El boicot es esencial en democracia, por eso lo quieren prohibir
Estamos controlados por un Gobierno todopoderoso con el firme propósito de silenciar a sus rivales. Cabría esperar que es suficiente contar con el beneplácito de unos medios de comunicación leales y con un partido dividido en la oposición. Pero ya sea con un proyecto de ley mordaza para silenciar a las organizaciones civiles, una ley sindical centrada en paralizar el trabajo de los sindicatos y buscar la bancarrota del Partido Laborista, o con un fulminante recorte de la financiación de la oposición para evitar el escrutinio, los tories están dispuestos a combatir la disidencia por la vía legal.
Empezando por el final. El Gobierno presume de un amplio programa dedicado al “localismo”, con medidas que favorecen la entrega de poderes y decisiones a las autoridades locales. Es alucinante, porque todos sabemos que la verdadera intención es desentenderse de sus responsabilidades por los recortes. Pero también es ilógico; mientras se deshacen en halagos hacia la autonomía local, proponen medidas que prohíben a los organismos públicos -incluyendo a las autoridades locales- boicotear a las compañías que consideren inmorales, ya sean empresas de armamento, tabacaleras o las que trabajan en los asentamientos israelíes ilegales. Hasta ahora, los representantes electos de las comunidades locales podían decidir la distribución del dinero público según su criterio ético. Pero el Gobierno central va a imponer un decretazo que anule todo esto.
Los ministros afirman que existe “una creciente preocupación ante las iniciativas radicales de los ayuntamientos de izquierdas, impulsadas por los sindicatos y líderes laboristas, que envenenan las relaciones entre la comunidad y amenazan a la economía británica y sus intereses internacionales”. En estas declaraciones se deduce que dan por hecho que los municipios del Reino Unido están en manos de la izquierda radical, lo que es irrisorio.
Entre los claros objetivos de la propuesta de los tories se encuentran los activistas que se oponen a la venta de armas, como la asociación Campaña Contra el Comercio de Armas (CAAT). Durante el congreso del Partido Conservador del pasado año, se publicó una declaración alertando de que “las campañas de la izquierda radical contra las empresas de defensa británicas ponen en peligro 10.000 millones de euros en exportaciones”. La CAAT representa una amenaza, según ellos, porque aboga por que los planes de pensiones de los gobiernos locales “retiren fondos a fabricantes británicos como la empresa militar BAE”.
Claro que, en democracia, las organizaciones como el CAAT tienen todo el derecho a convencer a la población de su causa. Y en este caso cuentan con argumentos sólidos porque el Reino Unido está armando a los tiranos saudíes y es cómplice de los bombardeos en Yemen. No obstante, las autoridades locales electas ya han sido prevenidas para que no actúen contra empresas armamentísticas implicadas. ¿Cómo se puede llamar a eso localismo o democracia? “El Gobierno insiste en la toma de decisiones a nivel local, pero esto atenta contra ella”, señala el activista Andrew Smith.
Pero también representa un ataque a varios niveles. Aunque se ha celebrado una consulta popular sobre las inversiones de los gobiernos locales, el Gobierno ha movido ficha con una contradictoria política para la gestión de estos organismos. “Los boicots en el ámbito público son inapropiados”, han alegado, salvo que se vinculen con “sanciones legales, embargos y restricciones” aprobadas previamente por el Gobierno central. Las contrataciones no deben usarse nunca como “herramienta de boicot contra las ofertas de los proveedores radicados en otros países”, a menos que vaya en la línea de las políticas del Gobierno.
Las autoridades tienen cierta flexibilidad cuando entran en juego “factores sociales y medioambientales” confusos, pero en general deben tratar a todos los proveedores “por igual y sin discriminación”. Otra vez, se escapa de toda lógica. Realmente consiste en retirar a los ayuntamientos el derecho a posicionarse en cuestiones más allá de nuestras fronteras; un ataque contra una tradición respetada.
Pero los tories nunca han destacado como grandes combatientes en las batallas morales más relevantes. Margaret Thatcher tildó al Congreso Nacional Africano (CNA) de “típica organización terrorista”, mientras David Cameron disfrutaba de unas “vacaciones pagadas” en la Sudáfrica del apartheid. Sirvan las 100 autoridades locales de Reino Unido que prohibieron los negocios con productores sudafricanos como reflejo de esta contradicción.
Los activistas que se oponen a la ocupación de Israel de territorio palestino reivindican medidas similares, pero estas propuestas (del Gobierno) afectarían también a sus campañas. El Ayuntamiento de la ciudad de Leicester, por ejemplo, boicotea los productos fabricados en los asentamientos israelíes, pero esta ley se lo prohibiría. El Gobierno ha justificado que este bloqueo promueve el antisemitismo. Si fuese así, deberíamos estar realmente preocupados. El antisemitismo es un problema real, es monstruoso, y debe ser eliminado de raíz en cualquiera de sus formas, ya provenga de la izquierda o la derecha. El movimiento por la justicia palestina tiene la obligación de ser implacable hasta con el último rastro de antisemitismo.
Sin embargo, también merece la pena escuchar a Barnaby Raine, de los Estudiantes Judíos por la Justicia en Palestina. “Tenemos que ser muy, muy claros acerca de Israel y la segregación de los judíos”, sostiene, criticando a aquellos que sugieren lo contrario, desde los fundamentalistas islámicos hasta la extrema derecha, pasando por los defensores radicales de las políticas del Gobierno israelí. Pero es hipócrita, piensa, que los tories digan creer en el “libre mercado” mientras imponen límites políticos a las opciones del consumidor. Es probable que Raine no esté equivocado al afirmar que el Gobierno británico usa el dramático argumento del antisemitismo para acabar con las protestas contra las políticas del Gobierno israelí.
Esta no es una guerra por los derechos de los municipios; es una guerra por la democracia. Los conservadores pretenden acallar las voces disidentes, y esto debería preocuparnos a todos.
Traducción de Mónica Zas