Dentro de los destrozos y el caos del asalto ultra de Brasil: “Apestaba a orina y a cerveza”
En la segunda planta del palacio presidencial de Planalto, el retrato del duque de Caxias, un primer ministro del siglo XIX, tenía pintarrajeado un bigote azul a lo Adolf Hitler. Una obra maestra del legendario pintor modernista brasileño Emiliano Di Cavalcanti, valorada en millones, había recibido siete puñaladas.
Ni siquiera la sala de prensa del palacio escapó a la ira de los miles de radicales de extrema derecha que el domingo por la tarde asaltaron el Planalto, el Congreso de la Nación y el Tribunal Supremo de Brasil. Tras irrumpir en la impresionante estructura curvilínea de Oscar Niemeyer, los extremistas hicieron sus necesidades en la sala de prensa y defecaron en la sala de fotógrafos justo al lado.
“Todo el lugar apestaba a orina y a cerveza”, dice una persona que trabaja en el palacio presidencial sobre el momento en que los empleados públicos volvieron a entrar al edificio y contemplaron las inconcebibles escenas de devastación que siguieron al domingo de furia.
The Guardian recorrió dos de los tres edificios asaltados en Brasilia el lunes por la tarde, 24 horas después del ataque protagonizado por seguidores acérrimos del expresidente Jair Bolsonaro.
El Planalto y el edificio del Congreso de Brasil son dos joyas arquitectónicas en el corazón de Brasilia y forman parte de la audaz visión que en los años 50 tuvieron Oscar Niemeyer y el urbanista Lúcio Costa para un Brasil nuevo y abierto al futuro. Las dos edificaciones parecen haber sufrido un desastre natural, con las ventanas hechas añicos por la turba bolsonarista desesperada por anular el resultado de los comicios de octubre, en los que su líder radical perdió ante su rival de izquierdas, Luiz Inácio Lula da Silva.
Cristales, botellas y balas de goma
“Por favor, no toque las obras de arte”, dicen las placas en el museo del Senado. Los radicales no hicieron ningún caso cuando entraron en la sala de exposiciones y empezaron a destrozar cientos de años de arte e historia política de Brasil. Clavaron un cuchillo en los retratos de dos expresidentes del Senado, Renan Calheiros y José Sarney; y usaron un ejemplar de la Constitución para golpear la parte superior de una vitrina, dejándola ahí con un marco de cristales rotos.
Por fuera del edificio, los amotinados de derecha habían dejado sus propias obras de arte: frases toscamente garabateadas en las que clamaban por un golpe militar pro-Bolsonaro para poner fin a la amenaza comunista que consideran que se ha apoderado de Brasil con la victoria electoral de Lula.
“Escoria”, dice una trabajadora de la limpieza sobre los golpistas, mientras los ingenieros revisan posibles daños estructurales y ella barre los cristales, junto a decenas de limpiadoras, que cubren las alfombras azules y verde lima del Congreso.
Cerca de allí, la entrada a la oficina de Rodrigo Pacheco, el actual presidente del Senado, parece un banco embestido por ladrones: una máquina de rayos X de fabricación china yace de lado, hay trozos de cristal por todo el suelo, cables de Internet cuelgan del techo como lianas y hay dos ordenadores de sobremesa destrozados, con sus placas base desparramándose desde su interior.
En el palacio presidencial se repiten escenas similares de destrucción gratuita y a menudo infantil. Hay adoquines arrancados de la entrada donde hace solo una semana cientos de invitados celebraron la investidura de Lula y la que esperaban que fuera una nueva era progresista de reconciliación y protección medioambiental tras cuatro años de odio y división.
Las trabajadoras de la limpieza vadean las aguas ornamentales que hay bajo la rampa de mármol del palacio con redes para atrapar los restos del caos de la víspera. “Botellas, cristales y balas [de goma]”, dice una de las trabajadoras sobre los objetos recuperados del agua.
Los radicales entraron al santuario de la que debería ser una de las edificaciones más seguras de Brasil, dejando a su paso un extraño rastro de destrucción y furia, así como un montón de preguntas sobre cómo un edificio de tanta relevancia política pudo quedar tan expuesto.
La turba no consiguió acceder a los despachos del presidente Lula, pero saquearon y destrozaron otras salas. Los radicales intentaron prender fuego a un sofá, lanzaron sillas desde las ventanas rotas y usaron un rotulador para trazar líneas retorcidas en el techo del pasillo que ocupan los miembros de la Oficina de Seguridad Institucional, responsable de la seguridad del presidente.
“Es como si se hubiera permitido”
Celso Amorim, uno de los colaboradores más cercanos de Lula, dice que su oficina y la de la primera dama de Brasil, Rosângela Lula da Silva, fueron objeto de actos de vandalismo y que parece que los insurgentes destrozaron su lugar de trabajo con especial ahínco.
Amorim, exministro de Defensa del país, no entiende cómo las fuerzas de seguridad y las agencias de inteligencia no detectaron y detuvieron la amenaza. “Solo hubo resistencia después de consumado el hecho, es como si se hubiera permitido que ocurriera”.
El lunes por la tarde no se permitió a los periodistas entrar en el Tribunal Supremo, el tercer edificio asaltado, donde los forenses de la Policía Federal hacían su trabajo entre escombros buscando huellas dactilares, pistas y quizás hasta trampas explosivas dejadas por los bolsonaristas. Las pintadas blancas en la fachada del tribunal dan testimonio del caos desatado en su interior. “Vine, vencí”, dice una. “Has perdido, gilipollas”, dice otra.
Cuando The Guardian se acercó al edificio, un hombre de la unidad de desactivación de explosivos vestido de negro pidió a los periodistas que se apartaran: a pocos metros de la entrada iban a hacer una explosión controlada de lo que denominó “una granada”. Minutos después, un estruendo ensordecedor recorrió la Plaza de los Tres Poderes, concebida por Costa y Niemeyer como un símbolo de la armonía entre los poderes ejecutivo, judicial y legislativo de Brasil.
“Es desgarrador”, dice un policía militar que custodia el tribunal. Varios de sus compañeros, explica, resultaron heridos en el asalto pro-Bolsonaro. “Esperemos que vengan días mejores”.
Traducción de Francisco de Zárate.
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