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OPINIÓN

El asalto al Capitolio recuerda al 23F en España. Puede tener un efecto parecido

Diputados se protegen tras los escaños durante la irrupción de Tejero en el Congreso en 1981

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La situación era muy tensa, la seguridad era débil y se estaba produciendo un amargo traspaso de poder cuando un grupo de violentos intrusos obligó a los representantes de los ciudadanos a interrumpir su debate y a agacharse.

Las futuras generaciones de estadounidenses identificarán esta descripción con el asalto al Capitolio, situado en Washington DC, el pasado 6 de enero. Sin embargo, para los españoles encaja en otro momento histórico: el asalto al Congreso de los Diputados, en Madrid, del 23 de febrero de 1981.

Los golpistas españoles, seguidores reaccionarios del dictador Francisco Franco, que había fallecido seis años antes, también estaban liderados por hombres con sombreros absurdos, aunque en este caso el teniente coronel Antonio Tejero llevaba el tricornio de charol de la Guardia Civil española en lugar de un par de cuernos de búfalo.

Las mayoría de las comparaciones terminan aquí. Tejero entró en el Congreso blandiendo un arma de verdad. Iba acompañado por 200 soldados y guardias civiles. Algunos de ellos salpicaron el techo de la cámara con disparos de ametralladora.

Este fue un verdadero intento de golpe de Estado, no un tsunami humano formado por seguidores de un teórico de la conspiración ególatra que se disfrazaron para la ocasión. En España, los tanques salieron a las calles de Valencia para apoyar el golpe. Algunas personas comenzaron a empacar para el exilio. Otras, recordando las técnicas empleadas por Franco durante la dictadura, se preocuparon por los pelotones de fusilamiento.

Las reacciones en el Congreso de los Diputados también fueron distintas. El presidente saliente, Adolfo Suárez, y el vicepresidente primero del Gobierno para Asuntos de la Defensa, el general Manuel Gutiérrez Mellado, se negaron a cumplir la orden de “todos al suelo”. Este último ordenó con contundencia a los asaltantes armados que desistieran. No obedecieron.

El líder comunista Santiago Carrillo fue el único diputado que permaneció en su asiento, con una posición corporal encorvada y relajada, y fumando sin parar. “Viejo, desobediente y fumando”. Así lo describe el escritor Javier Cercas en su obra maestra de no ficción Anatomía de un instante. “Comprende que si sobrevive al tiroteo los golpistas lo pasarán por las armas”.

En España, no fue necesario urgir al jefe de Estado a hacer un discurso televisivo condenando el asalto. Fue una iniciativa del propio rey Juan Carlos. Se puso su uniforme de Jefe de las fuerzas armadas y reprendió las “acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático (...) votada por el pueblo español”.

No dijo, como Donald Trump, “os queremos, sois muy especiales”. Sin embargo, no es descartable que, sin querer, el rey Juan Carlos también alentara los conspiradores de antemano, ya que muchos estaban convencidos de que estaba de su lado. “¡En nombre del Rey!”, gritaron algunos durante el asalto.

Los que irrumpieron en el Congreso de los Diputados pensaron que una junta militar estaba preparada para tomar el control, liderada por una misteriosa figura conocida como Elefante Blanco (probablemente el ya fallecido ex secretario general de la Casa Real, el general Alfonso Armada).

Cuando los hombres armados irrumpieron en el edificio (sin apagar la cámara de televisión que grabó todo lo que pasó) había razones de peso para pensar que muchas personas morirían, pero al final nadie resultó herido. No se reveló la identidad del Elefante Blanco y, después de 18 horas reteniendo a los diputados como rehenes, los golpistas se rindieron. El golpe de Estado había fracasado.

En una ocasión conocí a un músico que contaba que, durante su servicio militar, había participado en el golpe. Recuerda que lo metieron en un camión y lo soltaron fuera del edificio del parlamento, pero se escabulló para comprar cigarros mientras su unidad esperaba órdenes. Cuando regresó, se habían ido. Un policía le dijo que habían entrado en el edificio del parlamento, así que corrió y se unió a ellos. 

Para los españoles, las escenas transmitidas en directo desde Washington el miércoles tienen un espeluznante componente de déjà vu, entre otras cosas porque mezclaban el peligro real con la farsa.

La buena noticia, sin embargo, es que el intento de golpe de Estado de España fue un final, no un principio. Cuando fracasó, los españoles se dieron cuenta de que ya no tenían que temer a un Ejército que había sido la columna vertebral del régimen de Franco. La democracia y sus instituciones demostraron su solidez, al igual que en Estados Unidos. Los asaltantes fueron a la cárcel, aunque sus oscuros apoyos no fueron identificados ni castigados.

De hecho, más allá de unos pocos sobresaltos en la década de los ochenta, España apenas ha sido testigo de más agitación militar; hasta el mes pasado. En una carta “patriótica” con fecha de 6 de diciembre, 34 generales y almirantes de edad avanzada, y cientos de militares de otros rangos, afirmaron que el gobierno de coalición liderado por el socialista Pedro Sánchez (junto con Unidas Podemos) intentaba imponer un gobierno de corte comunista.

La publicación de la carta, que también fue firmada por un golpista de 1981, el excomandante Ricardo Pardo, y uno de los nietos de Franco, se produjo tras la revelación de una charla a través de un grupo de WhatsApp entre altos mandos retirados en el que uno de los participantes escribió que “no queda más remedio que empezar a ejecutar a 26 millones de hijos de puta”. 

Algunos militares españoles reaccionarios y de cierta edad pueden sentirse envalentonados por un fenómeno global de normalización de la retórica antidemocrática de extrema derecha. Sin embargo, sus amenazas son solo palabras. Un año después del fallido golpe de 1981, los españoles votaron a su primer gobierno de izquierdas desde los años 30. El presidente socialista Felipe González permaneció en el poder durante 14 años, durante los cuales lideró una transformación profunda y sólida del país.

El trauma no tiene por qué eternizarse. De hecho, un episodio como este puede ser purificador y clarificador. En España marcó los límites de la violencia y el final definitivo de la putrefacta era del franquismo.

Con el paso del tiempo, puede que los hechos de Washington se perciban de forma parecida.

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Giles Tremlett es corresponsal en España. Es el autor del libro 'Ghosts of Spain' (Fantasmas de España), y de biografías de Catalina de Aragón y de Isabel de Castilla.

Traducido por Emma Reverter

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