El 16 de noviembre de 2011, cuando dejó apresuradamente y por última vez su residencia oficial como primer ministro, el Palazzo Chigi, Silvio Berlusconi parecía un hombre humillado. Las finanzas de Italia estaban contra las cuerdas –con una subasta de bonos del Tesoro– los fiscales le pisaban los talones debido al infame escándalo de las fiestas “bunga bunga”, con una menor de edad implicada y sus aliados europeos Nicolas Sarkozy y Angela Merkel ya habían hecho público su descontento con él. Poca gente imaginaba entonces hasta qué punto la política del futuro seguiría la estela del modelo populista de Berlusconi.
Berlusconi ha muerto a los 86 años tras ser ingresado en un hospital de Milán por una infección pulmonar. Pero basta con mirar a nuestro alrededor para ver su legado por todas partes. Los años posteriores al fin de la presidencia de Berlusconi han sido una reivindicación de su estilo de hacer política, que combina el personalismo extremo con la demagogia descarada y un hábil uso de los medios audiovisuales. Todo lo que haga falta para sacar partido del desencanto de los votantes y su desconfianza hacia el statu quo.
Es difícil imaginar un político que represente mejor que Berlusconi la nueva forma de hacer política. Muchos de los políticos populistas de derechas que han ascendido durante la segunda década del siglo XXI han sido comparados con él. El primero de ellos es el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump. Mucho antes de que Trump hiciera lo mismo, Berlusconi insistía en subrayar que él no era un político de carrera sino un exitoso “empresario hecho a sí mismo” que había decidido entrar en política para salvar a su país de la izquierda.
Al igual que Trump, Berlusconi debió su éxito a un extraordinario uso de la televisión, facilitado en el caso de Berlusconi por la circunstancia de que él también era el propietario de la mayoría de los canales privados de la televisión italiana.
Por último, igual que Trump, Berlusconi irrumpió en la escena política ignorando todas las reglas de cortesía y educación institucional, presentándose ridículamente como una víctima de los jueces y de las autoridades electorales, sin escatimar otras tácticas más sensacionalistas y vulgares para llamar la atención del público, como su conocida afición por hacer chistes sexuales.
Neoliberalismo y populismo
Berlusconi encarnó lo que Antonio Gramsci describió como el “gusto melodramático” del pueblo italiano. Sus mítines y sus intervenciones televisivas incluían momentos propios de un programa de variedades. Pero en el contenido de su política era simplemente un neoliberal: la revolución de Berlusconi consistía en bajar impuestos, reducir la burocracia, y desregular las relaciones laborales. Históricamente es considerado como el eslabón entre el neoliberalismo y el populismo.
Berlusconi ha contribuido a que la extrema derecha ascienda hasta formar parte de los principales partidos de Italia, por sus pactos con el partido separatista Liga Norte y con el posfascista Alianza Nacional, del que desciende Hermanos de Italia, la formación de la primera ministra Giorgia Meloni, cuyo primer salto al escenario político nacional fue su cargo como ministra de Juventud durante el último Gobierno de Berlusconi.
Paradójicamente, en retrospectiva, el creciente giro de la política italiana hacia la derecha nacionalista ha hecho que Berlusconi parezca relativamente moderado. Pero sus ataques repetidos contra los trabajadores, la manera en que manipuló el sistema judicial, sus supuestos vínculos con la mafia, las desastrosas políticas económicas que aceleraron el declive industrial de Italia y su celebración del individualismo a ultranza sentaron las bases del giro reaccionario que vive hoy Italia.
La clave del éxito
Un elemento clave de su éxito, imitado por populistas de derechas de todo el mundo, es su capacidad para transformar las acusaciones contra él en combustible para garantizar su supervivencia. La carrera de Berlusconi estuvo plagada de juicios por delitos relacionados con la mafia, la corrupción y la evasión fiscal.
Su respuesta se basaba en dos estrategias. Por un lado insistía enérgicamente en su inocencia, la persona más perseguida de la historia de la humanidad, víctima de unos jueces comunistas. Pero también, y en beneficio de sus simpatizantes más hipócritas (especialmente los de una clase empresarial que muchas veces se vio involucrada en prácticas que rozaban o vulneraban el límite de lo legal), hacía guiños al hecho de que su comportamiento no era tan impoluto, ¿pero acaso el de alguien lo es?
Los ecos de esas tácticas son evidentes en las actuales turbulencias jurídicas de Trump en EEUU. No son buenas noticias para los que creen que el destino del expresidente se sellará con una acusación más.
En Italia, el ascenso de Berlusconi fue posible gracias al hartazgo que la gente corriente sentía por la democracia liberal a principios de los 90, cuando estalló el escándalo de corrupción de Tangentopoli [un entramado en el que los políticos recibían importantes pagos a cambio de ayudar a los empresarios a conseguir contratos públicos, obras y subvenciones estatales y del que el líder socialista Bettino Craxi fue su mayor exponente]. Los personajes de la derecha de otros países también han sabido aprovechar una desilusión similar frente a políticos que parecen defender los intereses de la élite y de nadie más.
Por usar la retórica trumpista, mientras la política siga siendo percibida como un gran “pantano” de hipocresía y corrupción (a veces con razón), seguirá triunfando el cinismo político del que Berlusconi sea pionero y que los populistas de derechas han perfeccionado. La única manera de romper este embrujo tóxico es volver a darle a la política una misión moral pero también tangible, que aporte de verdad mejoras concretas a la ciudadanía. Justo lo que Berlusconi no hizo.
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Paolo Gerbaudo es sociólogo de la Scuola Normale Superiore en Pisa (Italia) y del King’s College London, además de autor del libro 'The Great Recoil' (El gran retroceso)
Traducción de Francisco de Zárate.