Casa Blanca.

Obviamente, en el Reino Unido está pasando lo mismo. Ya sea la guerra de Thatcher contra los sindicatos o la “tercera vía” del Nuevo Laborismo, Gran Bretaña ha seguido de cerca el modelo estadounidense. Las decisiones políticas en ambos países han tenido resultados altamente predecibles, y ahora tenemos que vivir con las consecuencias. Los buenos tiempos ya no son tan buenos para la gente común, sólo para la gente que tiene poder: los dueños de empresas, bienes inmobiliarios y acciones. Excepto en los mercados laborales más restringidos, los trabajadores no tienen poder para exigir lo que les corresponde por justicia.

Si me preguntan, esto es lo que nos debería provocar un ataque de pánico: no la posibilidad de que los trabajadores prosperen sino el hecho de que todavía no lo hayan hecho.

Según Josh Bivens, del Instituto de Política Económica de Washington, las estadísticas nos permiten hacer un seguimiento de la lenta disminución del poder de negociación de los trabajadores estadounidenses en la historia más reciente.

A medida que pasan los años, se requieren niveles cada vez más bajos de desempleo para activar el crecimiento salarial que antaño era la señal de que estábamos ante un momento próspero.

“La lucha de décadas de los empleadores para eliminar cualquier fuente de influencia económica de la que disfrutan los trabajadores parece haber funcionado”, afirma. “Estos trabajadores ahora solo obtienen un aumento salarial cuando el mercado laboral está al rojo vivo”.

Y esto es lo que ha venido pasando en los últimos cuarenta años, un enorme proyecto de ingeniería social al que han contribuido los presidentes más recientes. Comparado con esta enorme transformación, todas las guerras culturales, las luchas por las banderas y los tuits se desvanecen en la insignificancia más absoluta.

Sin embargo, hay un detalle esperanzador: si la economía de Estados Unidos sigue mejorando, sin lugar a dudas los salarios subirán. Ni toda la cerveza gratis en el mundo podrá parar lo que se avecina.

Esta situación no me da miedo. Que a los trabajadores les vaya bien no es una amenaza. Aunque si necesitas un baño de terror cuando empiezas el día, aquí va: cuando finalmente el crecimiento sea sólido, Donald Trump dirá que es mérito suyo. Y existe la posibilidad de que los estadounidenses le den la razón.

Traducido por Emma Reverter