Hace dos años Pisey Eng, de 33 años, dejó a su suegra cuidando de su hijo pequeño y se fue a Japón a trabajar. Le habían dicho que recibiría un sueldo de 120.000 yenes (980 euros), muy por encima de lo que podía esperar en su Camboya natal, y conocimientos que después le serían útiles en su país.
Pero cuando Eng llegó a Japón se encontró con otra realidad: tenía que pasar largas horas de trabajo planchando y empaquetando ropa en una fábrica y el sueldo apenas era la mitad del dinero prometido. Meses después de huir desesperada de su lugar de trabajo, Eng está hoy sin empleo, sin techo y sin dinero para un billete de regreso a casa.
“Comenzaba a trabajar a las 8.30 de la mañana y a veces seguía trabajando hasta la una, dos o o tres de la madrugada”, recuerda Eng, que formó parte de un programa de prácticas especializadas del Gobierno japonés lanzado en 1993 para que jóvenes de países en desarrollo se formen trabajando. “No tenía vacaciones, me enfermé y perdí el apetito”.
En los próximos cinco años está previsto que lleguen a Japón muchos operarios extranjeros y hay temores de que aumenten considerablemente los casos de explotación como el sufrido por Eng. En una medida que ha sido vista como el fin del legendario rechazo japonés al aumento de los flujos migratorios, el Parlamento aprobó en diciembre una ley que abrirá las puertas a unos 345.000 trabajadores extranjeros.
Debido a la baja tasa de natalidad y al rápido envejecimiento de la sociedad, la tercera economía del mundo se está enfrentando su mayor escasez de mano de obra en décadas. Con el desempleo en el nivel más bajo desde principios de los noventa, la disponibilidad de empleo alcanzó en 2018 su máximo en 44 años: 150 puestos de trabajo abiertos por cada 100 demandantes de empleo.
Los actuales operarios extranjeros ya están cobrando salarios por debajo de lo estipulado y trabajan más horas de lo acordado. Los críticos de la nueva legislación creen que el gobierno no ha hecho lo suficiente para impedir que los empleadores se aprovechen de la ley para asegurarse un suministro de mano de obra barata.
Según Shoichi Ibusuki, un abogado que defiende a trabajadores extranjeros maltratados, “existe el riesgo de que se produzcan los mismos abusos con la nueva admisión [de trabajadores extranjeros] a partir del próximo año, por lo que debe reconocerse que el programa existente ha sido un fracaso: Es de vital importancia erradicar las violaciones a los Derechos Humanos”.
Según una investigación del Ministerio de Trabajo, en torno al 70% de las 6.000 empresas del programa (que contrataron a un total de 260.000 aprendices especializados) infringió la regulación laboral con horas extraordinarias ilegales y sin remunerar.
Más de 7.000 trabajadores en prácticas huyeron de sus lugares de trabajo el año pasado. En su mayoría, lo hicieron por los bajos salarios y las largas jornadas. Muchos, también por el maltrato físico. En algunos casos, las trabajadoras en prácticas que quedaban embarazadas se veían forzadas a elegir entre abortar o abandonar el empleo, según el periódico Asahi Shimbun.
Suicidios y accidentes laborales
Poco después de que el Parlamento aprobara el cambio en las leyes migratorias, el Ministerio de Justicia comunicó que entre 2010 y 2017 murieron 174 trabajadores en prácticas, en su mayoría personas de entre 20 y 30 años de edad de China, Indonesia y Vietnam. Trece se suicidaron pero la mayoría murió en accidentes laborales y hubo quien sufrió ataques cardíacos y derrames cerebrales, dos casos típicos de karoshi (muerte por exceso de trabajo).
El Gobierno de Japón aprobó en diciembre un paquete de medidas con el que espera evitar los abusos que se cometen contra los extranjeros en prácticas. Se comprometió a ofrecer condiciones laborales “adecuadas” a los nuevos trabajadores, incluyendo un salario y un horario justo. También anunció que cooperaría con otros países para evitar que haya intermediarios cobrándole a los trabajadores antes de su llegada a Japón.
Eng cobraba entre 300 yenes y 500 yenes por hora extra trabajada (entre 2,45 y 4,09 euros), mucho menos que el salario mínimo de 800 yenes por hora (6,53 euros) que se cobra en Gifu, la prefectura japonesa donde estaba su lugar de trabajo. “No podía tomar vacaciones, ni siquiera cuando mis compañeros de trabajo japoneses las tomaban”, dice.
Su difícil situación se vio agravada por los 3.500 euros que debe a la empresa camboyana que la colocó en Japón y por las declaraciones de su ex empleador japonés, que aseguró a los inspectores laborales de Japón que la denuncia de Eng de malas condiciones de trabajo era mentira.
Según Ibusuki, antes de poner un pie en Japón muchos aprendices ya tienen una deuda enorme con los intermediarios en sus países de origen. “Una vez aquí, se resisten a hablar y siguen trabajando en condiciones ilegales porque saben que tienen que devolver la suma original”, dice.
Eng vive ahora en un refugio junto a otras 15 personas de otros países que vinieron a Japón con el programa de prácticas. Está contando los días que le faltan para reunirse con su hijo de ocho años en Camboya. “Me siento muy triste, porque no tengo trabajo ni dinero, y todo por los problemas que tuve con mi jefe”, dice. “Ahora sólo quiero ir a casa y cuidar de mi hijo”.
Traducido por Francisco de Zárate