Desde un puesto ambulante situado en la acera en el exterior del parque Dolores de San Francisco, Miguel Muñiz y Juan Anguiano pueden ver cómo los niños juegan en un parque infantil, a centenares de hípsters tumbados sobre la hierba de una colina y a hombres bebiendo cerveza de barril.
Sin embargo, estos “palateros”, o vendedores ambulantes de helado, no se atreven a acercarse a esta jungla humana, el lugar más adecuado para vender sus helados de dos dólares (alrededor de 1,6 euros), ya que si entran en el parque los guardas les pueden confiscar sus carritos y multarlos.
“Puedes hacer lo que quieras en este parque”, explica Muñiz en español: “Puedes fumar marihuana y beber alcohol, pero no puedes vender helados”.
Teniendo en cuenta la relajada moral del parque, los palateros creen que la presión sobre ellos es injusta. Un hombre que vende cocos rellenos de ron indica que a él los guardas del parque también lo vigilan y lo han multado. Muñiz explica que en una ocasión le confiscaron el carrito de helados. Cuando lo recuperó, los helados se habían derretido. Anguiano nos muestra una multa que le había caído dos semanas atrás, de 114 (unos 95 euros) dólares; una suma de dinero considerable si se tiene en cuenta que gana unos 60 o 70 dólares (entre 50 y 60 euros) diarios.
Más obstáculos para los vendedores ambulantes
La bahía de San Francisco es un área que promueve el espíritu emprendedor, pero lo cierto es que se lo pone difícil a los que se esfuerzan por salir adelante con negocios precarios.
A los vendedores ambulantes les resulta muy complicado cumplir la ley, incluso si lo único que quieren es vender una golosina fría a un niño en un caluroso día de verano. De hecho, los documentos que detallan los requisitos que debe cumplir la persona que quiera tener un puesto ambulante parecen un mal chiste sobre la burocracia. La solicitud y los permisos ascienden a 1.500 dólares.
Un vídeo que se ha hecho viral y que se registró el pasado 9 de septiembre, muestra a un agente de policía de la Universidad de California (Berkeley), que multa a un vendedor ambulante de perritos calientes con panceta (uno de los bocadillos preferidos en el campus). El hombre vendía los bocadillos a la salida de un partido de fútbol americano.
“Esta es una medida de orden público”, indica el agente mientras el vendedor saca 60 dólares (unos 50 euros) de su cartera y se los entrega.
La Universidad ha explicado que el agente confiscó el dinero como “prueba de la presunta infracción”. Millones de personas han visto el vídeo y han mostrado su indignación.
“Estas personas han podido constatar que yo no estaba haciendo nada malo”, explica el vendedor en una entrevista que ha concedido a la cadena de televisión Telemundo y en la que pide que lo llamen “Beto”: “No estaba robando ni bebiendo alcohol. Solo intentaba mantener a mi familia”.
Beto no es el único que ha sido perseguido por hacer a pequeña escala lo mismo que otros hacen a gran escala y en medio de elogios: saltarse las reglas. En mayo, la oficina del sheriff recibió muchas críticas después de que saliera a la luz una fotografía del ayudante del sheriff esposando a un vendedor ambulante ilegal que estaba vendiendo fruta en una esquina. En 2016, el responsable de una compañía de programación de Silicon Valley fue criticado (y se disculpó) después de que amenazara con “hacer todo lo necesario” para acabar con los vendedores ambulantes ilegales del barrio “incluso destruir sus frutas”.
Empresas tecnológicas que burlan la ley
Al mismo tiempo, la industria tecnológica de la región ha encumbrado a aquellos emprendedores que burlan este mismo sistema y sus reglas. El exresponsable de Uber, Travis Kalanick, recibió miles de millones de dólares de inversores que opinaron que sus taxis sin licencia eran una gran idea y vio cómo su cartera crecía sin parar. En cambio, para Beto no respetar las reglas ha supuesto que le vacíen la cartera.
Lo más irónico de esta disparidad entre los pequeños emprendedores y los que tienen detrás un fondo de capital de riesgo es que muchas de las startups de internet más prosperas deben su éxito al hecho de haber monopolizado lo que antes era un sector informal, e incluso ilegal, de la economía. Uber y sus taxis sin licencia, eBay para la venta de objetos personales de segunda mano, Airbnb para alojamientos sin licencia turística y StubHub para la reventa de entradas. Los pequeños emprendedores que intentan ganarse la vida en sectores dominados por estas compañías tecnológicas tienen la sensación de que las reglas de juego no son iguales para todos los jugadores.
“De la misma forma que Uber perjudica a los taxistas, hay compañías que perjudican a tipos como yo”, explica Omar Algahim, que trabaja doce horas diarias en una tienda situada en una esquina de Tenderloin, un barrio pobre de San Francisco. “A la gente le resulta mucho más cómodo comprar con una aplicación que venir hasta aquí”, lamenta.
Su tienda está llena de los productos que suelen tener este tipo de negocios: bebidas, alimentos envasados y productos como encurtidos, huevos duros, varitas de incienso, caramelos y guantes para la nieve. Sin embargo, muchos de sus clientes entran para comprar un par de cigarrillos sueltos, que Algahim les vende por 1 dólar.
A Algahim no le preocupan unas máquinas expendedoras muy elogiadas que un par de exempleados de Google han bautizado con el nombre de “bodegas”. Está más preocupado por los servicios de entrega a domicilio que operan por Internet y que no tienen que pagar alquileres, permisos y lo más caro: la licencia para vender bebidas alcohólicas (asegura haber pagado 100.000 dólares por la suya).
“Estos tipos te traen la cerveza y otras bebidas alcohólicas a casa y no te cobran por el transporte”, afirma. “No pagan licencias, ni alquileres, es fácil. Me enorgullezco de estas empresas. También me enorgullezco de que esta zona sea el centro tecnológico del mundo, pero es duro para tipos como yo”.
No todas las startups siguen una estrategia distinta a la de los pequeños empresarios inmigrantes.
Recientemente, Joseph Lai, exjefe de producto de Yelp, se desplazó hasta una zona de aparcamientos situada cerca de la sede que tiene LinkedIn en San Francisco cargado con cajas de almuerzo. Lai ha fundado el Club Bento, una compañía que entrega comida asiática auténtica de los barrios de las afueras de San Francisco a los trabajadores de las oficinas del centro de la ciudad.
Lai tiene una licencia con la que puede entregar comida a domicilio y esto le permite entregar los paquetes a todos aquellos que los han pedido y se acercan a su coche. Sin embargo, no puede vender comida a los transeúntes; una regla que le molesta pero que no intenta saltarse.
“No lo he hecho al estilo de Uber”, indica Lai. Sin embargo, comprende la situación de Beto y de otros vendedores ambulantes. “Lo siento por ellos. No pueden cumplir con las normas porque no se lo pueden permitir. No ganan lo suficiente”.
Como exempleado de una compañía tecnológica, y como alguien que tiene experiencia recaudando financiación, Lai es consciente de que juega con ventaja.
“Tengo un contable”, puntualiza: “No creo que los policías se atrevan a llevarse mi dinero”.
“Crucemos los dedos”.
Traducido por Emma Reverter