Cuando Guillermo era pequeño, sus padres lo apodaron “el judío”.
El suyo no era un hogar pacífico: Francisco Gómez, militar de Inteligencia de la Fuerza Aérea, pegaba a menudo a su mujer, Teodora Jofre. “Lo vi amenazarla con un cuchillo, golpearla con la culata de un rifle, tirarla al suelo y gritarle que le iba a pegar un tiro”, relató Guillermo ante un tribunal en Buenos Aires, años más tarde.
Cuando no tenía clases en la escuela, Gómez llevaba a Guillermo a pasar el día con él a la base aérea de la Inteligencia Regional de Buenos Aires (Riba). Los otros militares le regalaban helados o le dejaban jugar con sus armas cargadas.
Con el tiempo, Jofre no soportó más la violencia de su marido y la pareja se separó. Guillermo se quedó a vivir con Jofre y solo veía a Gómez los fines de semana.
El mundo de Guillermo dio un giro total cuando a los 21 años una mujer joven lo fue a buscar al restaurante de comida rápida donde trabajaba en el municipio de San Miguel, en las afueras de Buenos Aires.
“Le dije que estaba ocupado trabajando”, recuerda ahora Guillermo. “Entonces se sentó en una mesa y me escribió una nota”. El papel decía: “Me llamo Eva Mariana Pérez, soy hija de desaparecidos. Estoy buscando a mi hermano. Creo que podés ser vos”.
Según activistas de derechos humanos, la dictadura argentina de 1976-1983 hizo “desaparecer” a 30.000 personas, principalmente jóvenes que se oponían al sangriento régimen. De ellos, entre 200 y 300 fueron víctimas de la unidad de inteligencia Riba, donde Guillermo jugaba de pequeño.
Pero asesinar a una mujer embarazada era un crimen que incluso estos militares argentinos –que en sus discursos grandilocuentes hablaban de sí mismos como “defensores de la civilización occidental y cristiana”– no podían cometer.
En cambio, dejaban a estas mujeres vivas hasta que dieran a luz, después las asesinaban y les entregaban los bebés a familias de militares sin hijos para que los criaran como propios. Era, en un sentido macabro, la victoria final de los militares sobre sus odiados enemigos, a los que se habían prometido aniquilar por completo. Se calcula que unos 500 niños nacieron en estas circunstancias.
Después de leer la nota, Guillermo le dijo a Mariana que él no era el hermano que ella buscaba. Su apellido era Gómez, no Pérez. Además, él sabía quiénes eran sus padres. Pero entonces Mariana le mostró una foto de su padre.
“Fue como ver una foto de mí mismo,” dice Guillermo, sacando su móvil para mostrar un fotomontaje que lleva siempre consigo. En el lado izquierdo, una foto en color de él mismo a los 21 años; en el lado derecho, una foto en blanco y negro de su padre aproximadamente a la misma edad. Parecen gemelos.
Mariana le contó a Guillermo que sus verdaderos padres, Patricia Roisinblit y José Manuel Pérez Rojo, fueron secuestrados por un escuadrón de la muerte en octubre de 1978 y los llevaron a la base de inteligencia Riba.
Patricia, estudiante judía de medicina de 25 años, estaba embarazada de ocho meses de Guillermo.
Su primogénita, Mariana, tenía 15 meses en ese momento. De alguna forma, Patricia logró convencer a sus captores de que liberasen al bebé y lo devolvieran a su familia. Patricia fue asesinada en secreto poco después de dar a luz a Guillermo. De su padre biológico tampoco se supo nunca más nada.
600 ex militares condenados en 10 años
Los crímenes de la dictadura argentina son una profunda herida en la memoria colectiva del país, una herida que cuatro décadas más tarde aún no se puede cerrar.
Sólo en los últimos diez años, más de 600 ex militares han sido condenados por crímenes de lesa humanidad; 1000 todavía están siendo juzgados, mientras que 57 están prófugos, con órdenes de busca y captura internacionales.
El paso del tiempo le ha sumado una urgencia a la búsqueda de justicia en Argentina: muchos testigos y criminales de las atrocidades de la dictadura tienen ya más de 90 años, y 227 sospechosos han muerto antes de tener sentencia firme en la última década.
Este pasado mayo, Guillermo se puso de pie en un silencioso juzgado en Buenos Aires y testificó en el juicio contra Gómez, el hombre al que llamó “papá” durante 21 años, por el asesinato de sus padres.
Entre los acusados en el juicio había varios ex militares de la Fuerza Aérea, incluido el ex jefe de la Fuerza Aérea Omar Graffigna, de 90 años, uno de los miembros de la junta militar que gobernó Argentina.
Y uno de los testigos principales fue la abuela de Guillermo, Rosa Roisinblit, que con sus más de 90 años permaneció en la sala mientras se relataban los horrorosos primeros años de vida de su nieto.
“No tuve una infancia feliz”, le dijo Guillermo a los jueces, con los ojos cerrados y restregándose las manos.
Una de las personas que ha testificado en las últimas semanas es Miriam Lewin, una superviviente del campo de concentración ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), donde murieron 5000 personas durante la dictadura.
A Roisinblit la llevaron a la “sala de maternidad” de la ESMA a dar a luz, y los militares la juntaron con Lewin porque se conocían de antes. Lewin les rogó que no devolvieran a Roisinblit a Riba después del parto.
“Suponíamos que allí la iban a matar,” dijo Lewin en el juicio. Su petición no fue escuchada.
La fortaleza de las abuelas
Pero los militares no contaban con la fortaleza de las abuelas de esos bebés que estaban secuestrando. Estas mujeres se juntaron hace casi cuatro décadas, se autodenominaron Abuelas de Plaza de Mayo, en alusión a la plaza frente a la Casa de Gobierno en Buenos Aires donde iban a manifestarse.
Hasta ahora, han logrado localizar e identificar gracias a exámenes de ADN a 120 de esos nietos secuestrados.
Entre estas valientes mujeres está la madre de Patricia, Rosa Roisinblit. Con la ayuda de su bastón, Rosa se sienta junto a su nieto para una entrevista en el viejo edificio donde están las oficinas de Abuelas. A sus 96 años, pequeña y delgada, parece demasiado débil para soportar el frío invierno de Buenos Aires; mucho más para testificar contra Gómez, como lo hizo hace dos meses, por el asesinato de su hija. Se espera que el juicio continúe al menos hasta octubre.
Con un susurro de voz que de alguna forma transmite la firmeza con que persiguió a Gómez durante décadas, Rosa recuerda cómo la desaparición de Patricia la lanzó a un torbellino de militancia que la terminó convirtiendo en vicepresidenta de Abuelas.
Obstetra de profesión, tiene un solo gran remordimiento: “Ayudé a venir al mundo a muchos bebés, pero no pude estar allí cuando nació mi propio nieto”.
La adaptación de Guillermo a su familia biológica ha sido lenta, pero la calidez que nace entre este nieto y esta abuela es evidente al verlos cogerse de las manos durante la entrevista. “Mi nieto nació ya con 21 años”, dice Rosa. “No es lo mismo que conocerlo desde que nació, que como abuela puedes jugar, llevarlo al parque. Yo no puedo llevarlo a dar una vuelta en carrusel porque ya es un hombre grande”.
Guillermo, ahora con 37 años, empleado del Senado y estudiante de Derecho, recuerda cómo confrontó a Gómez con la verdad. “Al principio me negó todo,” explica, bajando la voz. No fue hasta la cuarta confrontación, mientras iban juntos en el coche, cuando Gómez finalmente se quebró.
“De pronto se puso a llorar y me confesó que soy hijo de desaparecidos. Me dijo que mi madre era judía,” relata Guillermo.
Finalmente todas las piezas encajaban. La violencia. El apodo. Con el tiempo, Guillermo supo que la unidad de Riba donde él jugaba de pequeño era el mismo sitio donde habían sido asesinados sus verdaderos padres. Y que el hombre que él creía que era su padre en realidad había participado en esos asesinatos.
Guillermo suspira con fuerza y continúa. “Me aseguró que a mi madre no le había pasado nada malo mientras estaba embarazada, aunque no me podía decir lo mismo de mi padre. Me dijo que él cuidó a mi madre, que le llevaba comida en secreto los fines de semana. Era demasiada información para mí”.
Guillermo se cambió el apellido de Gómez a Pérez Roisinblit, la combinación de los apellidos de sus padres. Aparte del día en que se vieron en el juzgado, no ha tenido contacto con Gómez durante años, después de que el ex militar los amenazara a él y a su abuela.
La relación con Teodora Jofre es conflictiva. Ella sostiene que no sabía que Guillermo era hijo de desaparecidos. Asegura que le dijeron que era el hijo ilegítimo de otro militar, amigo de su marido.
A pesar de sus 96 años, Rosa dice que no piensa abandonar la lucha por la restitución de todos los nietos robados que busca la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo.
“La fuerza nace del amor por tus hijos”, señala, “si me hubiera quedado en casa llorando por la desaparición de mi hija, ya me habría muerto hace mucho tiempo”.
Traducción de Lucía Balducci