Los alumnos británicos que estén de exámenes y quieran hacer ciencias políticas se pueden consolar con esta perspectiva: cuando llegue septiembre, estudiarán a una pensadora que no sólo no está guardada en los polvorientos archivos de la vieja teoría política, sino que está terriblemente de moda. Me refiero a Ayn Rand (1905-1982), incluida hace poco en el plan de estudios británico.
La inclusión de Rand (tan venerada como ridiculizada en vida), no podría ser más oportuna. Durante mucho tiempo, fue heroína y abogada de una filosofía particularmente dura del fundamentalismo capitalista, que ella llamaba “la virtud del egoísmo”, y siempre tuvo seguidores entre las élites políticas conservadoras de EEUU.
Paul Ryan, presidente republicano de la Cámara de Representantes, es un 'randista' tan entregado que regaló ejemplares de su colosal novela La rebelión de Atlas a todos los miembros de su equipo (regalo que combinó con Camino de servidumbre, de Friedrich Hayek). La historia de que uno de sus colegas en el Senado, Rand Paul, debe el primero de sus nombres a la adoración que su padre sentía por Ayn resultó ser apócrifa, pero Paul se confiesa fan de la escritora de todas formas.
Los partidarios de un Estado lo más pequeño posible en Reino Unido han desarrollado sus propias formas de adorar a Ayn. Sajid Javid, ministro de Comunidades y Ayuntamientos, lee la escena del tribunal de El manantial dos veces al año desde que es adulto. Cuando era estudiante, se la leyó en voz alta a la mujer que luego se convirtió en su esposa, aunque el asunto pudo terminar mal: como confesó recientemente a the Spectator, ella le dijo que, si lo volvía a leer, le abandonaría. Y el eurodiputado conservador Daniel Hannan, al que muchos consideran padre intelectual del Brexit, tiene una fotografía de Rand en su despacho de Bruselas.
Como se ve, la devoción randista de los conservadores británicos y estadounidenses no es nueva, pero el tajante individualismo de Rand, crítica al mismo tiempo con el Estado y con el perezoso y conformista mundo de las grandes corporaciones, tiene ahora un seguidor en la Casa Blanca. De hecho, tiene una legión nueva de devotos y con más influencia en la vida de la gente que la mayoría de los políticos: los titanes de las empresas tecnológicas.
¿Quién es la autora que acaban de incorporar al plan de estudios, la mujer que uno de sus biógrafos definió como 'la diosa del mercado'? Nacida con el nombre Alisa Zinov’yevna Rosenbaum en San Petesburgo en 1905, desarrolló un odio visceral por el bien común y, muy particularmente, por el Estado como garante de la igualdad después de que la Revolución Soviética confiscara los bienes de su padre y empobreciera a su familia, que pasó hambre.
Amante obsesiva del cine [estudió escritura de guiones en el Instituto Estatal de Artes Cinematográficas], se marchó a EEUU en 1926 y se abrió camino en Hollywood con una serie de trabajos extraños, como la temporada que estuvo en el departamento de vestuario de RKO Pictures y su papel de extra en Rey de reyes, de Cecil B. DeMille. Pero escribir era su pasión y se dedicó a los guiones y las obras de teatro hasta que obtuvo éxito con una novela: El manantial.
El egoísmo, una virtud moral
Publicada en 1943, El manantial cuenta la historia de Howard Roark, un arquitecto visionario que prefiere que dinamiten sus edificios antes que poner en peligro la perfección de sus diseños; todas las personas que lo rodean son mediocres y todas son burócratas que sirven a un supuesto bien común o parásitos empresariales (“segundones”) que se benefician del trabajo y el talento de otros.
Más tarde, en 1957, publicó La rebelión de Atlas, cuya edición de Penguin Classic tiene 1.184 páginas; el protagonista es esta vez John Galt, otro genio capitalista, que organiza una huelga de “hombres de talento” que deja a la sociedad sin “el motor del mundo”.
En esas novelas, así como en las conferencias y los ensayos a los que se dedicó con posterioridad, Rand expuso extensa y reiteradamente su filosofía, que pronto se enseñará junto a las ideas de Hobbes y Burke: el “objetivismo”, como lo llamaba, su creencia de que “el hombre vive para sí mismo, de que la búsqueda de su felicidad es el más alto de los objetivos morales y de que no debe ni sacrificarse por otros ni sacrificar a otros por él”.
Rand tenía opiniones sobre todo. Despreciaba cualquier conocimiento que no partiera de la experiencia directa y no soportaba los conceptos de instinto e intuición ni ninguna forma de “saber porque sí”.
El manantial fue rechazada por varias editoriales y, tras su publicación, recibió críticas de todo tipo, pero fue un éxito del boca a boca. Con el paso de los años, su autora se convirtió en sujeto de culto (que se extendió a su círculo íntimo, al que llamaban –sin duda, irónicamente– el Colectivo).
Su obra atrae poderosamente a un tipo muy particular de lector: adolescente, masculino y sediento de una ideología cargada de certidumbre ética. Como dijo the New Yorker en 2009, “casi todos sus lectores hacen su primer y último viaje a la Comarca de Galt –el paraíso escondido de los capitalistas de La rebelión de Atlas, cuya bandera es el signo del dólar– en algún momento entre la Tierra Media [de El señor de los anillos] y el momento de hacer las maletas para ir a la universidad”.
Algunos no abandonan el objetivismo. Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de los EEUU durante 19 años, fue uno de sus primeros y más importantes seguidores. Además de ser miembro del Colectivo en la década de 1950 y de asistir en 1982 al entierro de Rand (una de cuyas coronas de flores tenía la forma que se ha convertido en el logotipo del randismo, el signo del dólar), llegó a ser el nexo entre el culto original a la autora y lo que se podría llamar “la segunda época” del randismo: los años de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que transformaron la ideología neoliberal, una obsesión de los economistas de derechas, en credo del capitalismo anglosajón.
Greenspan, al que Reagan hizo presidente del banco central en 1987, creía firmemente que las fuerzas de un mercado sin regular eran el mejor mecanismo para dirigir y distribuir los recursos sociales. Esa opinión, que tuvo que replantearse tras la crisis de los años 2008 y 2009, se apoyaba en la presunción de que los empresarios se comportan de forma racional porque actúan siempre en función de sus propios intereses. La supremacía del interés propio, y no del altruismo o de otros motivos desinteresados, es, por supuesto, un elemento central del pensamiento randista.
Dicho sin rodeos, los republicanos estadounidenses y los conservadores británicos se empezaron a regalar ejemplares de La rebelión de Atlas porque daba un aire docto a los valores dominantes de la época. La insistencia de Rand en la “moralidad del interés racional” y “la virtud del egoísmo” sonaba como una versión refinada de una consigna salida del Wall Street de Oliver Stone: la avaricia es buena. Rand era un Gordon Gekko con buenas notas.
La tercera ola: el miedo a Barack Obama
La tercera edad de oro de Ayn Rand llegó con la crisis financiera y la presidencia de Barack Obama. Espoleados por el temor a que el entonces presidente aumentara el poder del Estado, el Tea Party y otras fuerzas se enrocaron en su antigua religión. Como dijo Jennifer Burns —biógrafa de Rand— a la revista Quartz, “cuando la hegemonía es progresista, hay gente que se vuelve hacia ella porque ven La rebelión de Atlas como una profecía de lo que va a ocurrir si el Gobierno tiene demasiado poder”.
En ese contexto, era lógico que una de las grandes historias de la campaña presidencial del año 2012 fuera la candidatura en las primarias republicanas de un admirador de Rand: el ultralibertario Ron Paul, padre del senador Rand Paul, cuyo movimiento insurgente adelantaba gran parte de lo que iba a ocurrir en 2016. Paul ofrecía una reducción drástica del Gobierno federal. Como la autora de San Petesburgo, creía que el Estado se debía limitar a proporcionar un Ejército, unas fuerzas policiales y un sistema de Justicia, pero poco más.
Sin embargo, Rand tenía un problema para los republicanos de Estados Unidos: era fervorosamente atea, y despreciaba el misticismo irracional de las religiones. Sí, dentro del Partido Republicano, esa organización donde los libertarios sólo han conseguido llegar a compañeros de viaje de los conservadores y, específicamente, de los cristianos evangélicos blancos. El dilema se encarnó en Paul Ryan, al que Mitt Romney nombró candidato a vicepresidente en la campaña de 2012. Ryan se movió rápido para restar importancia a la influencia de Rand y prefirió decir que su filosofía se inspiraba en Santo Tomás de Aquino.
La cuarta era: La Administración de Trump
¿Pero qué ocurre ahora en la que puede ser la cuarta era de Rand? Los políticos randistas siguen ahí. La estrella de Ryan está al alza, empujada por un Gobierno lleno de objetivistas. Rex Tillerson, secretario de Estado, afirma que La rebelión de Atlas es su libro preferido y Andy Puzder (la primera opción de Trump para la cartera de Trabajo, aunque luego renunció) es el presidente de una cadena de restaurantes que pertenece a Roark Capital Group, un fondo de inversiones que se llama así por el protagonista de El manantial. El director de la CIA, Mike Pompeo, es otro conservador que dice que La rebelión de Atlas le dejó “profundamente marcado”.
Por supuesto, su jefe es igual que ellos. Todo el mundo sabe que Trump no es un lector empedernido. Sólo ha dicho que le han gustado tres libros, e inevitablemente El manantial es uno ellos. “Habla de los negocios, de la belleza, de la vida y de las emociones –dijo el año pasado–. Habla… de todo”.
Los expertos académicos en Rand están sorprendidos con Trump. A fin de cuentas, su oferta electoral no pasaba precisamente por la desregulación, sino por la promesa de un Estado que intervendría en los mercados, negociaría acuerdos y crearía puestos de trabajo. Cuando Trump presiona a las grandes empresas para que mantengan sus fábricas en territorio estadounidense (como hizo con Ford y con Carrier, fabricante de aparatos de aire acondicionado) hace gala de la intrusión gubernamental en los ritmos naturales del capitalismo que tanto disgustaba a Rand.
Entonces, ¿por qué dice que se inspira en ella? Quizá porque Rand adoraba a los emprendedores capitalistas, a los machos alfa y hombres de acción que se alzan entre los seres pequeños y los burócratas y hacen lo que hay que hacer. En palabras de Jennifer Burns, “Rand fue durante mucho tiempo la heroína de los rupturistas, de los emprendedores, de los inversores de riesgo, de los que se ven a sí mismos como personas que dan un paso adelante, moldean el futuro, confían en sus instintos y sus conocimientos y van a contracorriente”.
La nueva ola: los príncipes de Silicon Valley
Eso nos lleva a la nueva ola de los randistas, al margen del mundo político y del conservadurismo convencional: los príncipes de Silicon Valley, los maestros de las empresas emergentes, un ejército de jóvenes como Roark y Galt que están decididos a cambiar el mundo con su talento, sin preocuparse por las consecuencias.
No es extraño que, cuando Vanity Fair publicó un reportaje sobre estos magnates de la era digital, muchos de ellos se confesaran admiradores de Rand. De hecho, la revista llegó a insinuar que la difunta autora es “la figura más influyente del sector”. Cuando Travis Kalanick (consejero delegado de Uber) tuvo que elegir un avatar para su cuenta de Twitter, optó por la portada de El manantial. Peter Thiel, el primer gran inversor en Facebook y una de las pocas personas que vive entre Silicon Valley y el mundo de Trump, es randista. Y, según dice Steve Wozniak, cofundador de Apple, Steve Jobs comentó en cierta ocasión que La rebelión de Atlas era uno de sus “libros de cabecera”.
Ahora bien, la influencia de Rand entre los nuevos amos del universo no se refiere tanto al ultraliberalismo político como a la decisión obsesiva de atenerse a una visión personal, sin sopesar el impacto que pueda tener. No es extraño que a sus compañías tecnológicas no les importe destruir, por ejemplo, el negocio del taxi o los medios de comunicación tradicionales. Los jóvenes y poderosos hombres que las dirigen no se preocupan por cosas así, porque traicionaría la pureza de su visión y rompería la regla de oro de Rand, que dice que los visionarios no deben sacrificarse por otros.
Rand, fallecida hace 35 años, vuelve a estar viva. Su mano dirige el destino de nuestra época en Washington y San Francisco con una ideología que censura el altruismo, eleva el individualismo a la categoría de fe religiosa y concede licencia moral al egoísmo más crudo. Pero no es extraño que esté de moda. Sus ideas tendrán eco mientras haya seres humanos que deseen sucumbir a la avaricia y al poder desmedido sin sentirse culpables. Es decir, para siempre.
Traducido por Jesús Gómez