Me llamo Aimen Dean, crecí en Arabia Saudí y soy el más pequeño de seis hermanos. Cuando tenía 13 años, murieron mis padres: mi padre en un accidente de tráfico y mi madre de un aneurisma cerebral.
Poco después de su muerte, en 1992, comenzó la guerra de Bosnia. Las noticias detallaban las atrocidades cometidas contra musulmanes indefensos y los periódicos alababan la valentía de los hombres saudíes que luchaban junto a ellos. Mi hermano mayor nos había hablado de la importancia de luchar por defender el Islam, y cuando supe que un amigo de mi infancia se había unido a los combatientes fundamentalistas islámicos de Bosnia, sentí que abría el camino para mí.
Durante el entrenamiento me sentí empoderado. Unas semanas antes, yo era un 'empollón' que vivía en un Estado policial conservador. De pronto me encontraba en un campo de entrenamiento, en la cima de una montaña, sosteniendo mi primer AK-47. Era embriagador. Me convertí en un yihadista comprometido con la causa. Cuando nos disparaban, me subía la adrenalina y contraatacaba. Siempre me sentía dispuesto a morir. En mi cabeza estaba presente el pensamiento: “Hoy puede ser el día en que alcance la felicidad eterna”.
Tras la guerra de Bosnia, conocí a líder de Al-Qaeda Khalid Sheikh Mohammed en una boda, y él me habló fervorosamente de la necesidad de liberar al mundo musulmán de la influencia estadounidense. Me convenció de entrenarme con ellos. Antes del fin de ese año, ya había conocido a Osama bin Laden y había realizado un juramento de lealtad.
Tenía solo 19 años y ya entrenaba nuevos reclutas que a menudo carecían de los conocimientos básicos sobre historia y teología islámica. Muchos se apuntaban para escapar de la extrema pobreza en Yemen. Luego comencé a fabricar explosivos y armas químicas y biológicas. Me fascinaba la ciencia y no pensaba en las potenciales consecuencias. Pensaba que esas bombas serían utilizadas contra bases militares estadounidenses en Oriente Medio y nunca se me ocurrió la posibilidad de que provocaran la muerte de personas civiles.
Cuando en 1998 nos llegó la noticia de los atentados con bomba contra dos embajadas estadounidenses en África oriental, fue un punto de inflexión: murieron 200 africanos inocentes solo para asesinar a 12 diplomáticos estadounidenses. Cuando le pregunté a mi líder de Al-Qaeda cómo se justificaba esto, me habló de una fetua (decreto religioso) de 700 años de antigüedad que justificaba el asesinato de civiles. Sentí que estaban distorsionando nuestros principios más allá de lo tolerable. Decidí que ya no quería ser parte de esa historia.
Aproveché que tenía que realizarme un chequeo médico para viajar a Qatar. No pensaba regresar, y cuando al llegar me arrestaron por sospechas de actividad terrorista me sentí aliviado. Inmediatamente confesé mi participación en Al-Qaeda y, según como yo lo veía, mi arresto era cosa del destino.
Me enviaron al Reino Unido durante siete meses para ser interrogado. Durante ese tiempo, muchas de mis creencias más arraigadas fueron cayendo a causa de la amabilidad con la que me trataron. Me habían enseñado a ver a las personas occidentales como animales, pero ahí estaba yo, comiendo y charlando durante largos periodos de tiempo con personas respetables.
Cuando me pidieron que fuera espía del Servicio de Inteligencia del Reino Unido, acepté inmediatamente. Durante los siguientes ocho años, viajé regularmente entre Londres y Afganistán: Al-Qaeda creía que yo me dedicaba al contrabando de dinero y equipamiento y que les estaba ayudando a reclutar combatientes en el Reino Unido. Pero en realidad, recababa información y le enviaba a la Inteligencia británica el diseño de un dispositivo para dispersar agentes químicos mortales.
Era consciente de los riesgos y pasaba muchas noches sin dormir. Pero mi trabajo de espía no terminó hasta 2006, cuando unos periodistas consiguieron información clasificada sobre mi trabajo y sin querer publicaron datos sobre mi identidad falsa en la revista Time. Yo estaba de vacaciones cuando me enteré de esto. Recibí un mensaje de texto de un compañero de Al-Qaeda que ponía: “Tenemos un espía entre nosotros”. Todavía no se habían dado cuenta de que el espía era yo.
Finalmente, emitieron una fetua en mi contra y hace tres años los servicios de seguridad descubrieron los planes que tenían para secuestrarme y asesinarme, concebidos por un excompañero de Al-Qaeda. En aquel momento, yo ya estaba casado y mi mujer estaba embarazada de cinco meses. Pero no me arrepiento de trabajar para Occidente. Yo sé que la información que aporté frustró algunos ataques terroristas y se salvaron muchas vidas.
Todavía vivo en el Reino Unido y soy copresentador de un podcast en el que cuento mi experiencia para arrojar luz sobre Oriente Medio. También trabajo como asesor de seguridad. Nunca me sentiré seguro por completo, pero tomo las precauciones que puedo.
Traducido por Lucía Balducci