Cuando solo habían pasado cuatro días desde la inesperada designación de un argentino para ocupar el trono de San Pedro, lo vi en la tele, en compañía de una familia italiana, en su casa del lago de Garda. El nuevo pontífice estaba parado delante de las escaleras de una iglesia de la Ciudad del Vaticano y saludaba a los feligreses que salían de misa, como haría cualquier párroco de cualquier iglesia católica del planeta.
“!Vaya! -dijeron mis amigos italianos-. Este tipo parece distinto”. Aunque ya llevaba la sotana blanca que lo ha acompañado desde entonces, Jorge Bergoglio parecía un hombre sencillo. La vestimenta papal resultaba familiar pero su actitud era completamente distinta.
En un determinado momento, el nuevo papa abrazó y besó a una feligresa. Acariciaba el pelo de los niños y bromeaba con los padres. En definitiva, lo que hizo en esa ocasión es lo mismo que ha hecho desde entonces: tejer una relación cercana con las personas normales y corrientes.
Conectar con las personas es importante: pero, lamentablemente para el papa Francisco, que ha publicado recientemente la exhortación apostólica Amoris Laetitia (La alegría del amor), que pide compasión para todos, no es la tarea más relevante de un pontífice. La esencia es mucho más importante que el estilo y tiene más repercusión. Cuando termine su papado, y ya haya fallecido y no esté en este mundo, será determinante que haya conseguido cambiar la esencia de la Iglesia y no solo su apariencia.
Lo cierto es que en su escrito, el papa describe con palabras lo que él ya dice en persona. Habla el mismo idioma que la gente normal y está conectado con la realidad. La mayoría de nosotros no vimos dentro de una burbuja sagrada; nuestras vidas tampoco son perfectas, y Amoris Laetitia reconoce este hecho.
Seamos o no seamos católicos, lo cierto es que la mayoría estamos divorciados, o somos homosexuales o tenemos una relación que la Iglesia, con su sabiduría irrepetible, describiría como “anómala”. La mayoría hemos tenido comportamientos que la Iglesia desaprueba, o simplemente condena. Lo que sí sabemos, o lo que deberíamos saber, es que todos, absolutamente todos, merecemos el amor de Dios, con independencia de cómo seamos o qué hayamos hecho o queramos hacer. Y esta es la creencia del papa.
Así que el papa Francisco, que parece ser muy consciente de este hecho, no tiene ningún problema en ponerse a la altura de los simples mortales y mojarse. Ha indicado que é también es un pecador. No somos mejores que los demás. ¿Hay alguien perfecto en este mundo?, parece preguntarse. Yo, no lo soy.
Sin duda, se trata de un discurso sincero y predica con el ejemplo. Sin embargo ¿ha conseguido cambiar la doctrina de la Iglesia relativa a los divorciados o personas que se casan por segunda vez? Lo cierto es que no. El documento esquiva el establecimiento de nuevas normas y prefiere que sean las parroquias, los párrocos y los obispos los que hagan lo que estimen oportuno. Deben evaluar caso por caso, determinar si existe alguna “anomalía” y “discernir”, un verbo muy utilizado en círculos católicos, qué es lo correcto.
La cruda realidad es que para la mayoría de los que somos católicos, esto no supone ningún avance. Todos sabemos que los fieles escuchan las enseñanzas de la Iglesia para, más tarde, decidir qué es moralmente correcto y qué es pecado. El tiempo no juega a favor del papa Francisco: el mundo ha cambiado, los católicos han cambiado, y lo que necesitamos son pautas realistas y adecuadas que sitúen a la Iglesia en, como mínimo, el siglo XX en cuestiones como las relaciones entre personas del mismo sexo, divorcio e hijos nacidos fuera del matrimonio.
Todo parece indicar que el Papa Francisco no puede proporcionarnos estas pautas. Paradójicamente, estamos hablando de un hombre que parece infalible, y ser infalible significa tener poder. No obstante, parece que su principal poder consiste en cambiar la apariencia del Papado pero no el funcionamiento de la Iglesia católica, su doctrina y sus normas.
La realidad es que por mucho que el papa Francisco quiera un cambio, forma parte de una institución profundamente conservadora gestionada por hombres de mentalidad burocrática que velan por sus intereses, la mayoría de los cuales viven de espaldas a la realidad de las personas normales y corrientes; las personas con las que el papa Francisco sí ha conseguido conectar.
Y esta es la conclusión final: si no consigue vencer a estos burócratas del Vaticano, se quedará con la espuma del cappuccino cuando lo que realmente necesita la Iglesia es despertarse y oler a café.
Traducción de Emma Reverter