El primer grupo que intentó levantar una barricada estaba formado por escolares. Colocó varias barreras de protección en el callejón que daba al colegio electoral y las unió con unas cuerdas gruesas. El segundo grupo ya estaba formado por jóvenes con barbas incipientes y chicas con sudaderas, y consideró que la barricada no cumplía su función y que las barreras de protección debían quedar encima de sacos de cemento. Mientras intentaba ponerse de acuerdo sobre la mejor opción, llegó un tercer grupo que deshizo la primera barricada y levantó un muro de seis metros.
Todo esto pasaba en la Escuela Industrial de Barcelona el domingo por la tarde. El centro universitario se convirtió en uno de los colegios electorales donde los ciudadanos podían ir a depositar su voto para el referéndum de independencia de Catalunya. El gobierno de España, en Madrid, considera que este referéndum es ilegal. El gobierno catalán lo considera vinculante.
Mientras los jóvenes levantaban la barricada, las imágenes de la policía cargando contra los pacíficos votantes ya se habían viralizado por Internet. Personas mayores en el suelo, mujeres golpeadas con porras, un hombre que era arrastrado por unas escaleras por un agente antidisturbios. Estas imágenes causaron la indignación de Europa. Sin embargo, los miles de ciudadanos que hacían cola para votar no parecían asustados ni sorprendidos.
Desde el referéndum sobre la independencia de Escocia celebrado en 2014 y el voto griego para oponerse a las medidas de austeridad celebrado en junio de 2015, aquellos que deciden plantar cara al orden económico y social de Europa son conscientes de que las tácticas intimidatorias forman parte del paquete.
La respuesta de la Guardia Civil del domingo fue brutal pero estaba calculada. Desplegaron antidisturbios de otras zonas del país, que ven con antipatía la causa catalana y las mujeres y los ancianos se convirtieron en blanco de ataque. También estaba calculada la naturaleza de las intervenciones.
Se desplegaron miles de antidisturbios, que durmieron en buques en el puerto de la ciudad. Si el gobierno español hubiera querido, podría haber incautado todas las urnas en cuestión de minutos y bloqueado la aplicación con la que las autoridades catalanas contaron los votos. Sin embargo, el presidente Mariano Rajoy quería enviar un mensaje más sutil: dejad que los independentistas más fervientes vayan a votar y terminen con un golpe en la cabeza para asustar al resto de la población y que no participe en este referéndum, incluidos los indecisos.
De los seis colegios electorales que visité en el norte y este de Barcelona, solo uno había sido cerrado por la policía.
Detrás de los cristales rotos del centro Joan Fuster, dos chicos de 15 años con gorras de béisbol escondían una urna electoral. Los votantes se habían ido a otro colegio electoral [poco antes de la apertura de los colegios electorales y en previsión de cierres, el gobierno catalán anunció que había implantado un censo universal y que los ciudadanos podían votar donde pudieran o quisieran]. De hecho, la cola para votar del colegio electoral más cercano terminaba a pocos metros de donde se encontraban los adolescentes.
Los ciudadanos tuvieron que esperar para votar ya que, según los organizadores, las páginas web para hacerlo fueron bloqueadas en más de una ocasión. Sin embargo, al final pudieron depositar su voto. A pesar de los golpes de porra y las pelotas de goma, dos millones de personas consiguieron votar. El 90% se pronunció a favor de la independencia. Observé cómo votaban y tuve la sensación de estar ante el nacimiento de un nuevo país, cosmopolita y moderno. En la era de la globalización, sin duda se trata de un hecho insólito, pero puede ser que no sea el único.
En El Clot, un barrio de clase trabajadora cuyas calles estrechas evocan su pasado medieval, los colegios electorales estaban tan cerca los unos de los otros que una de las colas para votar de un colegio llegaba hasta otra calle donde también había una cola con miles de votantes de un colegio electoral distinto. Y en estos pocos metros entre las dos colas se podía presenciar un ejercicio real de democracia.
Los ciudadanos hacían cola a pesar de la lluvia y comentaban entre ellos qué hacer; sin levantar la voz, sin gesticular de forma exagerada. El humo de tabaco o de marihuana hacía acto de presencia de vez en cuando en este espacio público, dominado por el debate democrático. Los organizadores pedían a los ciudadanos que apagaran los móviles o los pusieran en “modo avión” para que la aplicación para votar funcionara. Si había un consenso entre la gente era que Catalunya debía declarar la independencia de forma unilateral esa misma noche y terminar su relación con España.
Si esta votación en la que participaron dos millones de los 5,3 millones de potenciales votantes, y que tuvo que enfrentarse a numerosos obstáculos técnicos, parece ilegítima, entonces tal vez es necesario centrarse en la cantidad y no en la calidad de la democracia. Lo que vi en El Clot y en otros barrios se asemeja tanto al ideal ateniense de democracia que es digno de estudio.
Los atenienses tenían igualdad de derechos, todos podían expresar su opinión ante la asamblea y votaban en “demes”, circunscripciones o unidades geográficas pequeñas.
El pueblo griego sabía leer y podía entender el lenguaje literario que utilizaban las élites económicas. Evidentemente, excluía a las mujeres y también a los esclavos; un apartheid social que alejaba esta democracia de la “ideal”.
Este domingo en Cataluña vi algo que se asemejaba a una participación democrática en el sentido más puro. La comunidad internacional, y especialmente la Unión Europea, deberían pensárselo dos veces antes de calificar la situación de mera maniobra nacionalista.
Alex, un estudiante de Derecho de 18 años que se encontraba en la barricada de la Escola Industrial me indicó que en su caso no creía que las banderas tuvieran nada que ver con esta situación; ni siquiera la lengua. Él se imaginaba un país más pequeño, libre del control de la élite económica española, y creía que esta era la mejor forma de proteger y fortalecer sus derechos humanos. “Drets humans, drets humans”, esta frase se repetía a lo largo del día en muchas conversaciones.
Habida cuenta de la respuesta de carácter fascista de la policía y la afirmación incendiaria de Rajoy, que precisó que la policía había actuado con “serenidad”, puedes entender el punto de vista de los catalanes. Esperaron pacíficamente en la calle durante horas y crearon en sus comunidades una democracia real caracterizada por la tolerancia y el pacifismo, mostraron que la calidad de su cultura democrática superaba a la de todos aquellos en Madrid que de forma encubierta siguen pensando como franquistas o como miembros del Opus Dei.
Sin embargo, los catalanes tienen problemas similares a los atenienses. Mientras que la antigua Grecia tenía esclavos y mujeres sin derechos, en Catalunya viven un millón de personas que no pueden votar. Miles de personas en Catalunya no hablan catalán de forma habitual. Hay un millón de extranjeros; desde vendedores ambulantes africanos a estudiantes de sitios tan diversos como Japón o Gales y que estos días han colgado en los pasillos de su residencia de estudiantes el cartel de “Estamos contigo, Catalunya”. Aunque algunos de estos extranjeros entienden el catalán, son una minoría.
Si la reivindicación independentista catalana se basara en la lengua, la cultura popular y la capacidad de bailar la Sardana, no tendría ninguna posibilidad en la Europa del siglo XXI. Las ciudades grandes y dinámicas como Barcelona siempre están abiertas a los demás; siempre tendrán que permitir que los extranjeros y los que hablen castellano vivan y trabajen allí, y que participen en política.
Sin embargo, lo cierto es que el nacionalismo catalán se ha esforzado por reconciliarse con las ideologías cosmopolitas y globalistas de la Europa moderna. Fue precisamente Montserrat Guibernau, profesora visitante de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, la que acuñó la expresión “nacionalismo cosmopolita”; un sentimiento que quedó patente el viernes por la noche en Plaça Catalunya, la última gran manifestación antes del referéndum, cuando un grupo de inmigrantes y de refugiados fueron invitados a unirse a las filas de una comitiva de miembros “típicos” de la sociedad catalana.
Si Catalunya declara la independencia esta semana o establece un calendario para hacerlo, este proyecto solo tendrá éxito si lo hace con una actitud cosmopolita. Esto, a su vez, dependerá de si la generación que levantó las barricadas consigue que sus valores impregnen el nacionalismo de los mayores.
Las revueltas escocesa, griega y catalana se deben, en parte, al fracaso del modelo económico actual. En 2014, el 45% de los escoceses creía que sus derechos, su cultura y su futuro económico solo quedaban a salvo si se alejaba de las decisiones de Westminster. En 2015, el 62% de los griegos votaron para desafiar la lógica económica de la eurozona. Ahora, dos millones de catalanes han votado a pesar de la amenaza de carga policial para pedir la independencia.
Esta situación plantea un reto tanto para el Reino Unido como para la Unión Europea. Tanto el SNP como el Plaid Cymru y el Sinn Féin mandaron observadores a Catalunya, invitados por el gobierno catalán. También mandó observadores el partido Liberal Demócrata, cuyo líder, Vince Cable, condenó la violencia policial. Tras visitar un colegio electoral, Eoin Ó Broin, un parlamentario irlandés del Sinn Féin, criticó el silencio de la Unión Europea: “Nadie esperaba que se manifestaran sobre la esencia del referéndum pero sí que sorprende que no condenen el hecho que se niegue el derecho a votar, la brutalidad de la policía y el uso de tácticas digitales para evitar que los ciudadanos voten. Me consterna que nadie en Bruselas opine que esto es inaceptable”.
La presencia del Sinn Féin y su fuerte apoyo a Catalunya no es teórico sino práctico. El acuerdo anglo-irlandés incluye el compromiso de celebrar un referéndum en Irlanda en torno a la unidad y es probable que en menos de una década los votantes independentistas sean mayoría en Irlanda del Norte.
La reivindicación independentista de Catalunya tiene un apoyo suficiente como para que se hubiera convocado un referéndum legal. La negativa de Madrid a esta posibilidad o a dar una mayor autonomía a Catalunya, en el contexto de la necesidad de imponer medidas de austeridad durante la crisis del euro, ha propiciado esta crisis.
Es trágico ver cómo el eurocentrismo, que en el pasado defendió el principio de autodeterminación, está dispuesto a diluirse por no poder desprenderse de ciertas normas de la UE, sus argumentos económicos y su compromiso con un político tan mendaz como Rajoy, ya que el nacionalismo moderno ha llegado para quedarse.
En las manifestaciones de George Square en Glasgow o de la plaza Syntagma en Atenas siempre ondeó una bandera catalana. Ahora he entendido que estas banderas son un ingrediente esencial de esta historia. Las narrativas de “ruptura” de la Europa Moderna, tanto si defienden la independencia de un Estado como si quieren salir de la Unión Europea, giran en torno a un eje central: la situación actual ya no funciona.
Traducido por Emma Reverter