El día que me arrestaron era un domingo cualquiera. Me habían pagado –en ese momento trabajaba en el campo, recogiendo uvas– y los niños querían ir a desayunar a Ihop.
Subimos al coche y mi hija mayor, Jennifer, conducía y bromeaba. Todos íbamos riendo porque ella iba haciendo el tonto. Llegamos al restaurante, los niños pequeños pidieron tortitas y Jennifer y yo tortillas francesas. Comimos y volvimos al coche.
Entonces llegaron ellos. No sé dónde estaban escondidos, pero de pronto aparecieron siete oficiales del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE), todos con uniforme. No sé cómo me encontraron, pero pensaban que yo iba conduciendo. Uno de ellos golpeó la ventanilla del conductor y le preguntó a Jennifer: “¿eres Floricel Liborio Ramos?”.
Uno de ellos hablaba español. “Tienes que salir del coche y responder unas preguntas”, dijo. “Disculpa, pero vamos a detenerte y los niños se quedarán aquí. ¿Hay alguien que puede venir a recogerlos?”, añadió.
Tuve que llamar a una amiga que vivía a kilómetros de distancia. Me preguntó si podía esperar a que ella llegara. Después de todo, mis hijos más pequeños tenían sólo 10 y 12 años. El oficial dijo que no, que me iban a detener en ese momento. Ihop siempre está lleno de gente los domingos. Había una fila de gente esperando para comer y todos estaban de pie allí, mirando el espectáculo. Un oficial me dijo que me iban a deportar y que no podría ver a un juez. Grité: “¡Pero tengo toda mi vida aquí! ¡Tengo tres hijos que viven aquí! ¡Ellos son ciudadanos estadounidenses!”
Me esposaron delante de mis hijos y me metieron en el asiento trasero del coche. Miré los rostros de mis hijos. Sólo sentía tristeza. Mantuve contacto visual con ellos hasta que el coche se puso en movimiento. Luego, me quedé sola, sentada atrás. Nadie habló durante el viaje.
Llegué a Estados Unidos desde México en 1998, cuando tenía 18 años. Provengo de una familia muy humilde. Somos cinco hermanos y hermanas de origen indígena. Siempre quise ayudar a mis padres, pero en México nadie me daba trabajo, así que decidí cruzar la frontera. Primero fui a Los Ángeles y luego a San José.
Una vez que llegué allí, tuve mi oportunidad: dos empleos, trabajando seis días a la semana en cada uno de ellos. Trabajaba en McDonald’s, comenzaba el turno a las 5 de la mañana y me iba a las 2 de la tarde. Después entraba a trabajar en una taquería desde las 5 de la tarde hasta las 12 de la noche. Era muy agotador y estresante. Tenía que trabajar muy rápido y uno de mis trabajos era lavar platos, así que llegaba a casa con la ropa húmeda y sucia, pero me quedaba dormida sentada en el sofá. Cuando recibía el cheque con el pago me ponía muy contenta porque al menos sabía que mis padres tendrían algo para comer.
Allí conocí al padre de mis hijos. Él trabajaba en la taquería y también era un inmigrante mexicano indocumentado. Yo salía muy tarde del trabajo y él me llevaba a casa en coche. Comenzamos a vernos y luego la amistad se transformó en una relación.
A él lo deportaron en 2012. Un día salió del trabajo y no regresó a casa. Los niños siguen hablando con él, pero ya no forma parte de nuestras vidas.
Un lunes en el centro de detención, un oficial pasó gritando varios nombres. Nombraron a nueve de nosotros. Nos dijeron que nos teníamos que levantar a las 3 de la mañana porque nos iban a trasladar. El miedo se apoderó de mí, ya que normalmente cuando se llevaban gente a esa hora era para deportarlos. Nos dijeron que no, que sólo nos iban a trasladar porque el centro estaba demasiado lleno.
Nos llevaron a Gilroy y nos metieron en una pequeña furgoneta para trasladarnos al otro centro. Hacía mucho calor fuera, más de 37 grados, y éramos muchos en la furgoneta. Íbamos apretados, con grilletes en los tobillos, la cintura y las muñecas. No había aire acondicionado y dentro de la furgoneta hacía más calor que fuera. Era como estar dentro de un horno. Estaba todo muy oscuro. Sentí que me ahogaba.
Entonces comenzó el caos. Una señora mayor que tenía diabetes comenzó a marearse y a vomitar. Otra señora era claustrofóbica y comenzó a gritar y a querer arrancarse la ropa. No habíamos comido nada y no nos dieron agua. Lo único que necesitábamos era un poco de agua, pero estábamos encadenados, con la ropa empapada de sudor, gritando y golpeando el vidrio delantero diciendo ¡No podemos respirar!
Entonces una mujer se desmayó. No sabíamos si estaba viva o muerta. Comenzamos a gritarle al conductor: ¡Por favor! ¡Detente! ¡Hay una mujer inconsciente!
Yo ya no podía respirar. Pensaba que ya no volvería a ver a mis hijos, pero el conductor no detuvo la furgoneta, sólo nos dijo que nos calláramos. Siguió conduciendo y escribiendo en su teléfono. Creo que no murió nadie de milagro.
A veces pensaba que ésa sería mi última noche en la celda. Me preparaba mentalmente, iba a ver al juez, optimista de que algo sucedería. Pero no sucedía nada y me iba sintiéndome peor, porque no tenía una respuesta concreta.
Lo peor era no poder ver a mis hijos cuando me necesitaban. Sus cumpleaños, Acción de Gracias, Navidad. Esos días sólo lloraba. Yo trabajaba limpiando los lavabos por un dólar al día. Nadie quería hacer ese trabajo. Pero con ese dólar podía llamar por teléfono a mis hijos. Cada minuto costaba 10 céntimos. Cuando les llamaba, sentía la necesidad de hablar mucho rato, pero no podía permitírmelo.
Me preguntaban: “¿Cuándo regresarás a casa? Hace mucho que estamos solos, ¿Qué sucede?”. Yo evadía las preguntas, les decía que fueran buenos niños y que no se metieran en problemas. Daisy, mi hija menor, lloraba. Se me rompía el corazón. Entonces la comunicación se cortaba y tenía que pedir dinero prestado para volver a llamar porque no podía dejar la conversación así.
Cuando estás detenido, no ves la luz del día. Estás atrapado en un proceso. Cuando nos llevaban a una audiencia frente a un tribunal, íbamos encadenados por las manos, la cintura y los tobillos. En realidad, nos llevaban a una habitación diferente dentro del mismo centro de detención y nos comunicábamos con el juez por vídeoconferencia. Pero estábamos atados todo el tiempo.
Nunca me ofrecieron un intérprete para las audiencias judiciales, así que me esforzaba por entender lo que la jueza me decía mirándola a la cara. Yo veía cómo era la jueza cuando hablaba con otras personas: era mucho más paciente con unos que con otros. Conmigo, su lenguaje corporal y su comportamiento eran muy duros. Veía sus reacciones en su rostro y me daba mucho miedo.
Según ellos, yo era una madre soltera que había comenzado a beber alcohol. Antes nunca había bebido ni una gota, pero tenía problemas para dormir por la ansiedad y después del turno largo de trabajo, uno de mis compañeros de trabajo me ofreció una cerveza. Comencé a beber para poder dormir y una vez me detuvieron por conducir habiendo bebido.
Yo sé que cometí errores, pero fui a clases de orientación para padres y entré a un programa de rehabilitación. Ya no bebía. Pero en el tribunal me decían que no tenía derecho a ser libre porque representaba un peligro para la sociedad. Me decían: imagina qué sucedería si te liberamos y acabas asesinando a alguien.
Mis pensamientos se volvieron más oscuros. Pensaba: ¿Seré realmente un peligro para la sociedad?
Durante el tiempo que estuve allí, nunca pude dormir la noche entera. Cuando hacía calor por la noche, los guardias apagaban el aire acondicionado. Los colchones eran plásticos y se calentaban mucho. Así que limpiábamos el suelo con toallas sanitarias y dormíamos en el suelo porque era de hormigón y estaba más fresco. Yo sentía que me ahogaba.
Tenía muchas pesadillas de que les pasaría algo a mis hijos. Me despertaba a las 3 de la mañana con la cabeza que me estallaba por la ansiedad. Cerraba los ojos e intentaba dormirme, pero entonces volvían las pesadillas. A veces soñaba que me liberaban y luego cuando abría los ojos veía la pared y me daba cuenta de que seguía detenida.
Nos permitían tener lápiz y papel, así que comencé a escribir un diario. Escribir mis experiencias y mis sentimientos me ayudaba. Pero el trauma no se va a ir nunca. Algún día, cuando esté preparada, quisiera sentarme con una taza de café y leer aquel diario. Pero todavía no puedo hacerlo.
Un día, tras 11 meses en el centro de detención, me pusieron los grilletes, me metieron en una furgoneta y me llevaron a otro centro de detención en San Francisco. Me metieron en una habitación y me dieron documentos para que los firmara. “Te van a liberar”, me dijeron. “¿A quién vas a llamar? ¿Tu abogado lo sabe?”.
Sentí miedo. Pensé: Si contesto mal las preguntas, me volverán a encerrar. No les creía. Pero entonces me quitaron los grilletes y me sacaron por un porticón enorme. Me empujaron fuera, cerraron el porticón y me dejaron allí sola en la calle.
Vi pasar a un mexicano caminando despacio. Se le veía muy feliz, disfrutando de su libertad. Yo pensaba: ¿Alguien sabe lo que me sucedió a mí?
Entonces vi a mi abogada, que venía caminando por la calle. Pude abrazarla sin que nadie me gritara ¡Sin tocarse! Pude caminar sin los grilletes y entonces comencé a creer que era verdad.
Ahora mi único objetivo es estar con mis hijos, mantenerlos, ayudarlos a que vayan a la escuela. Estuve encerrada mucho tiempo y por ahora soy libre, pero mis hijos pasaron momentos muy difíciles. Mi hija menor llora mucho, quiere que duerma en su cama con ella porque tiene miedo de despertarse y que yo no esté allí. Yo siento alivio, pero sigo sintiéndome una prisionera: no tengo documentación, no puedo trabajar, no puedo conducir, y no tengo a nadie con quien hablar. Si me asusto o siento algo extraño, escribo a mi abogada.
El proceso es difícil, pero lo peor es la incertidumbre. No saber. Cuando estás detenido, eres de ellos. Tú eres impotente. Se apoderan de ti. Y es entonces cuando llega la incertidumbre. No sabes si estarás allí durante semanas, meses o años, si así lo deciden. Se vuelve difícil diferenciar la realidad de la ficción. Te cambia el estado mental. Es como si estuvieras muerto, pero en realidad estás vivo.
Es como cuando metes carne en el congelador. Estás detenido en el tiempo.
Floricel Liborio Ramos es una de los 50.000–70.000 inmigrantes indocumentados a los que el Gobierno de Estados Unidos les negó la libertad condicional. Un tribunal de distrito le otorgó la libertad condicional en marzo de 2018 tras 11 meses de detención. Al momento de publicarse este artículo, todavía espera un fallo sobre su caso de deportación.
Tal y como fue relatado a Bobbie Johnson. Este artículo se publicó en primer lugar en Anxy: the boundaries issue. La revists Anxy explota narrativas personales y salud mental a través de un enfoque artístico y creativo.
Traducido por Lucía Balducci