En Europa, Estados Unidos y Brasil, los nacionalismos autoritarios están llegando al poder apelando a emociones negativas y a la connivencia de las élites. Pero no estamos ante una repetición idéntica de los años treinta. En primer lugar, porque a diferencia de lo que ocurrió en el nacimiento de las dictaduras alemana, italiana y española, las élites de hoy no quieren el fascismo ni lo necesitan. El problema es que no saben cómo luchar contra él.
En los últimos 15 años, la ciencia política ha tenido indicios de sobra para comenzar a debatir (por ahora sin resultados) en torno al auge de partidos como el Ukip (Reino Unido), el Partido por la Libertad (PVV, Holanda), o el Frente Nacional (Francia). En términos generales ha quedado demostrado que son las inseguridades culturales, y no las económicas, las que llevan la política hacia la derecha. Eso no quiere decir que las medidas económicas no puedan frenar este auge del racismo de masas, sino que para acertar con el curso de acción hay que entender que el motivo por el que fracasan los discursos moderados está en el propio diseño de la economía de libre mercado.
Tal vez la mejor definición breve del neoliberalismo como sistema y no como ideología sea la de Will Davies, académico de la Goldsmiths University: “El desencanto de la política por la economía”. Davies se refiere a la introducción de la lógica de mercado a todas las áreas de la vida social, limitando drásticamente el margen de libertad para elegir políticas.
Pongamos como ejemplo que quiero salvar las siderúrgicas de Port Talbot. Legalmente no voy a poder hacerlo invocando motivos de seguridad nacional, lealtad, una preferencia por productos británicos o la ruina que sufrirá la ciudad si pierde los altos hornos. Solo voy a poder hacerlo si presento un argumento riguroso que cumpla con las normas nacionales, europeas y mundiales de inversión y comercio. Si mi único argumento para salvar a las siderúrgicas fuera que en mi camino a la playa para hacer surf me gusta pasar con el coche por esa gigantesca demostración del ingenio humano, mi emoción sería eficazmente bloqueada por las restricciones impuestas en la regulación firmada por los países.
Otra forma de acercarnos a la definición de Davies es decir que la economía ha vaciado la política. O dicho de una manera más sencilla: la eliminación quirúrgica de las razones emocionales en la toma de decisiones políticas.
En un nivel más básico (y esto explicaría el surgimiento de críticas al neoliberalismo desde la izquierda y también desde la derecha), la gente se dio cuenta de que solo alterando el sistema lograrían que las emociones, y con ellas los sentimientos de identidad, lugar, nación y clase, volvieran a ser importantes en la toma de decisiones.
Un segundo factor determinante en esta rebelión de las emociones ha sido el lugar de trabajo. Ni la ciencia política ni la economía se han interesado mucho en los lugares de trabajo como escenarios políticos. Hace cuarenta años yo tuve mi primer trabajo en una fábrica y aquello era un mitin político constante, y de muy alto nivel. Comenzaba con el descanso matutino y no cesaba hasta las últimas horas extras.
Entre esa época y la actualidad ha habido dos cambios notables. El primero es que la gestión moderna exige un alto nivel de rendimiento, especialmente para los que tienen menos poder. Los empleados están obligados a desearnos un feliz viaje, a darnos los buenos días, o a vendernos los Toblerones de la caja registradora. El segundo, que para las personas de bajos ingresos y formación, el trabajo se ha vuelto explícitamente coercitivo, mucho más que antes de la era neoliberal. La amenaza del despido ya no es implícita: está ahí delante todos los días. Y con ella vienen los casos de intimidación, favoritismo y acoso sexual que los sindicalistas denuncian a diario.
El caso más extremo es el de las personas que conducen taxis o camiones, o las que trabajan en seguridad y en limpieza. Para ellos, la amenaza de violencia suele estar cerca. Y en la vida cotidiana de las personas de más bajos ingresos siempre hay conocidos involucrados en el crimen organizado de bajo nivel. Todo esto tiene que ver con los potentes (y no reconocidos) sentimientos de inseguridad y frustración que se desatan en cuanto la gente termina de enumerar las razas y religiones que les gustaría erradicar.
Si los progresistas moderados quieren sobrevivir, lo primero que deben aprender es la necesidad de una narración que apele a las emociones y tenga en su centro algo inspirador para ofrecer. Eso que ofrezcan tendrá que ser esperanza económica: en ningún sitio está escrito que las políticas de expansión fiscal, redistribución, ayuda estatal y salarios altos sean coto privado de la extrema izquierda. Lo que pasa es que en el manual de economía neoliberal eso no es posible. El “miedo al futuro” que muchas investigaciones cualitativas encuentran entre los partidarios de la derecha nacionalista es, en muchos casos, lógico. Si la gente reacciona como si estuviera asustada, deprimida y enfadada es porque el mundo creado por el empleo precario, la vivienda deficiente y la desigualdad creciente es terrible, desmoralizador y desagradable.
“¿Cómo mejorará rápidamente la vida para mí y mi familia?”. Si los moderados no son capaces de responder esa pregunta, no habrá campaña de comunicación capaz de ayudarles. En segundo lugar, los políticos de centro tienen que tomar una decisión estratégica: ponerse del lado de la izquierda y en contra de la derecha. Todas las conversaciones sobre populismo que les lleven lejos de ese resultado son estériles.
Si uno pone las palabras Sajid Javid y fascismo en Google, verá que el ministro de Interior británico ha llamado “grupo neofascista” a Momentum, una organización de la que soy miembro. Pero no encuentro un solo comentario de Javid sobre los actos violentos de Whitehall, donde hasta 10.000 partidarios del activista de extrema derecha Tommy Robinson (entre ellos, auténticos nazis de puño en alto y saludo hitleriano), cercaron y lanzaron botellas a miembros de la policía metropolitana de Londres.
Los políticos moderados tienen que terminar ya con el doble discurso y con la negación. No creo que la crisis del acuerdo democrático en Occidente vaya a amainar, sino que llegará a su punto álgido como una ola y romperá en una serie de crisis nacionales con una coreografía previsible: la CDU pos-Merkel girando hacia la derecha; Jean-Luc Mélenchon y Marine Le Pen peleando la segunda ronda electoral en las próximas presidenciales francesas; un gobierno de Matteo Salvini en toda regla en Italia; un enfrentamiento entre los separatistas catalanes y la élite nostálgica de la Falange en España; Hungría y Polonia profundizando en la demagogia de sus líderes.
En ese panorama, los partidos que el periódico The Guardian ha calificado de “populistas de izquierdas” en su serie 'nuevo populismo' tendrán un papel decisivo como la resistencia. Tienen que aprender a luchar de forma inteligente y no a correr contra las luces del tren que viene en sentido contrario, como hizo Alexis Tsipras en Grecia. Sobre todo, necesitan aprender a armar alianzas, como están haciendo en España Podemos y Barcelona en Comú.
Si las cosas empeoran, todos agradeceremos a la izquierda radical que haya armado una narración para la esperanza. Durante la Batalla del Jarama (1937), entre los hombres que en la “Colina del Suicidio” aguantaron una lluvia de balas para impedir que Franco tomara Madrid, había socialistas británicos, comunistas y antiguos miembros del IRA. Las memorias escritas por los supervivientes tienen en común la esperanza en el futuro, el orgullo de resistir, y la fe en el propio poder. Promover activamente esa convicción es una de nuestras herramientas más potentes para luchar contra la negatividad que emplea la derecha autoritaria para secarnos el alma.
Traducido por Francisco de Zárate