Es hora de defender nuestras ideas sin miedo a las consecuencias

Barack Obama ha dejado trazas de un legado progresista. Desafortunadamente, a pesar de su confianza en nuestro sistema y su historial positivo en muchos asuntos durante los pasados ocho años, ha habido muy pocos logros perdurables.

Este legado vulnerable debe recordarnos que lo que realmente necesitamos es un líder progresista fuerte y sin remordimientos que nos guíe. Lo que también necesitamos es un implacable movimiento de base para que ese liderazgo rinda cuentas a la sociedad.

La noche del 4 de noviembre de 2008, Barack Obama ganó las elecciones con un programa de “esperanza” y “cambio”. Fue aclamado como un “unificador” en una era de “división”. Viví un despertar político aquella noche. Observé cómo la esperanza que representaba Obama fue templada por la sorprendente aprobación de la Proposición 8 gracias a una mayoría de votantes en California (la Proposición 8 fue un referéndum en las elecciones estatales de California que eliminó el derecho de las parejas del mismo sexo a contraer matrimonio). Esto revirtió una importante victoria judicial para la igualdad matrimonial de ese mismo año.

Durante sus dos mandatos en la presidencia, este tipo de contradicciones persistirían. El optimismo y la esperanza se encontrarían con lo reaccionario y el odio. Obama se enfrentó a una resistencia sin precedentes de sus oponentes, muchos de los cuales querían que fracasase.

Recuerdo su primera toma de posesión, una fría mañana de enero de 2009, sentada en el suelo de las oficinas de una base militar en Fort Drum, Nueva York. Con un polvoriento televisor emitiendo la ceremonia, me senté, trabajando en apoyo a media docena de oficiales militares. Teníamos nuestras armas listas y nuestros pesados macutos preparados. Elegidos como la unidad del ejército para ser desplegada en Washington DC en caso de emergencia, estábamos preparados para un despliegue rápido.

Irónicamente, muchos de los militares y personal alistado que fueron seleccionados para esta misión despreciaban abiertamente al presidente Obama. La furia y el odio se cocían a fuego lento en aquella habitación. Visto en retrospectiva, aquello fue un terrible presagio de lo que vendría después.

En asuntos internos, el instinto de Obama, como explicó Michelle Obama en la Convención Nacional Demócrata este pasado verano, fue “apuntar alto” cuando sus oponentes “caían muy bajo”. Desafortunadamente, no importa lo “alto” a lo que apuntase el expresidente, sus oponentes intentaron debilitarle de todas las formas posibles. No hubo un lugar lo suficientemente abajo como para frenarles.

Incluso cuando coincidían con él en sus políticas, se resistieron. Por ejemplo, con la reforma sanitaria, Obama abrió el debate comenzando con una concesión. Sus oponentes la rechazaron. Se negaron a mover un dedo. Cuando Obama empujaba por las concesiones que pedían, ellos se limitaron a reforzar su oposición. Incluso cuando intentaba presentar una propuesta de ley que ya había sido planteada por sus opositores años antes.

Con la política exterior, incluso a pesar de que solo estaba llevando a cabo las políticas de seguridad nacional de administraciones anteriores, lo criticaron sin cesar por ser demasiado débil, demasiado blando o demasiado compasivo. Tras meses de búsqueda de equilibrio, la oposición no cooperó ni una sola vez.

En diciembre de 2009 estaba sentada en una sofocante habitación de contrachapado a las afueras de Bagdad, en Irak, mientras el presidente Obama pronunciaba sus discursos. Defendía la necesidad de la acción militar. Una declaración poco habitual de alguien que ha recibido el premio Nobel de la Paz. Aun así, la gente de mi entorno seguía murmurando fuertes críticas, e incluso a veces con puro disgusto.

En noviembre de 2012, cuando el presidente Obama fue reelegido, yo estaba en una prisión civil en los suburbios de Baltimore esperando un juicio militar. Rodeada por un grupo de personas muy diverso, la emoción y la alegría por su elección era real. Incluso entre aquellos castigados simplemente por ser desfavorecidos o pertenecer a una minoría. Incluso en aquellas insoportables circunstancias de injusticia, había una auténtica esperanza, fe y confianza en el presidente.

Durante ocho años, no importó lo justo, educado o inteligente que fuera el presidente Obama. Nada era lo suficientemente bueno para sus oponentes. Estaba claro que no podía salir ganando. Estaba claro que, al margen de lo que hiciese, desde el punto de vista de sus opositores, Obama no podía salirse con la suya.

Tras el mortal tiroteo en la discoteca Pulse, en Orlando, que acabó con la vida de cerca de 50 personas queer y afroamericanas, a Obama le costó unas 300 palabras de su discurso reconocer a la comunidad queer y, aun así, lo hizo como un acrónimo abstracto.

Nunca reconoció la particularmente dolorosa cifra de muertos en la comunidad puertorriqueña que también se vio involucrada en esta horrible tragedia. Incluso durante una tragedia horrible y traumática, Obama intentó complacer a sus oponentes, que no estaban interesados ni mostraron la voluntad de ceder.

Ahora, tras ocho años de intentar llegar a acuerdos y de recibir a cambio una incesante falta de respeto, nos movemos hacia tiempos más oscuros. El sistema sanitario cambiará a peor, especialmente para los que estamos más necesitados. La criminalización aumentará y las prisiones se llenarán de desfavorecidos —pobres, negros, queer y transexuales—. Probablemente la gente se convierta en objetivo por su religión. Y se espera que se violen los derechos de las personas transexuales y queer.

La lección que se debe extraer del legado de Obama: no empieces cediendo. Ellos no lo harán. Lo que necesitamos es un líder progresista sin complejos.

Necesitamos a alguien que no tenga miedo a ser criticado, dado que inevitablemente lo será. Necesitamos a alguien dispuesto a enfrentarse a los fuertes reproches, al odio y a la determinación obstinada de aquellos en nuestra contra. Nuestros oponentes no nos apoyarán y tampoco dejarán de frustrar el camino hacia un sistema justo que dé a la gente una oportunidad para vivir. Nuestras vidas están en peligro, especialmente para los inmigrantes, musulmanes y negros.

Necesitamos dejar de pedirles que nos den nuestros derechos. Necesitamos dejar de tener esperanza en que nuestros sistemas se arreglarán por sí solos. De hecho, necesitamos tomar las riendas del Gobierno y arreglar nuestras instituciones. Necesitamos salvar vidas llevando el cambio a todos los niveles.

Traducido por Javier Biosca Azcoiti