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ANÁLISIS

Los derechos de las mujeres han sufrido un duro revés, pero la historia sigue estando de nuestro lado

6 de julio de 2022 22:36 h

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El día en que el Tribunal Supremo de Estados Unidos anuló la sentencia del caso Roe v. Wade (1973) yo estaba en Edimburgo, y al día siguiente, cogí un tren de vuelta a Londres e hice lo que suelo hacer cuando estoy cerca de la estación de King's Cross. Di un corto paseo hasta el antiguo cementerio de St. Pancras para visitar la lápida de la gran figura feminista Mary Wollstonecraft, autora del primer gran manifiesto feminista, Vindicación de los derechos de la mujer. Estar frente a su tumba ese día fue recordar que el feminismo no es algo que empezara hace poco -Wollstonecraft murió en 1797- y tampoco acabó el 24 de junio.

Las mujeres estadounidenses vieron reconocido su derecho al aborto hace menos de medio siglo, un tiempo corto si se mira desde el monumento a Wollstonecraft. En las últimas décadas, he escuchado con regularidad la opinión de que el feminismo fracasó o no consiguió nada o es agua pasada, lo que parece ignorar lo completamente diferente que es el mundo (o gran parte de él) ahora para las mujeres de lo que era hace ese medio siglo y más. Digo “mundo” porque es importante recordar que el feminismo es un movimiento global y que la sentencia Roe v. Wade y su revocación fueron solo decisiones nacionales.

Muchos países han legalizado el aborto: Irlanda en 2018, Argentina en 2020, México en 2021 y Colombia en 2022. En el último medio siglo, la situación de las mujeres de muchos países ha cambiado tan radicalmente que sería difícil detallar todos los cambios. Basta con decir que la situación de las mujeres ha cambiado para mejor, en general, en este lapso de tiempo. El feminismo es un movimiento de derechos humanos que se esfuerza por cambiar cuestiones que no solo tienen siglos, sino en muchos casos milenios de antigüedad, y el hecho de que esté lejos de haber conseguido lo que se propone y se enfrente a reveses y resistencias no es ni sorprendente ni motivo para detenerse.

Wollstonecraft ni siquiera soñaba con el voto para las mujeres -la mayoría de los hombres del Reino Unido de su época tampoco tenían derecho a voto- ni con muchos otros derechos que ahora consideramos normales, pero no hay que remontarse al siglo XVIII para encontrar una desigualdad radical por razón de género. 

La desigualdad estaba en todas partes, en grandes y pequeñas formas hasta las últimas décadas y culturalmente, aún persiste en los intentos generalizados de controlar y mantener a raya a las mujeres, y en los prejuicios que siguen encontrando sobre su competencia intelectual, su sexualidad y su igualdad.

En qué hemos avanzado

Hace medio siglo era legal en Estados Unidos despedir a las mujeres porque estaban embarazadas. Le ocurrió a la senadora Elizabeth Warren, entonces una joven maestra de escuela. El derecho de acceso a los anticonceptivos -para las parejas casadas- solo fue garantizado por la decisión Griswold de 1965. De hecho, este Tribunal Supremo sin escrúpulos también podría atacar ese derecho. El Tribunal Supremo solo reconoció el derecho de acceso a métodos anticonceptivos en igualdad de condiciones para los no casados en 1972. La Ley de Igualdad de Oportunidades Crediticias de 1974 ilegalizó la discriminación por la que las mujeres solteras tenían problemas para obtener créditos y préstamos, mientras que las mujeres casadas solían necesitar que sus maridos les avalaran.

El matrimonio en la mayor parte del mundo, incluyendo América del Norte y Europa, era, hasta hace muy poco, una relación en la que el marido obtenía el control, por ley y costumbre, sobre el cuerpo de su mujer y sobre casi todo lo que hacía, decía y poseía. De hecho, la violación conyugal no estaba contemplada como posibilidad hasta que el feminismo empezó a hablar de esta cuestión en la década de los 70, y Reino Unido y Estados Unidos no la tipificaron como delito hasta principios de los 90. El jurista inglés del siglo XVII Matthew Hale sostenía que “el marido de una mujer no puede ser acusado de violar a su esposa ya que esta ha dado su consentimiento matrimonial y no puede retractarse”. Es decir, una mujer que ha dado su consentimiento una vez, nunca podrá decir que no, porque ha consentido ser poseída. Por cierto, la actual decisión del Tribunal Supremo que revoca los derechos reproductivos cita repetidamente a Hale, que también es conocido por haber condenado a muerte a dos viudas ancianas por brujería en 1662.

Wollstonecraft, que participó en la Revolución Francesa, escribió: “El derecho divino de los maridos, como el derecho divino de los reyes, debería, o eso es de esperar en esta época ilustrada, ser impugnado sin peligro”. Impugnado, pero apenas superado durante casi dos siglos más. Como control coercitivo y violencia doméstica, los hombres siguen imponiendo su expectativa de dominio y castigando la independencia, mientras los republicanos de derechas pretenden devolver a las mujeres a un estatus inferior ante la ley y la cultura, citando como autoridad ese texto de la antigüedad que es la Biblia.

Este Tribunal Supremo puede perseguir el matrimonio igualitario. Hace tiempo que pienso que la igualdad matrimonial, que se traduce en un acceso igualitario para las parejas del mismo sexo, sería imposible si el matrimonio como institución no se hubiera convertido, gracias al feminismo, en una relación libremente negociada entre iguales. La igualdad entre parejas es una amenaza para la desigualdad inherente al matrimonio patriarcal tradicional, y por eso -junto con la homofobia, por supuesto- son tan hostiles a ella. Y, por supuesto, también es nuevo. Un Tribunal Supremo muy diferente reconoció este derecho en junio de 2015, hace apenas siete años (y Suiza y Chile no lo hicieron hasta 2021).

Pérdida de impunidad

La última década ha sido una montaña rusa de avances y retrocesos, y es difícil hacer balance. Los avances han sido importantes, pero muchos de ellos han sido sutiles. Desde aproximadamente 2012, una nueva era del feminismo abrió conversaciones -en las redes sociales, en los medios de comunicación tradicionales, en la política y en el ámbito privado- sobre la violencia contra las mujeres y las muchas formas de desigualdad y opresión, legales y culturales, obvias y sutiles. El reconocimiento del impacto de la violencia contra las mujeres llegó lejos y produjo resultados reales. El movimiento 'Me Too' ha sido objeto de muchas burlas por considerarse un circo de famosos, pero no fue más que una manifestación de una oleada feminista iniciada cinco años antes, y contribuyó a que se introdujeran cambios en las leyes estatales y federales de Estados Unidos que regulan el acoso y los abusos sexuales, incluido un proyecto de ley que fue aprobado por el Senado en febrero y que el presidente convirtió en ley a principios de marzo.

Las condenas hace unos días del cantante R. Kelly a 30 años de prisión y de Ghislaine Maxwell a 20 son la consecuencia de un cambio en cuanto a quiénes serían escuchados y creídos. Es decir, quiénes serían valorados y cuyos derechos serían defendidos. De la inclusión ante los tribunales de justicia de personas que antes no habían sido escuchadas. Los perpetradores que se habían salido con la suya durante décadas -Larry Nassar, Bill Cosby, Harvey Weinstein, entre otros- perdieron su impunidad, y las consecuencias tardías se abatieron sobre ellos. Pero el destino de un puñado de personas conocidas no es lo más importante, y el castigo no es la forma de rehacer el mundo.

Las conversaciones ahora giran en torno a la violencia y la desigualdad, a la intersección de la raza y el género, al replanteamiento del género más allá de las fronteras binarias más básicas, a cómo podría ser la libertad, el deseo y la igualdad. El mero hecho de mantener esas conversaciones es liberador. Ver a las mujeres más jóvenes ir más allá de lo que mi generación percibía y reclamaba es estimulante. Estas conversaciones nos cambian de maneras que la ley no puede, nos hacen entendernos a nosotros mismos y a los demás de nuevas maneras, reconsideran cuestiones en torno a la raza, el género, la sexualidad y las posibilidades.

Mucho por hacer

Se puede suprimir un derecho por la vía legal, pero no se puede suprimir la creencia en ese derecho tan fácilmente. Las sentencias Dred Scott y Plessy v. Ferguson del Tribunal Supremo en el siglo XIX no convencieron a los negros de que no merecían vivir como ciudadanos libres e iguales, sino que les impidieron hacerlo en términos prácticos. Las mujeres de muchos estados de Estados Unidos han perdido el acceso al aborto, pero no la creencia en el derecho. La ira en respuesta a la decisión del Tribunal es un recordatorio de lo impopular que es, y de lo terriblemente que afectará a la capacidad de las mujeres de ser libres e iguales ante la ley.

La decisión del Supremo supone una pérdida enorme. No nos devuelve exactamente al mundo anterior a Roe v. Wade porque, tanto en términos de mentalidad como prácticos, la sociedad estadounidense es profundamente diferente. Las mujeres tienen mucha más igualdad ante la ley, en el acceso a la educación, al empleo y a las instituciones de poder, y a la representación política. Creemos mucho más en esos derechos y tenemos una visión más sólida de lo que es la igualdad. El hecho de que la situación de las mujeres haya cambiado tan radicalmente con respecto a, por ejemplo, 1962, por no hablar de 1797, es una prueba de que el feminismo está funcionando. Y la horrible decisión del Tribunal Supremo confirma que aún queda mucho trabajo por hacer.

Traducción de Emma Reverter