Los alemanes quieren introducir un impuesto paneuropeo para costear la crisis de refugiados. Los daneses quieren aprobar una ley para confiscar a los refugiados recién llegados cualquier joya que valga más de 1.000 libras, excepto los anillos de boda. Aparentemente, esto es lo que te caracteriza como persona civilizada, compruebas el romance en la vida de un extraño y lo separas antes de ocuparte de embolsarte el dinero.
En Turquía, los traficantes de personas están cobrando miles de dólares a cambio de una plaza en una lancha neumática, 2.500 dólares por cada barca de madera, con más de 350.000 refugiados atravesando la isla griega de Lesbos totalmente solos. Las ganancias ascienden a cientos y millones de dólares, y la mejor solución que ha propuesto la Unión Europea ha sido ofrecer más dinero al Gobierno turco para mantener a estas personas en su país, o bien -en contra de la letra y el espíritu de las promesas que cada sociedad moderna ha hecho sobre los refugiados– devolverlos por donde han venido.
Turquía es un país de 75 millones de habitantes que ya ha acogido a un millón de refugiados, aceptando las demandas crueles e imposibles de un continente de más de 500 millones de personas, que parece que no puede ayudar a causa de la amenaza a su “cohesión social”. El propio Gobierno británico ha prometido tomar 20.000 refugiados, pero sólo a los respetables: el subtexto consiste en que el acto de huir a Europa deja a los refugiados sin posibilidades de disfrutar de la simpatía humana.
Las instituciones y los gobiernos representan el grupo más reducido de opiniones implacables. Los miles de voluntarios en Grecia, los lectores de The Guardian que han aportado más donativos en Navidad a los refugiados que a cualquier campaña anterior, las organizaciones de base que están surgiendo en todas partes para destacar la calidad humana en este viaje salvaje hacia la tierra segura y soñada. Ninguno de ellos tiene representación en el mundo de la política en un discurso que ha tomado como punto inicial la necesidad de hacer desaparecer a las masas, de engañarlas para que se marchen a cualquier otra parte.
Son estas ideas con una apariencia neutral y con intenciones económicas las que enseñan las cartas sobre la mesa. Si un millón de personas de cualquier nación europea sufriera un desastre natural, nadie estaría hablando de tener que aumentar impuestos como forma de enviar ayuda. Les ayudaríamos primero y nos preocuparíamos por el dinero después. Cuando la UE quiere rescatar a un gobierno, o a los bancos de un Estado miembro (seguro que con un durísimo coste para el rescatado), no se propone primero una “tasa de rescate”.
Sugerir un impuesto especial específico para la actual crisis podría suponer una forma de obligar a cada Gobierno a enfrentarse a la realidad de su estrategia, que es no tener estrategia. De hecho, esto atenta contra el principio básico del convenio de los refugiados: que cualquiera que huya de su país temiendo por su vida debe ser acogido desde el primer momento, no dependiendo de una colecta de dinero. Para rechazar esto, es esencial confesar que los derechos humanos ya no son nuestro principal cometido. Pero si no es nuestro principio organizativo, los vínculos entre las naciones se empezarán a resquebrajar: las alianzas no deberían estar fundadas en ideas que te avergüenza admitir en voz alta.
Un continente cuya hermandad se base en volver la espalda a los desesperados va a ver terriblemente dañada su confianza en sí mismo. Frente a este escenario, la medida danesa de apropiarse de las joyas, los franceses y británicos rivalizando sobre quién es el más pasivo o patético en cuestiones como Calais y Dunquerque, la infinidad de brutalidades cometidas en toda Europa, tienen un sentido descorazonador. En la ausencia de un propósito moral, lo que persiste es una impotencia competitiva pero indiferente.
Mientras continúe la guerra en Siria, mientras exista el ISIS –en definitiva, hasta que haya un intenso brote de paz sin precedentes–, algunos hechos se mantendrán irrefutables. La oleada de refugiados no se va a detener. No se va a reducir y toda esa gente no puede asentarse en Turquía, incluso aunque quisiesen. Una solución que se basa en reforzar las vallas en Europa simplemente lucrará a los traficantes de personas, intensificará y dará un poder a las mafias del continente hasta alcanzar un nivel que cambiará su naturaleza.
Una solución que se basa en no darse cuenta de que las personas se están ahogando no dista, éticamente, de una solucion que implique ahogar a la gente de forma deliberada. Y esto, de nuevo, cambiará la naturaleza de todos estos países que lo permiten. Una solución que evada las consecuencias va a mermar la habilidad social de cooperar en lo que sea. Más que asistir ante este molesto espectáculo de incompetencia, deberíamos trabajar en un marco con las supuestas situaciones idóneas.
Primero, necesitamos reivindicar la legitimidad del proceso de asilo, basado en las rutas tomadas, los países de origen y el alcance de los conflictos que todos conocemos. Se desperdicia demasiado tiempo en diferenciar entre un migrante económico o un refugiado. Podemos afirmar con total seguridad que 850.000 personas cruzaron el océano hacia Turquía el año pasado y ninguno de ellos era un fontanero sudamericano en busca de nuevas oportunidades.
No es imposible ni irracional tratar de dividir 850.000 personas entre las naciones europeas, basándose en el tamaño, el espacio o la renta per cápita, y exigir a cada país, como condición por ser país miembro de la UE, que se haga cargo de su cuota. Esto debería ser asumido sin el mezquino resentimiento que ha caracterizado las medidas políticas de inmigración desde el nuevo siglo. Todos necesitamos definir lo que se necesita para mantener las convenciones en que se basan nuestras creencias colectivas; o afrontar un futuro en el que esas creencias hayan desaparecido.
Traducción por: Mónica Zas