EN PRIMERA PERSONA

Evitar hablar de la muerte no es una forma sana de afrontarla

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¿Sabía mi padre que su muerte era inminente? Hace cinco años, cuando fue llevado en silla de ruedas a su piso en Edimburgo para pasar las que serían sus últimas Navidades, parecía que la ilusión estaba imponiéndose. Me aseguró que estaba mejorando. Con 72 años, insistía en que llegaría a los 80. Pero sus ojos parecían sugerir lo contrario: había algo en cómo se humedecían cuando yo ponía Nimrod de Edward Elgar a todo volumen en los altavoces de la sala de estar. Le encantaba esa variación. Mi madre no ha podido volver a escucharla desde entonces, porque se ha vuelto uno de esos campos minados que el duelo instala tras una pérdida. ¿Por qué habría de pararse sobre él, si puede elegir no hacerlo?

Poco más de dos semanas después, mi padre murió, pero no se habría sentido decepcionado con ese momento final. A veces me pregunto si, en aquel hospicio, podía oír a su familia susurrándole palabras de amor, o las notas de barítono en las canciones de Bruce Springsteen que poníamos. Antes de caer enfermo, solía dar vueltas alrededor de su sillón, chasqueando los dedos y rugiendo el estribillo mientras escuchaba al “Boss”. Sus ojos también parecían humedecerse en esos últimos momentos. ¿Era aquello una respuesta emocional silenciosa a la despedida de su familia o tan solo otro síntoma de un cuerpo humano apagándose para siempre?

Ha pasado media década desde que murió mi padre, y esta clase de preguntas ha carcomido mi subconsciente. Después de su último suspiro, durante mucho tiempo apareció en mis sueños temiendo la muerte, presa del pánico, advirtiendo que iba a seguir el camino de mi abuelo, que había muerto seis meses antes. En el mundo real, no era así en absoluto; al menos ante mí parecía optimista, quizá porque, a pesar de que le habían diagnosticado un cáncer de próstata avanzado en fase terminal y de que siempre respondía mal al tratamiento, nunca creyó que fuera a morir. ¿Mis sueños estaban insinuando cómo yo creía que él se debía sentir, o lo que yo en realidad pensaba que estaba sucediendo dentro de su cabeza? ¿O Sigmund Freud habría dicho que estaba proyectando miedos respecto a mi propia mortalidad?

Parece mentira que hayan pasado cinco años desde aquel momento, porque no he abandonado (ni siquiera ahora) ese autoengaño infantil de que los padres son deidades inmortales. Tener un padre parece una parte permanente de la arquitectura de la vida. Ahora, con cada año que pasa, mi padre se va convirtiendo más bien en un personaje histórico, algo que pertenece al pasado, anterior a las grandes convulsiones de las que le habría gustado hablar, como la pandemia o la invasión de Ucrania.

Sin embargo, sigue estando desconcertantemente presente: su peinado desaliñado, su pálida piel celta salpicada de pecas marrones y sus dientes plateados siguen tan vivos en mi mente como si lo hubiese visto hace una hora. El número de la casa de mi madre aún está agendado como “Viejos” en mi teléfono. Son sus gestos y costumbres los que permanecen grabados en mi cerebro más que cualquier otra cosa: roncando en su sillón con un libro sobre la revolución estadounidense en el regazo, bramando e inclinándose hacia delante en el sofá cuando el Everton fallaba un gol, murmurando una grosería cuando erraba el tiro al arrojar una lata de cerveza al cesto de la basura.

El dolor es más corrosivo cuando se reprime

Perder a tu padre siendo adulto no tiene nada de excepcional. Algunos de mis amigos perdieron a los suyos de niños, una experiencia desgarradora. A mi padre también le ocurrió: su padre, marinero, había sobrevivido a las bombas nazis, pero sucumbió a un ataque al corazón y fue enterrado en el mar, en algún lugar cerca de Cabo Verde, frente a la costa occidental de África. A sus seis años, mi padre fue informado someramente de la noticia por su madre y, después, fue enviado a la escuela. Esa pérdida definió su infancia; en realidad, su muerte no define mi adultez, que hace mucho tiempo ya es independiente de mis padres. Pero todavía me sorprende, años después de que haya sido incinerado y sus cenizas plantadas bajo un árbol en Sheffield, no contar con el vocabulario adecuado para hablar de ello. Sea cual sea la perspectiva que adopte para abordar esta carencia –que han pasado 130.000 años desde el primer entierro humano, que tengo varios amigos que han sufrido pérdidas, que mi vocación es escribir–, parece que la experiencia universal de la pérdida debería ser fácil de describir, y sin embargo no lo es.

Evitamos hablar de la muerte, por supuesto, por razones comprensibles, pero eso no significa que sea una forma sana de afrontarla. La tememos por nosotros mismos y por nuestros seres queridos. La pérdida es dolorosa, pero irreversible, por lo que gastar energía en ella puede parecer como invocar al dolor sin recompensa alguna. Para mí, cada vez está más claro por qué necesito procesar sus últimos momentos: para que no se conviertan en el recuerdo definitivo de quién fue mi padre. Con el tiempo, ese momento de decadencia terminal ha dado paso al hombre que cantaba enérgicamente el estribillo de Forever Young, de Bob Dylan, o que devoraba un curry los sábados por la noche, o que movía el dedo mientras denunciaba a políticos conservadores y laboristas por igual (de tal palo, tal astilla).

Pero tengo más claro que nunca que nuestra cultura debe ser mucho más amable cuando se trata de hablar de la pérdida. Cinco años después, he llegado a entender el duelo como un tema recurrente que a lo largo de la vida adopta muchas formas, no solo la de la muerte. Se siente cuando las relaciones o las carreras profesionales llegan a su fin. La pérdida trasciende las divisiones culturales y las diferencias de clase, aunque las distintas circunstancias hacen que su impacto varíe enormemente. Hablar de ello duele, pero el dolor es más corrosivo cuando se reprime. Quizá la falta de palabras no sea el problema: el mero hecho de decir algo, cualquier cosa, rompe el tabú que más nos duele.

*Owen Jones es columnista de The Guardian

Traducción de Julián Cnochaert