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Familias divididas por una valla

The Guardian

Paul Lewis - San Diego7 Tijuana —

Estados Unidos y México están separados por una frontera de 3145 kilómetros. En un pequeño tramo, que tiene unos 15 metros de ancho, las familias pueden tocarse con las yemas de los dedos a través de una valla de acero.

En este lugar, donde el Océano Pacífico acaricia la playa de arena y donde San Diego se convierte en Tijuana, el Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos permite que las familias que han quedado separadas por su inclemente sistema de inmigración puedan tener un breve encuentro.

En esta tierra de nadie, cada vez más angosta, los agentes fronterizos hacen la vista gorda cuando los miembros de una misma familia que viven en ambos países y que tienen situaciones legales dispares se encuentran bajo el sol abrasador.

En el contexto de un año electoral marcado por los discursos en contra de los inmigrantes y en contra de los mexicanos, estos encuentros invitan a una reflexión profunda. El candidato republicano con más posibilidades, Donald Trump, y su principal contrincante, Ted Cruz, han hecho campaña para que la valla que ahora separa Estados Unidos y México se convierta en un muro de hormigón.

Para personas como Jonathan Magdaleno esta medida tendría consecuencias inmediatas. Este joven de 25 años se encuentra en el lado estadounidense de la valla y toca la reja metálica con las palmas de las manos. Al otro lado, su novio, su madre y dos de sus hermanas hacen esfuerzos por ver su rostro entre el acero y las sombras. “Tengo mucha suerte”, indica: “Mucha gente no conoce la existencia de este lugar”. 

Cuando tenía 13 años Magdaleno pisó por primera vez territorio estadounidense, tras atravesar a pie durante cuatro días y cinco noches el desierto de Arizona con su padre y sus dos hermanos menores. Toda su familia regresó a México y él se quedó solo en San Diego, donde estudia enfermería. 

Recientemente su familia se mudó de la ciudad de México a Tijuana para estar más cerca de él, en parte porque supieron de la existencia de un tramo de la frontera donde se podían ver todos los fines de semana.

Tanto él como su familia hacen un gesto de desaprobación cuando se menciona el nombre de Donald Trump. “¿Un muro macizo? No creo que sea consciente del daño que haría”, indica Magdaleno.

El Parque de la Amistad

Decenas de familia se reúnen semanalmente en este tramo de la frontera, conocido como el Parque de la Amistad. Muchas otras llegan desde más lejos. Para estas familias, la visita representa una ocasión especial, un viaje que tal vez hagan una sola vez en su vida. Quieren ver a familiares que no han visto en años, a veces incluso décadas.

Para los ancianos o para las personas con una enfermedad terminal tal vez esta sea la última oportunidad que tienen de despedirse de los seres queridos que viven en el otro lado de la valla. Semanalmente se ven escenas de padres que quieren que sus hijos conozcan a los familiares que viven en el otro lado. 

María Cruz, de 39 años, se tapa con una manta, y se seca las lágrimas mientras nos habla del “milagro”.  Al otro lado de la valla se encuentra su madre, a la que no había visto en 13 años, así como muchos sobrinos y sobrinas a los que no conoce. Cruz, que vive en Sacramento y limpia oficinas, ha conducido diez horas. La ha acompañado su hija Fátima, una joven de 20 años. El lado mexicano de la familia ha viajado desde La Barca, situado en la provincia de Jalisco.

Cruz dice que la experiencia ha sido “amarga y dulce”, una expresión que sirve para describir un lugar donde las familias tienen la oportunidad de verse pero donde al mismo tiempo perciben el abismo infranqueable que las separa. La situación puede ser muy desconcertante para los niños. “¿Por qué no podemos pasar?”, pregunta uno de los sobrinos de María: ¿Por qué no nos podemos abrazar?“. ”No podemos“, le explica María entre sollozos: ”Son muy estrictos“. 

¿Muro o valla?

Entre los expertos en seguridad fronteriza no hay consenso sobre si un muro de hormigón es más seguro que una valla de acero. El hormigón no es más impenetrable que una valla fortificada.

El tramo de 1.000 kilómetros de la frontera entre Estados Unidos y México que no tiene obstáculos como montañas y ríos es uno de los lugares más vigilados del planeta. Los sensores de movimiento, los radares, los aviones no tripulados, las cámaras de circuito cerrado y un ejército de agentes fronterizos libran una exitosa batalla contra la inmigración ilegal. 

Trump y Cruz proponen construir un muro, lo cual supone impulsar un ambicioso proyecto de infraestructura en un momento en que la entrada ilegal de mexicanos se encuentra en un nivel mínimo histórico. 

Este muro tampoco resuelve la situación de ilegalidad de todos aquellos que se quedan en Estados Unidos con un visado caducado, que representan la mitad de los inmigrantes ilegales de Estados Unidos. Tampoco impide que los narcotraficantes construyan túneles como el que se descubrió la semana pasada en el desierto de California. 

Trump quiere construir un muro de entre 9 y 15 metros de altura y también pretende que México asuma los costes de las obras. Sería un símbolo potente, parecido al muro de Berlín o al muro de hormigón que separa a los israelíes y a los palestinos en Cisjordania. 

Esta valla sería la culminación de un largo proceso de fortificación que ha durado décadas. El Parque de la Amistad, que fue concebido como un parque de California y fue inaugurado por la entonces primera dama Pat Nixon, también se ha ido transformando a lo largo de los años. En aquella época un alambrado de púas separaba ambos lados de la frontera y a la primera dama le pareció excesivo. Pidió retirar parte de la alambrada para poder saludar a un grupo de personas que se encontraban en el lado mexicano. “Espero que esta alambrada no permanezca mucho tiempo”, dijo. Desde entonces la valla ha crecido y la política de inmigración del gobierno se ha endurecido. 

En 1979, durante el mandato del presidente Jimmy Carter, el alambre de púas dio paso a una valla de tela metálica. Esa estructura, vilipendiada hasta la saciedad, y que se oxidó y se torció, sobrevivió a la presidencia de Ronald Reagan, que amnistió a millones de mexicanos que residían en Estados Unidos de forma ilegal. En 1994 se modernizó la valla. 

La nueva valla era una malla de alambre duro de tres metros de altura. Los huecos eran lo suficientemente grandes como para pasar comida y cerca de la playa, donde los huecos que había entre las vigas de acero todavía eran mayores las parejas se podían besar y los niños más pequeños podían pasar al otro lado para abrazar a sus familiares.

Pasó otra década y las familias seguían encontrándose en la playa, como habían hecho durante generaciones, y compartían picnics y miraban el mar. 

Después del 11-S

Todo cambió tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. El presidente Bush reforzó el control fronterizo con unas medidas que todavía están en vigor. La administración decidió que el Parque de la Amistad era competencia exclusiva de California. En 2008, el parque fue declarado “zona de construcción”. Un año más tarde, las familias que visitaron el parque comprobaron que se habían construido dos vallas de acero, a unos 27 metros de distancia la una de la otra, sobre lo que casi parecía una zona militarizada. 

No fue hasta hace cuatro años que la patrulla de fronteras, presionada por las iglesias locales y los grupos humanitarios, permitió que las familias pudieran llegar hasta la segunda valla para reencontrarse con sus familiares. El parque está abierto los sábados y los domingos, de diez de la mañana a dos de la tarde, y la mayoría de los visitantes conoce de su existencia a través de otra persona. 

Se trata de un lugar seguro y, sin embargo, ningún agente de la patrulla de frontera lo recomienda. La única mención al Parque de la Amistad en la página web de las patrullas fronterizas alerta sobre la trata de personas, el narcotráfico y la venta de documentación falsa. “Aunque hace mucho que se convirtió en un lugar de reunión para familias que han quedado separadas por la frontera no toda la actividad que se lleva a cabo es inofensiva”, indica.

Los guardias fronterizos que vigilan el parque han sido especialmente entrenados para fomentar la integración comunitaria y la mayoría trata a los visitantes con cortesía. Sin embargo, se consideran autoridades policiales. “Para nosotros, esto es un muro”, indica Payam Tanoami, que hace guardia en el parque: “Es un obstáculo a superar”. 

Durante varios meses del año, la carretera se inunda y los visitantes se ven obligados a caminar por un camino polvoriento que atraviesa campos de plantas silvestres y crasas, o caminar por el litoral. 

Los grupos comunitarios locales explican que hay un acuerdo tácito con las patrullas fronterizas, que no hacen preguntas en torno a la situación legal de los inmigrantes que se encuentran en el parque (los guardias niegan que este acuerdo exista y lo cierto es que sus agentes han interrogado a personas que se encontraban en las inmediaciones del parque). 

Pese a las dificultades de acceso, los habitantes de ambos lados de la valla han convertido el parque de la Amistad en un lugar que promueve los intercambios culturales. Durante los fines de semana, además de los reencuentros familiares, se celebran ceremonias religiosas, se imparten clases de yoga y de idiomas, se dan consejos legales gratuitos, se organizan conciertos y también tienen lugar muestras de solidaridad. 

Un abrazo fugaz

Sorprendentemente, un activista local, Enrique Morones, logró convencer a los guardias para que levantaran una viga de acero que bloquea una puerta en la valla, con el fin de celebrar una ceremonia en la que los niños que están separados de sus madres pueden abrazarlas. 

Esta ceremonia de dos minutos se celebró en 2013 y en 2015, y sirvió para que un grupo de madres preseleccionadas y sus hijos pudieran abrazarse y conmemorar el Día del Niño, una fiesta mexicana que se celebra en abril. El próximo abril la puerta también permanecerá abierta durante unos minutos. 

Lourdes Barraza, una mujer de 43 años que vive en Tijuana, fue una de las madres seleccionadas el año pasado y pudo abracar a sus dos hijos; Giovani, de 13 años, y Alexis, de 11, que viven en Fresno. 

Cuando la puerta se abrió, los niños, que no sabían que debían esperar en la cola junto con el resto de familias, corrieron a abrazarla. La mujer recuerda lo difícil que fue para ella decirles que tenían que esperar su turno. “El guardia nos dijo que si no cumplíamos con las indicaciones cerrarían la puerta”, indica.

Barraza, originaria del estado mexicano de Sinaloa, cruzó la frontera en 1996, escondida en el maletero de un coche junto con otros polizones. Tenía la esperanza de poder proporcionar una vida mejor a sus hijos. Durante años, recogió uvas en el Valle Central de California hasta que en 2013 fue deportada junto con su hija pequeña. Sus dos hijos se quedaron en Estados Unidos al cuidado de su ex pareja. Mientras habla con the Guardian, Barraza permanece sentada en un banco situado en el lado mexicano, muy cerca de la puerta. “Fue una experiencia maravillosa”, recuerda: “Pero también muy triste”.

El lado mexicano del Parque de la amistad hace honor a este nombre mientras que el lado estadounidense recuerda una prisión de máxima seguridad. El primero está abierto a todo aquel que quiera ir y no tiene horarios. Han convertido las vigas oxidadas en un colorido mural, lleno de pinturas y de grafitis que son un testimonio de la solidaridad, la empatía y la amistad de México con el país vecino. 

Durante los fines de semana, cuando la patrulla de frontera permite el acceso, en el lado mexicano se produce una explosión de actividad, con mariachis y puestos que venden coco y tamales.

La deportación inesperada

Para uno de los hombres que participa en una de las reuniones que se celebran cerca de la valla, esta actividad le resulta ajena. Lleva una camiseta del ejército de Estados Unidos, unas gafas envolventes y mochila. Alex Murillo parece un turista. “Mis vínculos con México son prácticamente inexistentes, salvo por el hecho de que nací en ese país”, explica con un acento idéntico al de los guardias que vigilan desde el otro lado. “Toda mi familia vive en Phoenix. Quiero a mi país y no me puedo creer que me haya hecho esto”.

Este hombre de 38 años fue deportado hace dos años, tras pasar toda su vida en Estados Unidos. Llegó a ese país cuando era un bebé, fue a la escuela, tuvo cuatro hijos que son ciudadanos estadounidenses y sirvió en el ejército entre 1996 y 2000.

Murillo pensó que si se alistaba en el ejército automáticamente le concederían la ciudadanía estadounidense, pero nunca lo confirmó. En 2012 comprobó que estaba equivocado cuando lo enviaron a un centro de detención tras cumplir una condena de 37 meses en la cárcel por haber transportado marihuana en Arizona. Tres meses más tarde, fue deportado.

Desde entonces, Murillo ha intentado rehacer su vida en Rosarito, un pueblecito costero situado a 10 millas de la frontera. Enseña a los niños a jugar a fútbol americano. Todos los domingos se reúne en la valla con un grupo de activistas que están intentando que él y otros veteranos deportados puedan regresar a Estados Unidos; el país por el que estaban dispuestos a morir.

“¿Qué puede ser más estadounidense que un soldado del Ejército de Estados Unidos?”, se pregunta Murillo, con una perplejidad parecida a la que alguien pudiera tener si bajara de un avión y descubriera que ha llegado al aeropuerto equivocado. Apoya su rostro contra la red: “¿Te imaginas cómo te sentirías si te expulsaran de tu país?”.

Traducción de Emma Reverter