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Análisis

Por qué el doble rasero de Estados Unidos con Israel y Rusia es un juego peligroso

El presidente Joe Biden (dcha.) y el ucraniano, Volodimyr Zelensky, en una comparecencia en la Casa Blanca.

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Richard Haass, un prestigioso analista global, escribió en una ocasión: “La coherencia en política exterior es un lujo que los responsables políticos no siempre pueden permitirse”. Sin embargo, de la misma manera, la hipocresía flagrante de un país puede tener un coste muy alto, en términos de pérdida de credibilidad, prestigio mundial dañado y autoestima mermada.

Por ello, la decisión del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, de apoyar la actuación de Israel en Gaza tan poco tiempo después de haber condenado, en un contexto diferente, la actuación de Rusia en Ucrania, no es sólo una ocasión para que se lamenten progresistas y juristas. De hecho, ya está teniendo un impacto real en las relaciones entre el Norte y el Sur, y entre el Este y el Oeste, con consecuencias que podrían extenderse durante décadas.

El Gobierno de Biden, reacio a cambiar de rumbo, puede alegar que los paralelismos entre Gaza y Ucrania distan mucho de ser exactos, pero al mismo tiempo es consciente de que está perdiendo gradualmente apoyo diplomático. Cuando con EEUU e Israel sólo votan en la Asamblea General de la ONU otros ocho países, entre ellos Micronesia y Nauru –como ocurrió cuando rechazaron una resolución de alto el fuego para Gaza este diciembre–, es más difícil argumentar que EEUU sigue siendo el país imprescindible, una frase de la exsecretaria de Estado Madeleine Albright a la que Biden hace referencia con frecuencia.

En cambio, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, tras un periodo de aislamiento global, “siente que en este momento todo tiende a su favor”, dice Fiona Hill, exfuncionaria del Departamento de Estado estadounidense especializada en Rusia.

En un contexto en el que muchos países emergentes ven de todos modos con escepticismo el “orden internacional basado en normas”, el argumentario de Sergéi Lavrov, el veterano ministro de Exteriores ruso, se escribe solo. En su intervención en el Foro de Doha a mediados de diciembre, Lavrov se quejó: “Nunca se han fijado las reglas del juego, ni siquiera fueron anunciadas por nadie a nadie, pero se aplican en función de lo que Occidente necesita exactamente en un momento concreto de la historia moderna”.

El discurso de Biden de octubre en el que vinculó Ucrania e Israel en su esfuerzo por convencer al Congreso para que liberara fondos para Kiev “puede haber sido una buena política en el Congreso, pero quizá no es una buena política global”, opina Hill. La víctima en todo esto, teme, será el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. Le va a “costar mucho navegar estas aguas”.

Una rebelión contra Occidente

Es probable que la actitud arbitraria de Washington, tal y como se percibe en gran parte del Sur Global, provoque un ajuste de cuentas más amplio. En el pasado, Palestina ha sido tratada a menudo como un caso histórico especial en la política mundial y como una reserva aceptada de EEUU. Pero ahora, según el especialista israelí Daniel Levy, la cuestión se ha precipitado “al corazón de lo que algunos han llamado la policrisis”.

“Un ejercicio monopolístico por parte de EEUU [en relación con el destino de Gaza] no está en sintonía con el mundo en el que vivimos y con la geopolítica contemporánea. En este sentido, ha ocurrido algo importante e interesante, y quizá incluso una fuente de esperanza, y es que hemos visto que para gran parte del llamado Sur Global y en muchas ciudades de Occidente, Palestina ocupa ahora este tipo de espacio simbólico. Es una especie de avatar de una rebelión contra la hipocresía occidental, contra este orden global inaceptable y contra el orden poscolonial”, dice Levy.

En un contexto en el que las instituciones multilaterales luchan contra lo que António Guterres, secretario general de la ONU, denomina “las fuerzas de la fragmentación”, la forma en la que EEUU gestiona la guerra en Gaza es importante, no sólo para Gaza, sino para el multilateralismo.

Si la defensa de Israel por parte de Washington sigue saliendo mal, hay dos resultados posibles: aumentará la tendencia a cambiar las alianzas transaccionales no ideológicas y crecerán asociaciones de conveniencia. Otra posibilidad es que EEUU se podría ver enfrentado a bloques alternativos más grandes y asertivos, ya sea un BRICS ampliado, liderado este año por Putin, u otras alianzas lideradas por China.

Hace seis meses todo parecía muy distinto. Después de un período de 'westlessness' [juego de palabras entre Occidente e intranquilidad] –código para la división y el malestar alimentados por la presidencia de Donald Trump–, en 2022 Occidente se redescubrió a sí mismo y se enorgulleció de haber respondido a la invasión de Ucrania por parte de Putin con una solidaridad sin precedentes. Sin miedo a la guerra ni a perder las fuentes de energía rusas.

El Ejército de Rusia no solo había sido repelido a las puertas de Kiev, sino que quedó expuesto como una fuerza que había fracasado desde el punto de vista moral, culpable de actos atroces de barbarie en Bucha y otros lugares. Como dijo Ursula von der Leyen, Presidenta de la Comisión Europea, Ucrania se había convertido en el corazón palpitante de los valores europeos actuales.

El orden liberal, hecho jirones por Irak y derrotado en Afganistán, había revivido. Un total de 140 países condenaron en la Asamblea General de la ONU la invasión rusa. Los aliados de Moscú guardaron silencio.

Biden organizó cumbres sobre democracia y lanzó planes de infraestructuras para los pobres del mundo que rivalizaban con los de China. Se dijo que Biden se dirigía al Sur Global como parte de una tradición democrática distinta que se remontaba al antiimperialismo de Franklin D. Roosevelt, la defensa de Truman de la Carta de la ONU (firmada en 1945) y los esfuerzos de Kennedy por estrechar lazos con los gobiernos no alineados.

Sin embargo, incluso entonces, junto a esta autocomplacencia surgió la persistente pregunta de por qué muchos de los socios naturales de Occidente no veían igual la cuestión de Ucrania. Por ejemplo, en la Asamblea General de la ONU, cuando se les pidió que hicieran algo concreto para apoyar a Ucrania, como imponer sanciones, la cifra de países que apoyaban a Kiev se redujo a cerca de 90. Algunos líderes se limitaron a encogerse de hombros con indiferencia. Paul Kagame, el presidente de Ruanda, dijo: “Es posible que en mi caso no tenga que tomar partido por ninguno de los dos bandos, ya que no tengo nada que aportar a este debate. Está en manos de otros países, no me concierne”.

Evidentemente, amplios sectores del mundo no veían en Ucrania una lucha antiimperialista global, sino un conflicto regional dentro de Europa que sólo les ocasionaba un aumento de los precios de los alimentos. “Creímos que la invasión de territorio soberano y las gravísimas violaciones de las leyes internacionales cometidas por el Ejército ruso pondrían automáticamente a los países de nuestro lado. Subestimamos lo fuerte que era la influencia rusa en el continente africano”, dice Alexander Khara, especialista en relaciones internacionales del Center for Defense Strategies, un think tank con base en Kiev.

De hecho, como explicó Hill en la conferencia Lennart Meri, celebrada en Tallin (Estonia) el pasado mes de mayo, Putin aprovechó hábilmente un pozo preexistente de resentimiento con una Pax Americana moribunda. “Se trata de una rebelión contra lo que consideran el Occidente colectivo que domina el discurso internacional y que endosa sus problemas a todos los demás, mientras deja de lado sus prioridades en materia de compensación por la crisis climática, de desarrollo económico y de alivio de la deuda. El resto se siente constantemente marginado en los asuntos mundiales”.

El ministro de Asuntos Exteriores de la India, S. Jaishankar, lo ha expresado de forma sucinta: “Europa tiene que abandonar la mentalidad de que los problemas de Europa son los problemas del mundo, pero los problemas del mundo no son los problemas de Europa”.

Gaza vs. Mariúpol

Ahora, con Gaza, el sentimiento antiestadounidense latente ha recibido un impulso. Por supuesto, el Gobierno de Biden rechaza que exista paralelismo legal o moral alguno entre el comportamiento ruso y el israelí, y afirma que el verdadero paralelismo está entre los crímenes de guerra de Hamás y del Ejército ruso.

La invasión y destrucción de ciudades ucranianas por parte de Putin no fue un acto de legítima defensa. No fue una respuesta enfurecida a un atropello concreto en el que las fuerzas ucranianas habían cruzado a Rusia y masacrado a jóvenes rusos que estaban en una fiesta. Fue una afirmación rusa del imperio y de su esfera de influencia. Pero una vez que los edificios bombardeados de Gaza se yuxtaponen en las redes sociales a los de Mariúpol, la cosa se complica. Entra en juego la cuestión de la proporcionalidad. La respuesta israelí se parece más a la venganza estadounidense tras el 11-S, contra la que Biden había aconsejado específicamente al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu.

Sin embargo, en general, Occidente guardó silencio sobre Gaza cuando comenzó el asalto israelí. Josep Borrell, responsable de Asuntos Exteriores de la UE, fue uno de los que se desmarcó: “Creo que privar a una población civil de los servicios básicos –agua, comida, medicinas, todo– es algo que parece ir en contra del derecho internacional”. En cambio, los representantes británicos en la ONU, en no menos de 11 debates del Consejo de Seguridad, instaron a Israel a cumplir el Derecho Internacional Humanitario, pero nunca afirmaron que el país lo había incumplido.

Presionados durante semanas para que dijeran si la pérdida de 18.000 (ahora más de 22.000) vidas, en su mayoría civiles, podía constituir una violación del Derecho Internacional, los dirigentes occidentales sólo hablaron en condicional, añadiendo que no podían emitir un juicio ya que se trataba de una cuestión que correspondía a los tribunales. “No nos veremos arrastrados a un papel de juez y jurado en medio de todo esto”, ha declarado recientemente Jake Sullivan, asesor de Seguridad Nacional estadounidense.

Contrasta con las palabras de John Kerry, secretario de Estado estadounidense, en 2016 sobre el papel ruso en la destrucción de la ciudad de Alepo, durante la guerra en Siria. “Es inapropiado bombardear de la forma en que lo están haciendo. Va completamente en contra de las leyes de la guerra, va en contra de la decencia, va en contra de cualquier moralidad común y el coste es enorme”. O Biden en Polonia en el primer aniversario de la invasión rusa de Ucrania: “Han cometido actos depravados, crímenes contra la humanidad, sin vergüenza ni reparo. Han atacado a civiles con muerte y destrucción. Utilizado la violación como arma de guerra. Han robado niños ucranianos en un intento de robar el futuro de Ucrania. Han bombardeado estaciones de tren, maternidades, escuelas y orfanatos”.

No se trataba sólo de retórica presidencial. En marzo de 2022, el Departamento de Estado declaró formalmente que, sobre la base de la información entonces disponible, el Gobierno de EEUU consideraba que miembros de las fuerzas rusas habían cometido crímenes de guerra en Ucrania. “Nuestra evaluación se basa en una cuidadosa revisión de la información disponible de fuentes públicas y de inteligencia”, dijo ese Departamento.

En un discurso ante la Conferencia de Seguridad de Múnich, en febrero de 2023, Kamala Harris, vicepresidenta de Estados Unidos, repitió que Estados Unidos había determinado formalmente que Rusia había perpetrado crímenes contra la humanidad. “Buscaremos que se haga justicia por los crímenes de guerra y contra la humanidad que siguen cometiendo los rusos”, afirmó. No hay mucho equívoco ni deferencia hacia la autoridad judicial.

Además, la guerra en Ucrania propició el fin de una situación de bloqueo en el Senado estadounidense en relación con los crímenes de guerra y su ambivalencia respecto a la Corte Penal Internacional, del que EEUU no forma parte. En pocas semanas, el Senado, a instancias del republicano Lindsey Graham, aprobó por unanimidad una resolución que impulsaba medidas de rendición de cuentas, tanto a escala internacional, a través de la Corte Penal Internacional, como bilateral.

La resolución, en la que se afirmaba que “Estados Unidos era un faro para los valores de la libertad, la democracia y los derechos humanos”, dio lugar a la Ley (estadounidense) de Justicia para las Víctimas de Crímenes de Guerra, patrocinada en última instancia por una coalición bipartidista.

La ley amplió drásticamente el ámbito de las personas que podían ser procesadas en virtud de la Ley de Crímenes de Guerra. Anteriormente, el Departamento de Justicia de EEUU podía procesar crímenes de guerra dondequiera que se produjeran, pero sólo si el autor o la víctima del crimen de guerra era ciudadano estadounidense, residente legal permanente o militar estadounidenses. La ley modificada permite procesar a cualquier persona presente en el país, independientemente de la nacionalidad del autor o de la víctima.

Al mismo tiempo, EEUU, como miembro del Grupo Asesor sobre Crímenes de Atrocidad para Ucrania, comenzó a proporcionar a la CPI sus pruebas de crímenes de guerra, desplegando un equipo de investigadores y fiscales para ayudar al fiscal ucraniano, el general Andriy Kostin, “a documentar, preservar y preparar los casos de crímenes de guerra”. Resulta difícil imaginar un cambio de actitud más radical por parte del Congreso.

En cambio, tras dos meses de destrucción en Gaza, el Departamento de Estado estadounidense ha declarado que no ve la necesidad de iniciar ningún examen interno formal sobre si Israel ha cometido crímenes de guerra, a pesar de que las armas que ha estado utilizando fueron suministradas por EEUU y de que, según algunos recuentos, murieron más civiles en Gaza en dos meses que en Ucrania en más de dos años. Ni siquiera la noticia de que se habían utilizado bombas no guiadas en casi la mitad de los ataques israelíes o el hecho de que el propio presidente dijera que temía que los bombardeos fueran indiscriminados han servido para que el Departamento de Estado inicie una investigación formal sobre las violaciones del Derecho Humanitario.

Un orden mundial sin normas

Un rápido recorrido por el mundo revela el impacto que esto ha tenido. Estados Unidos, lo quiera o no, corre el riesgo de convertirse en sinónimo de doble rasero.

Udo Jude Ilo, director ejecutivo de Civilians in Conflict, de origen nigeriano, es sólo una de las innumerables figuras africanas que ha lanzado una advertencia. “Ahora nos encontramos en una situación en la que la identidad del agresor o la identidad de la víctima determina cómo responde el mundo, y no se puede mantener un marco internacional de protección si se ofrece a la carta”. El resultado, dice, es que se vacía de contenido el respeto por el Derecho Internacional Humanitario.

Por su parte, Mandla Mandela, nieto de Nelson Mandela, ha afirmado: “A los funcionarios estadounidenses se les pregunta por el uso desproporcionado de la fuerza por parte del Ejército israelí en Gaza y la respuesta es: 'No vamos a hablar de ataques concretos'. ¿Pero no se trata de una cuestión de principios, a la luz de las últimas semanas y de las pasadas guerras en Gaza?”.

Si nos ceñimos al plano oficial, el ministro de Exteriores egipcio, Sameh Shoukry, ha declarado: “El Sur Global está observando muy atentamente la evolución de este conflicto y está estableciendo paralelismos: Creo que está perdiendo la confianza en la viabilidad de los valores que ha proyectado el Norte Global. Es una situación muy peligrosa porque puede provocar el desmoronamiento del orden mundial”.

Luiz Inácio Lula da Silva, presidente de Brasil y presidente este año del G20, declaró en una cumbre de la Voz del Sur Global celebrada en noviembre de este año que era necesario “restaurar la primacía del Derecho Internacional, incluido el Derecho Humanitario, que se aplica a todos por igual, sin dobles raseros ni medidas unilaterales”.

El primer ministro de Malasia, Anwar Ibrahim, expreso político, ha denunciado repetidamente la invasión de Putin. “Se nos ha pedido que condenemos la agresión en Ucrania, pero algunos permanecen mudos ante las atrocidades infligidas a los palestinos. No les preocupa su sentido de la justicia y la compasión”, se quejó en la reunión de líderes de Asia-Pacífico organizada por Biden en San Francisco el pasado noviembre. La Administración de Biden, con su singular relación con Israel y su cultura política insular, a veces ha parecido que no escucha a la comunidad internacional.

“Nómbrame otro país, cualquier país, que esté haciendo tanto como EEUU para aliviar el dolor y el sufrimiento de la población de Gaza”, ha declarado John Kirby, coordinador de comunicaciones estratégicas del Consejo de Seguridad Nacional. “No se puede. Simplemente no se puede. EEUU está liderando los esfuerzos para hacer llegar camiones, alimentos, agua, medicinas y combustible a la población de Gaza... y nombrar otro país que esté haciendo más para instar a sus homólogos israelíes, a nuestros homólogos israelíes, a ser todo lo prudentes y cuidadosos que puedan en las operaciones militares que llevan a cabo. No se puede”.

O, por ejemplo, el embajador adjunto ante la ONU, Robert Wood, mirando despreocupadamente su iPhone mientras el embajador palestino hacía un apasionado llamamiento a la supervivencia palestina. O Biden, un minuto defendiendo a Israel y al siguiente admitiendo de repente que se estaban produciendo bombardeos indiscriminados. Son errores involuntarios que resuenan en todo el mundo y en los canales árabes por satélite en cuestión de segundos.

Julien Barnes-Dacey, del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, sostiene que, en última instancia, el daño a la posición de EEUU no se sentirá más en el Sur Global, sino en el propio Occidente. En su opinión, puede que “ese golpe lo sientan más los europeos que el Sur Global. La respuesta de Occidente a lo que está ocurriendo en Gaza, y nuestra incapacidad para denunciar a Israel, no ha despertado de repente al Sur Global frente a la doble moral, pero les ha vuelto a confirmar lo que creen que es Occidente.

“Si eres ciudadano de Oriente Próximo o de África llevas tiempo experimentando un doble rasero, ya sea a través de los acuerdos migratorios europeos o de los pactos con gobiernos autoritarios. Pero este conflicto está obligando a Europa a un grado de autocrítica sin precedentes que está creando un profundo malestar entre muchos de los aquí presentes”.

Lo mismo ocurre en la política de izquierdas estadounidense, ya que, según el Centro Pew, el 45% de los demócratas piensa que Israel está yendo demasiado lejos, militarmente, mientras que sólo el 18% cree que está adoptando el enfoque correcto. Matthew Duss, ex asesor de política exterior del senador Bernie Sanders, ha afirmado: “Si simplemente decimos que esas reglas pueden ser ignoradas por países que nos gustan, o países con los que tenemos una relación especial, en realidad no estamos creando un orden basado en reglas en absoluto. Estamos creando un orden en el que la fuerza da la razón”.

¿Y ahora qué pasará?

Putin cree tener la respuesta. Recientemente dijo a un grupo de diplomáticos recién nombrados: “El mundo está experimentando una transformación crucial. El cambio subyacente es que el antiguo sistema mundial unipolar está siendo sustituido por un nuevo orden mundial multipolar más justo. Creo que esto ya es evidente para todos. Naturalmente, un proceso tan fundamental no será fácil, pero es objetivo y -como quiero subrayar- irreversible”.

Al intentar dominar la diplomacia en torno a Israel y excluir a otros países, Biden demostró que no entendía el mundo que se estaba forjando, argumentó. Putin confía en que todo lo que tiene que hacer es promover el levantamiento de algunas sanciones y esperar al 5 de noviembre de 2024 -día de las elecciones presidenciales en EEUU-, fecha en la que Donald Trump podría ser reelegido. Se cree que la promesa de Trump de “poner fin a la guerra en 24 horas” exige una pérdida significativa de territorio ucraniano en favor de Rusia.

Biden parece ser consciente en ocasiones de que, para demostrar que Putin está equivocado y para protegerse a sí mismo, necesita que la guerra de Gaza termine, lo que exige poner fin a su contraproducente apoyo incondicional a Netanyahu. Los Estados árabes, por mucho que les disguste Hamás y el islam político, quieren que el conflicto termine, al igual que gran parte de la sociedad civil ucraniana, para la que Gaza ha sido una triple tragedia: ha desviado la atención mundial, ha desacreditado el concepto de orden basado en normas y ha dividido a Occidente, debilitando a Biden y a la UE.

Es comprensible que Zelenski adoptara la postura inequívocamente proisraelí que adoptó, pero Timothy Kaldas, director adjunto del Instituto Tahrir para la Política de Oriente Medio, afirma: “Si defiendes un orden internacional basado en normas, si quieres oponerte a que los países tomen territorio con el uso de la fuerza, entonces Ucrania no debería verse alineada con los israelíes”. Para otros, como Borrell, lo preocupante es que se aceleren las tendencias preexistentes hacia un mundo más multipolar, pero menos multilateral.

Sólo los libros de memorias revelarán hasta qué punto los altos cargos del gobierno de Biden temían, en tiempo real, la magnitud del daño acumulativo a la reputación que estaba sufriendo no sólo Biden, sino el prestigio de EEUU. Por el momento, dan la impresión de una Administración que se da cuenta poco a poco de los límites de su capacidad para dirigir no sólo el resultado de esta guerra, sino el orden mundial que surgirá tras este conflicto. 

Traducción de Emma Reverter

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