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ANÁLISIS

Los eslóganes vacíos sobre “la libertad” dañan nuestra capacidad para responder a la pandemia

22 de julio de 2021 22:07 h

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“Tenemos que abrirnos”. “Debemos aprender a convivir con el virus”. “Día de la libertad”. En todo el mundo, la respuesta de los políticos a la pandemia de la COVID-19 ha estado plagada de declaraciones de ese tipo. Para nosotros, los epidemiólogos, son eslóganes políticos casi carentes de significado y que cubren un amplio espectro de escenarios. Entre ellos, algunos muy perjudiciales. Especialmente para las personas más vulnerables.

El enfoque del Gobierno británico de Boris Johnson es un ejemplo particularmente atroz del daño que la retórica política puede causar en un debate abierto y transparente sobre las respuestas a la pandemia. Hacer que la respuesta global a la COVID-19 encaje en un eslogan reduce el abanico de opciones y puede llegar a estrangular la posibilidad de un debate informado sobre las diferentes medidas.

Un lenguaje común ayuda a debatir y a comparar las estrategias contra la pandemia. Como la mayoría de los científicos, los epidemiólogos se pasan mucho tiempo clasificando cosas como enfermedades, riesgos o intervenciones. Se trata de un proceso esencial para entender cuándo sube la incidencia de la enfermedad y cuándo la causa es simplemente una mejora en las pruebas de detección; o para saber cuándo estamos ante un brote localizado y cuándo ante una pandemia global. También es esencial para decidir si un medicamento, o una medida social y de salud pública (como el distanciamiento físico o el uso de mascarillas) cambian o no las cosas.

Erradicar el virus

Este es uno de las motivos por el que publicamos una tipología de estrategias de respuesta a la pandemia que nos permitiera buscar relaciones entre medidas y resultados. No es sorprendente que las encontráramos. Los países que siguen la estrategia de erradicación han obtenido resultados espectacularmente mejores que los que adoptaron el enfoque de supresión o de mitigación: tuvieron menores tasas de letalidad por COVID-19, mejor desempeño económico, y sus confinamientos duraron menos.

Más del 20% de la población mundial vive en un país con estrategia de erradicación. Entre ellos, China, Hong Kong, Taiwán, Singapur, Australia y Nueva Zelanda. A pesar del éxito del enfoque, algunos gobiernos se niegan a reconocer que lo están adoptando por muy evidente que sea. El Gobierno australiano de Scott Morrison está claramente profundizando su apuesta por la erradicación pero define la estrategia en su hoja de ruta para salir de la pandemia empleando el término “supresión” de una manera confusa. Este tipo de construcción del lenguaje político oscurece en vez de aclarar.

Para garantizar un debate informado que nos ayude en nuestra salida de la pandemia global y en la búsqueda de la mejor relación posible con el virus SARS-CoV-2 a largo plazo es esencial que compartamos un lenguaje y un marco de comprensión.

No debemos asumir de manera automática la suposición de que tendremos que “aprender a vivir con este virus” de la misma manera que ya convivimos con la gripe. Con vacunas y con medidas de salud pública muy eficaces tenemos a nuestro alcance la posibilidad de no convivir con la COVID-19 de esa manera. Ya hemos elegido no vivir con infecciones víricas graves, como la poliomielitis y como el sarampión, con estrategias nacionales y regionales de erradicación para esas infecciones. Incluso la erradicación a nivel mundial es una opción a considerar. De hecho, el éxito de los países que optaron por sostener la erradicación de la COVID-19 sugiere que la comunidad internacional debería considerar seriamente los pros y contras de una estrategia de “erradicación progresiva”, con un posible objetivo último de la erradicación mundial.

Es preocupante que la “gripe estacional” se haya convertido en un punto de referencia al que aspirar. En un país como Nueva Zelanda es responsable de casi el 2% de las muertes anuales: la principal enfermedad contagiosa del país por su letalidad. La gripe es también la enfermedad que cada invierno llena los hospitales neozelandeses de miles de enfermos graves que representan en torno al 1% del total de ingresos hospitalarios. Estas infecciones respiratorias aumentan las desigualdades, ya que la probabilidad de hospitalización y de muerte por gripe para los neozelandeses de origen maorí y para los de origen en otras Islas del Pacífico es mucho mayor que para los de origen europeo. Si tuviéramos vacunas verdaderamente eficaces, lo más seguro es que hubiéramos elegido no vivir con la gripe.

No es la gripe

La COVID-19 es mucho peor que la gripe estacional. Se trata de una infección que afecta a varios órganos y que para muchos tiene consecuencias de largo plazo, la llamada COVID persistente, también entre los niños. Algunas descripciones de un mundo futuro donde la COVID-19 ha pasado a ser una enfermedad estacional y recurrente son bastante lúgubres. Limitar la propagación de la COVID-19 lo más rápido que podamos es probablemente nuestra mejor defensa contra la constante aparición de variantes más contagiosas y mejor equipadas para eludir a las vacunas.

La Organización Mundial de la Salud tiene un papel ineludible como facilitadora de un lenguaje común en las estrategias de respuesta al coronavirus y para enmarcar el debate sobre todos los posibles escenarios futuros, especificando cuáles son los más factibles y deseables.

Como científicos, debemos mantener la presión sobre nuestros líderes políticos y sobre nuestros colegas para que se hable de la pandemia de la COVID-19 a partir de evidencias y usando un lenguaje que facilite un debate informado sobre nuestro futuro colectivo.

Como miembros del público, nuestro deber es exigir a los líderes (y a los científicos) que hablen de forma comprensible, relevante y coherente. Una conversación que debe incluir la voz de los más frágiles ante la pandemia. Nuestro deber es insistir en la necesidad de un marco fundamentado en la ciencia y no en eslóganes engañosos.

Michael Baker y Nick Wilson son profesores del Departamento de Salud Pública de la Universidad de Otago en Wellington (Nueva Zelanda)

Traducido por Francisco de Zárate.