La teoría tenía un “defecto”: esa fue la famosa confesión de Alan Greenspan, exdirector de la Reserva Federal, ante la comisión parlamentaria que investigaba la crisis de 2008. Greenspan creía que el propio interés de las instituciones de crédito llevaría automáticamente a la corrección de los mercados financieros, pero estaba equivocado.
En la actualidad, en medio de la crisis ecológica, esperamos una confesión parecida. Puede que tengamos que esperar bastante. Porque, como en la teoría de Greenspan sobre el sistema financiero, la posibilidad de un error está descartada.
Se supone que el mercado debe autocorregirse, o eso dice la teoría. Como aseguró Milton Friedman, uno de los arquitectos de la ideología neoliberal, “los valores ecológicos pueden encontrar su espacio natural dentro del mercado, como cualquier otra demanda de los consumidores”. Siempre y cuando los bienes medioambientales tengan el precio correcto, no se necesitará ni planificación ni regulaciones. Cualquier intento del Gobierno o los ciudadanos para cambiar el probable rumbo de las cosas es injustificado y equivocado.
Pero hay un defecto en todo eso: los huracanes no responden a las señales del mercado. Las fibras de plástico en nuestros océanos, en nuestra comida y en nuestro agua potable no responden a las señales del mercado. Tampoco lo hace el desplome de la población de insectos, el de los arrecifes de coral ni la extinción de los orangutanes en Borneo.
El mercado desregulado es tan impotente ante estas fuerzas como la gente que en Florida decidió pelear contra el huracán Irma a tiros. Es la herramienta equivocada, el enfoque equivocado y el sistema equivocado.
Hay dos problemas inherentes a eso de ponerle un precio al mundo viviente y a su destrucción. El primero es que parte de la base de asignar valores financieros a cosas como la vida humana, las especies y los ecosistemas, que no pueden intercambiarse por dinero. El segundo, que intenta medir sucesos y procesos poco predecibles.
La destrucción del medioambiente no se produce en incrementos perfectamente medibles. Es posible estimar el dinero que se podría ganar construyendo un aeropuerto: probablemente sea algo lineal y bastante predecible. Pero no es posible calcular de forma sensata el coste medioambiental de un aeropuerto. El análisis del clima se comporta como una placa tectónica en una zona de terremotos: hay períodos de relativa tranquilidad seguidos por repentinas sacudidas. En estos casos, cualquier intento de comparar beneficios y costos económicos es un ejercicio de falsa exactitud.
Incluso hablar de esos errores es una especie de blasfemia, porque la teoría no deja lugar para el pensamiento político o para la acción. Se supone que el sistema no debe ser manejado por la voluntad deliberada del hombre, sino por la escritura automática de la mano invisible. Nuestra elección se limita a decidir qué bienes y servicios comprar.
Pero incluso eso es una ilusión. Un sistema que depende del crecimiento sólo puede sobrevivir si perdemos progresivamente la capacidad de tomar decisiones fundamentadas. Después de satisfacer nuestras necesidades, nuestros más profundos deseos y, por último, los más leves, debemos seguir comprando bienes y servicios que ni queremos ni necesitamos. El marketing nos induce a dejar de lado la capacidad de distinguir para, en vez de eso, sucumbir ante nuestros impulsos.
Ahora es posible comprar una tostadora selfie que deja la imagen de nuestra cara en la tostada –el Sudario de Turín de las tostadas–. Se puede comprar cerveza para perros y vino para gatos; un portarrollos de papel higiénico que envía un mensaje al teléfono cuando se está acabando el papel; un ladrillo grabado que cuesta 30 dólares; un cepillo que informa si uno se está peinando el cabello correctamente. Panasonic tiene pensado producir un refrigerador móvil que, ante un comando de voz, traerá la cerveza hasta dónde uno esté sentado.
Deseo, derroche y despojo: somos arrastrados hacia un ciclo de compulsión seguido por otro de consumo, al que sigue un período de desintoxicación personal o de nuestros hogares, como los romanos que después de comer devolvían lo ingerido para poder seguir consumiendo.
El crecimiento económico continuo depende de que desechemos lo que no sirve: a menos que nos deshagamos rápidamente de los bienes que compramos, el crecimiento fracasa. La economía del crecimiento y la sociedad de usar y tirar van de la mano. La destrucción del medioambiente no es una consecuencia de este sistema, es un elemento necesario.
La crisis ambiental es un resultado inevitable no solo del neoliberalismo, la variedad más extrema del capitalismo, sino también del capitalismo. Hasta la variedad social democrática (keynesiana) depende de un crecimiento infinito en un planeta finito, la fórmula perfecta para llegar al final algún día. Pero la particular contribución del neoliberalismo es negar la necesidad de tomar medidas: insiste en que la autorregulación del sistema, igual que con los mercados financieros de Greenspan, está en su naturaleza. El mito del mercado autorregulado acelera la destrucción de la Tierra autorregulada.
Aquello que no se puede admitir debe negarse. Hace diez años el entonces director de Northern Rock, Matt Ridley, contribuyó a desatar el primer episodio de pánico financiero en un banco británico desde 1878. Eso precipitó la crisis financiera en Reino Unido. En su reencarnación como columnista del periódico The Times, Ridley sigue demostrando hoy su infalible capacidad para evaluar riesgos cuando insiste en que no tenemos por qué preocuparnos de los huracanes: mientras tengamos suficiente dinero para pagar los rescates, todo bien.
Ridley, el hombre que ayudó a destruir la esperanza de millones de personas, es una de las caras de un Nuevo Optimismo según el cual la vida se está volviendo inexorablemente mejor. Esta profecía se sostiene desestimando o quitándole importancia a las predicciones de los científicos ambientalistas.
No podremos escapar con dinero a un proceso que podría convertir en inhóspitas grandes extensiones del mundo debido a una combinación de olas de calor, aridez creciente, aumento del nivel del mar y cosechas perdidas; un proceso que, mediante sacudidas repentinas, podría convertir una crisis ambiental en una financiera.
En abril, la agencia de noticias Bloomberg se basó en un informe de Freddie Mac (la corporación nacional de préstamos hipotecarios de EEUU) para investigar la posibilidad de que una crisis climática tumbara los precios de los bienes inmuebles en Florida. Bloomberg sólo se ocupó del impacto que tendría el crecimiento del nivel del mar y no tomó en cuenta el de los huracanes. Según la agencia, un estallido de la burbuja inmobiliaria en las zonas costeras “podría propagarse por los bancos, las aseguradoras y otras industrias”. “A diferencia de lo que ocurre en una recesión, no hay forma de que se recuperen los valores de las propiedades”, afirmó. En todo el mundo pudo escucharse el suspiro de alivio de aseguradoras y financieras cuando el huracán Irma, cuya intensidad probablemente haya aumentado a causa del calentamiento global, cambió de rumbo en el último momento.
Este año, y por primera vez, tres de los cinco riesgos globales de mayor impacto potencial para el Foro Económico Mundial eran ambientales; un cuarto elemento (las crisis del agua) tiene un fuerte componente ecológico. Si la crisis ecológica provoca una crisis económica, será el segundo crack en el que Ridley haya participado.
Rescataron a los bancos. Pero a medida que las tormentas sigan llegando, las personas deberán rescatar sus casas inundadas. No hay ningún plan de rescate ambiental. Admitir que hace falta un plan es admitir que el sistema económico está montado sobre un montón de engaños. La crisis ambiental exige una nueva política, una nueva economía y una nueva ética. Algunos de nosotros vamos a tientas hacia ese lugar, pero es algo que no se puede limitar a los esfuerzos aislados de pensadores independientes. Este debería ser el proyecto principal de la humanidad. Por lo menos, el primer paso es claro: reconocer que el sistema actual tiene defectos.
Traducido por Francisco de Zárate