Los escándalos que persiguen al Gobierno de Boris Johnson
Piensen en el término “bonking” (chingar). No la actividad, sino la palabra. Es una palabra que popularizaron, incluso inventaron, los tabloides británicos de los años 90 para hablar de forma coloquial de las relaciones sexuales. En aquel entonces, “Bonking Boris” hacía referencia a un excampeón de Wimbledon (Boris Becker), no a un futuro primer ministro. Se puede entender por qué este término tan atractivo se hizo viral. “Bonking” esquivó la prohibición de usar improperios en los periódicos porque sonaba más divertido que pornográfico. Era claro y directo, pero tenía todas las ventajas de un eufemismo.
Ahora pensemos en el término “sleaze”, algo así como “dejadez”. Resulta que ese término cumplía una función similar en la misma época. Podía lanzarse contra los políticos –en concreto, contra el Gobierno conservador de John Major– y esquivar el riesgo legal que plantea la acusación de “corrupción”. Se podía decir que un diputado o un ministro era “dejado” sin tener que demostrar que había infringido una ley concreta. Era un eufemismo de gran utilidad.
Y efectivamente fue muy útil en la década de los 90. Se convirtió en un cajón de sastre para todo, desde las infracciones penales hasta un “revolcón de tres en una cama”, por utilizar otra frase de los tabloides de la época, y sugirió la decadencia moral de un Partido Conservador que había estado en el poder durante prácticamente dos décadas. Sentó las bases para la aplastante victoria laborista de 1997, al sugerir que no solo era hora de un cambio de Gobierno, sino de hacer una limpieza, incluso una limpieza de la esfera pública.
Ahora vuelve “sleaze”, la “dejadez”. “Los diputados sinvergüenzas vuelven a caer en la dejadez”, afirmaba el Daily Mail a principios de noviembre (aunque cuidando de no mencionar el partido de los diputados: el periódico aún no estaba preparado para hablar de la “dejadez del Partido Conservador”). Una vez más, como un cuarto de siglo atrás, la dejadez se convertía en un término cajón de sastre, en el que cabían toda una gama de pecados: desde el papel pintado de las paredes de la residencia de Boris Johnson en Downing Street hasta la adjudicación de contratos multimillonarios para suministro de equipos de protección individual otorgados a amigos de políticos, pasando por unas vacaciones del primer ministro en Marbella y el fichaje de personas afines al Partido Conservador para cargos públicos clave.
Peor que en los 90
“Sleaze”, dejadez, no es el término correcto para describir las acciones del ejecutivo de Boris Johnson, principalmente porque ese comportamiento no se puede comparar con los escándalos de la etapa de John Major.
La hipocresía es un tema que se repite, por supuesto, tipificada por las peleas de la fiesta de Navidad de Barnard Castle y Downing Street: el Gobierno infringiendo las reglas que había impuesto a todos los demás, en el último caso bebiendo y jugando mientras el resto del país estaba confinado y, a menudo, aislado. Pero empecemos por las acusaciones menos graves contra el primer ministro, que, paradójicamente, son también las que más han calado en la opinión pública. Lo que es significativo es que no se refieren a miembros del partido sin un cargo en el ejecutivo o a los ministros con carteras menos clave, como la mayoría de las historias de los años 90, sino al hombre que está en la cima.
La cuestión de quién pagó el papel pintado de diseño de 840 libras por rollo (987 euros) de Johnson para su residencia en Downing Street, o sus vacaciones en Mustique o Marbella, pueden parecer triviales pero van a una cuestión importante. Si un alto miembro del Gobierno, incluido el primer ministro, recibe algo de valor, ¿no se sentirá en deuda con la persona que le ha hecho el regalo? Y si lo hace, ¿a quién servirá en última instancia, al interés público o a la persona con la que está en deuda? La prolongada negativa de Johnson a revelar la identidad de sus generosos amigos aumenta la preocupación: solo reveló, bajo intensa presión, que la reforma del número 10 había sido financiada por el donante tory Lord Brownlow o que quien le había facilitado la lujosa villa española era la familia del político conservador Zac Goldsmith. ¿Por qué esa reticencia a rendir cuentas si no hay nada que ocultar?
En la década de los 90, el primer ministro no era cuestionado, solo personas que estaban bajo su mando. De hecho –y esta es la segunda diferencia clave entre ahora y entonces– cuando se descubrió que sus ministros habían infringido las normas, John Major les leyó la cartilla, lo que dio lugar a normas y protocolos que han perdurado hasta día de hoy. Pero cuando se descubrió que el ferviente partidario del Brexit y exsecretario de Estado Owen Paterson estaba involucrado en un escándalo de “incidencia política previo pago” (citando a la investigación de los Comunes sobre su actividad de lobby), por el que recibió una generosa suma de dinero, la respuesta de Boris Johnson fue negar la mayor. No leyó la cartilla a Paterson sino que exigió a sus diputados que intentaran destruirla: quería dejar a Paterson libre de culpa. Solo el clamor nacional le obligó a dar marcha atrás.
El propio Major evidenció las diferencias entre las irregularidades de antaño y las de ahora cuando, en una inusual intervención el mes pasado, habló del “dolor y la angustia” que había soportado por la dejadez de hace más de 25 años. “La diferencia más llamativa es la siguiente: en los años 90 creé un comité para hacer frente a este tipo de comportamientos”, dijo en el programa matutino de la BBC. “En los últimos días hemos visto cómo el Gobierno actual intenta defender este tipo de comportamiento... Hay que ponerle fin”.
Fiebre del oro pandémico
Para ver el problema en toda su dimensión, vale la pena analizar la respuesta del Gobierno británico a la pandemia que sacudió al mundo solo unas semanas después de la gran victoria electoral de Johnson en diciembre de 2019. En esos primeros días de pánico por la COVID-19, el Gobierno se apresuró a conseguir los equipos de protección individual que los médicos y las enfermeras necesitaban para mantenerse a salvo: guantes, batas, mascarillas. Para la opinión pública, parecía una campaña en tiempos de guerra. Los políticos hicieron todo lo posible para proteger a toda costa a los trabajadores en primera línea.
Pero lo que el público no vio fue que esa primera oleada del virus fue una fiebre del oro. Los empresarios salieron en estampida para llegar a un nuevo terreno que albergaba reservas aparentemente ilimitadas de dinero de los contribuyentes. Además, el acceso a esas riquezas no requería ningún conocimiento o tener experiencia en la fabricación de EPI, sino simplemente conexiones con el Partido Conservador.
Los casos concretos son llamativos, sacados a la luz por, entre otros, el Good Law Project, una iniciativa fundada y dirigida por el exabogado fiscalista Jolyon Maugham. Maugham, que amasó una considerable fortuna defendiendo los a menudo elaborados acuerdos fiscales de los ricos, recibe ahora un salario que describe como un “porcentaje de un solo dígito” respecto a sus antiguos ingresos a cambio de sacar a la luz las irregularidades del Gobierno. Poco a poco ha ido recabando una cantidad ingente de documentos. Ya sea a través de filtraciones de denunciantes, del Gobierno o de empresas que perdieron contratos, o entregados a él como parte del proceso legal de demandar al Gobierno, ha obtenido, dice, suficientes piezas del rompecabezas “para tener una buena idea del panorama”. Y menudo panorama.
Por ejemplo, el caso de Alex Bourne, propietario de un pub, que pasó de servir pintas en el local del exministro de Sanidad Matt Hancock a conseguir parte de un contrato de 40 millones de libras esterlinas (47 millones de euros) para fabricar equipos médicos, a pesar de no tener experiencia en este campo. A principios de este mes, Hancock negó esta acusación y afirmó que se trata de una historia “inventada y difundida por el Partido Laborista”. Pero luego se supo que el golpe de suerte de Bourne simplemente se había ocultado bien. El Ministerio de Sanidad había firmado un contrato con otra entidad, Alpha Laboratories, pero en la letra pequeña se estipulaba que la fabricación de la mercancía debía ser realizada por el equipo de Bourne. Es un chollazo, si lo puedes conseguir.
O el acuerdo que derivó en el despilfarro de al menos 156 millones de libras esterlinas (183 millones de euros) de los contribuyentes para comprar 50 millones de mascarillas que finalmente el Sistema Nacional de Salud consideró inadecuadas. Se compraron a una empresa de capital privado a través de una compañía que nunca había producido un solo artículo de EPI –o, de hecho, nada– y que tenía un capital social de solo 100 libras (117 euros). Pero esta empresa, Prospermill, tenía un activo clave. Era copropiedad de un tal Andrew Mills, asesor del Gobierno, firme partidario del Brexit y aliado de la ministra de Exteriores, Liz Truss.
De alguna manera, Prospermill consiguió convencer al Gobierno de que aportara un total de 252 millones de libras esterlinas (296 millones de euros), presumiendo de que había conseguido los derechos exclusivos sobre una fábrica de EPI en China. Solo había un problema: las mascarillas que producía utilizaban cintas para las orejas, cuando solo las mascarillas aseguradas alrededor de la cabeza se consideraban adecuadas para el personal del Sistema Nacional de Salud. No eran suficiente para combatir la COVID-19.
Contratos para los amigos
El mismo Gobierno estima que se desperdiciaron unos 2.800 millones de libras esterlinas (3.290 millones de euros) en bienes y servicios que no funcionaron para frenar la pandemia. La defensa del Gobierno es, en efecto, que estaban en modo guerra y que en un contexto de tener que librar una urgente batalla contra una misteriosa pandemia no hay tiempo para sutilezas. No había tiempo para licitaciones ni para procesos formales de adquisición: había que conseguir equipos urgentemente para los que estaban en primera línea. Al diablo con los detalles.
En opinión de Maugham, una vez tomada esa decisión, una vez suspendidas las garantías habituales de licitación –que exigen que otros proveedores presenten una contraoferta para que se evalúe la calidad y la relación calidad-precio–, la corrupción estaba garantizada. “Si se abandona el proceso, habrá corrupción”, dice. “Es inevitable”. El Gobierno no solo hizo inevitable la corrupción, sino que la “institucionalizó”.
Eso no es simple retórica, sino una descripción exacta de lo que ocurrió. Los ministros crearon una vía VIP para sus “contactos” y dieron a los amigos o donantes del partido un atajo en el proceso de contratación: les dieron preferencia y facilidades para hacerse con esos jugosos contratos. Entre los políticos que ayudaron a sus allegados y los recomendaron, se encuentran Michael Gove, Grant Shapps y Hancock, entre otros. Se adjudicaron nada menos que 1.600 millones de libras esterlinas (1880 millones de euros) en contratos gracias a las recomendaciones de solo 10 políticos conservadores. Esas referencias eran de oro: si conseguías una y te encontrabas en el club de los amigos, tenías más de 10 veces más posibilidades de conseguir un contrato que las empresas que se quedaban fuera. Y se podía ganar mucho dinero.
Una de las empresas que emergieron durante la pandemia, PPE Medpro, consiguió dos contratos por valor de 200 millones de libras esterlinas (235 millones de euros) semanas después de su nacimiento: su fundador era un antiguo socio comercial de la baronesa Mone, miembro del Partido Conservador. Meller Designs, entonces la empresa del donante conservador David Meller, se embolsó más de 160 millones de libras (188 millones de euros) en contratos para el suministro de EPI, después de que Gove le remitiera al carril VIP. El secretario del gabinete, Lord Agnew, era un amigo especialmente útil en las altas esferas. Dos empresas que recomendó obtuvieron contratos por valor de más de 500 millones de libras esterlinas (587 millones de euros).
Despilfarro
Algunos podrían encogerse de hombros ante todo esto, preguntándose si realmente importa si los amigos de los políticos salieron bien parados durante la pandemia, siempre y cuando los hospitales británicos recibieran el equipo que necesitaban. Pero hay pruebas fehacientes de que los británicos fueron estafados, con documentos que sugieren que algunas ofertas recibidas a través de la “vía VIP” fueron elegidas incluso cuando cobraban precios muy superiores a los del mercado, y que el Gobierno compró equipos en cantidades muy superiores a las necesarias, también cuando el pánico de la primera ola había pasado.
Fue una etapa muy beneficiosa para las afortunadas empresas que consiguieron los contratos, gestionadas por amigos de alto poder adquisitivo, pero no tanto para el contribuyente. De hecho, Maugham estima que el Gobierno gastó 12.500 millones de libras (14.700 millones de euros) en EPI que podría haber conseguido por un tercio de esta cantidad. “Estamos hablando de grandes cantidades de despilfarro”, dice. No tenía por qué ser así. “No se trata de la inevitable corrupción que se produce cuando, en un momento de emergencia nacional, se deja de lado el proceso en aras de la rapidez. Se institucionalizó la corrupción para beneficiar a amigos”. Señala que el equipo antifraude del Gobierno ha evaluado lo que describe como un “alto riesgo de fraude en la adquisición de EPI”, lo que nos lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué no investiga la Policía?
Pero el carril VIP no es el único ejemplo de traspaso de recursos públicos a los amigos del partido. Obsérvese la asombrosa racha que ha llevado a nueve de los antiguos tesoreros del partido a ocupar un puesto en los Lores desde 2010, y cómo cada uno de los nombrados desde 2014 ha donado al menos tres millones de libras esterlinas (3,5 millones de euros) a las arcas del partido. En uno de los casos, el cargo se otorgó desafiando el consejo del órgano de nombramientos de los Lores, que consideró que el donante tory Peter Cruddas no era digno de ocupar una silla en la cámara alta, pero Johnson lo ennobleció de todos modos.
Debilitar y controlar instituciones
El Gobierno de Johnson ha hecho repetidos esfuerzos para debilitar o controlar las instituciones que podrían limitar su poder. Las amenazas más directas son las de acotar el control judicial, limitando la capacidad de los tribunales para controlar las decisiones del Gobierno. A principios de diciembre se supo, y se desmintió de forma poco convincente, que era inminente la intención de otorgar a los ministros nuevos poderes para anular las sentencias judiciales que no sean de su agrado. Tanto si esto nace del deseo de Johnson de desquitarse de la humillación que le infligió el Tribunal Supremo en 2019 –derrotando por unanimidad la suspensión del Parlamento del primer ministro–, parece un claro esfuerzo por eliminar un freno a su poder.
Quizá sea más fácil captar la imagen de un sobre abultado de dinero que imaginar miles de millones desviados por el carril VIP.
Los ataques continuos a la BBC y el nombramiento de una eterna enemiga de la radiotelevisión pública, Nadine Dorries, como responsable de Cultura, deberían verse de la misma manera: como un esfuerzo para intimidar o acobardar a una institución escrutadora que normalmente estaría fuera del control del Gobierno. Lo mismo ocurre con su propuesta de “reforma” de la Comisión Electoral, que intenta silenciar al árbitro de la democracia. Los ataques al derecho a la protesta, los cambios en la Ley de Secretos Oficiales dirigidos a los periodistas y a los denunciantes y la desvelada campaña para colocar a aliados tories que son ideológicamente afines en cargos públicos clave forman parte del mismo patrón.
El objetivo es corroer los controles y equilibrios que garantizan el funcionamiento correcto de la democracia, para facilitar que el Gobierno haga lo que quiera, en su propio beneficio y el de sus allegados, asegurándose de que aquellos que podrían exigirle responsabilidades –ya sean jueces, medios de comunicación o activistas– sean demasiado débiles para impedirlo. El resultado es tener un Gobierno que pueda estar al margen de la legalidad. Por eso Campbell dice, con cierta vehemencia, “No es 'amiguismo' ni 'chumocracia' [endogamia elitista] ni 'dejadez'. Es corrupción”.
Son muchos los ejemplos de corrupción, ya sea Boris Johnson utilizando su cargo público para promover los intereses comerciales de su entonces amante Jennifer Arcuri, Owen Paterson recibiendo dinero de Randox –que más tarde ganó dos jugosos contratos para los test de COVID-19, por un total de casi 480 millones de libras esterlinas (564 millones de euros), ninguno de los cuales se publicó o se informó a proveedores de la competencia– o la afición de los ministros a utilizar WhatsApp o correos electrónicos privados, para esquivar el escrutinio al que se someten los correos que se reciben o mandan a través de los canales oficiales.
Traducción de Emma Reverter.
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