De pie junto a la ventana, mientras las balas pasan cerca, Khaled Ahmed señala el sucio callejón debajo de su piso y habla de la última vez que vio combatientes del ISIS, hace poco más de una semana.
“Eran cuatro, y no tenían más de 12 años”, dice mientras descorre una raída cortina en su piso en el centro de Mosul. “Mientras caminaban, los rifles que llevaban en la espalda iban tocando el suelo. Estaban muy asustados”.
Arriba en el tejado, la policía había hecho grietas en los muros para observar y disparar al enemigo que se atrincheraba al otro lado de la calle, en las ruinas del edificio donde estaban las oficinas del gobernador. Después se protegían tras los muros cuando los insurgentes respondían a los disparos.
El piso de Khaled ha estado en el epicentro de la guerra contra el grupo terrorista desde hace tres años. Primero funcionó como un centro de inteligencia desde el cual se pasaban por teléfono los detalles de las actividades de ISIS, y ahora ha quedado en la primera línea de una batalla que se va acercando lentamente al lugar de origen de ISIS: la Gran Mezquita de Al-Nuri, donde en 2014 el líder del grupo, Abu Bakr al-Bagdadi, declaró el califato islámico.
La familia de Khaled es una de las dos únicas que quedan en el barrio, un rincón de la ciudad saqueado y atacado que está perdiendo rápidamente sus habitantes. Los pocos civiles que quedaban fueron desplazados la semana pasada: las personas mayores y los enfermos, junto con padres llevando a sus hijos a cuestas por las calles embarradas, llenas de humo y neblina, marcharon hacia puntos de encuentro en las afueras de la ciudad, para convertirse en los refugiados iraquíes más recientes.
Los que lograron salir de la ciudad pueden considerarse afortunados. Más de 2.000 civiles resultaron gravemente heridos en la batalla que comenzó el 17 de octubre con una ofensiva en la ribera oriental del río Tigris y ahora se ha pasado a la orilla occidental, un laberinto de suburbios abarrotados donde un enemigo despiadado y enquistado no da tregua.
Se cree que unas 300.000 personas quedan atrapadas en los barrios que aún no han alcanzado las fuerzas y los aviones de caza iraquíes. Su delicada situación ha sido remarcada la semana pasada por una serie de ataques aéreos que destruyeron una parte del barrio Mosul Jdeideh y mataron a 150 personas, dando lugar a críticas contra los militares estadounidenses e iraquíes que ordenaron los ataques por no tener en cuenta la población civil atrapada en la zona.
“¿Qué podemos hacer?” se pregunta Mudar Salam, un agente de policía, mientras se refugia en un portal cerca de la primera línea de batalla. “ISIS los usa de escudo. Recordad que nuestro pueblo hace diez años que sufre asesinatos en manos del ISIS, en hogares y mezquitas”.
Santuarios demolidos
Mudhar, junto con otros agentes de su unidad –todos musulmanes chiíes–, insiste en mostrarnos el sitio donde estaba el santuario de Nabi Sheet, justo a la vuelta de la esquina. “Esto es lo que le hacen a la religión”, señala el teniente Adil al-Saade, de pie junto a las banderas chiíes clavadas donde estaba el ahora demolido santuario. “Vamos a lograr que esta ciudad vuelva a ser respetable”.
A lo largo de la calle que lleva al piso de Khaled, se ven policías entre las ruinas. Mucho antes de que llegara la guerra a la ciudad, los portales de Mosul eran famosos por sus esculturas de madera. Muchos han sobrevivido, pero la mayor parte de los interiores han quedado destruidos.
El camino de destrucción de la guerra nos guía hacia el edificio donde vive Khaled, donde su mujer preparaba la comida para las tropas que estaban en el tejado. “Esos niños que ahora son terroristas solían venir aquí con sus maestros”, dice Khaled. “Ninguno sabe que yo soy informante de las fuerzas iraquíes desde que ISIS llegó aquí”. A cambio de su ayuda, la familia recibe electricidad, cigarrillos y protección, verdaderos lujos teniendo al enemigo tan cerca.
Por encima de nuestras cabezas, resuena la artillería pesada y las balas vuelan hacia las posiciones de ISIS. Los helicópteros iraquíes disparan sus ametralladoras contra edificios lejanos. De tanto en tanto, una nube de humo se infla sobre Mosul, resultado de uno de los varios coches bomba.
Esta semana no ha habido ataques aéreos a la ciudad, ya que el Ejército estadounidense llevó a cabo un recuento formal de los muertos en los ataques a Mosul Jdeideh. Las fuerzas iraquíes cambiaron de tema cuando les preguntamos, y nos hablaban en cambio de cómo estaban ayudando a los desplazados a salir de la ciudad.
En el sur de Mosul, donde alguna vez hubo un aeropuerto, mujeres y niños deambulan por una avenida llena de eucaliptos que es la entrada a la segunda ciudad más grande de Irak. Columnas de humo negro se erigen a lo lejos y más personas aparecen caminando rezagados para huir del apocalipsis.
El cuento de las dos ciudades
El río Tigris serpentea, igual que lo ha hecho durante miles de años, dividiendo una ciudad que siempre ha tenido dos mitades, tanto geográfica como socialmente. Desde que llegó la guerra, se ha convertido en la historia de dos ciudades. Mientras el oeste se marchita, la parte oriental de Mosul comenzó a volver a la vida la semana pasada. Los mercados rebosaban de productos y de gente, y más civiles iban y venían.
El aumento de población que regresa a la ciudad hizo que algunas ONG, como Handicap International UK, advirtieran sobre el peligro de bombas que puedan haber quedado sin explotar.
“Ya han regresado a sus hogares más de 70.000 personas. Las calles y las casas que no fueron destruidas están llenas de explosivos de guerra y otros explosivos caseros improvisados. Es muy peligroso”, dice Maud Bellon, coordinador de la organización.
En una estación de autobús al sur de la ciudad, grandes camiones descargan a los que huyeron del otro lado de la ciudad. Hombres y niños son llevados a un sitio, las mujeres a otro. Algunos hombres llegan mareados y cubiertos de polvo, tras pasar días removiendo escombros de forma frenética e inútil en busca de familiares o vecinos.
“Desaparecieron todos”, asegura Mustafa Khalil, que pasó cuatro días intentando encontrar a sus dos hijos y a su madre. Con la mirada perdida, se encoge de hombros. “¿Qué podía hacer yo solo? Los bloques eran demasiado grandes y no vino nadie a ayudarnos”.
En la tienda de campaña que se montó para recibir a los hombres, el clima es el mismo. La cruel aceptación de una pérdida inconmensurable. “Todo esto acabará pronto”, asegura Khalil. “Y entonces podremos llorar”.
Informe adicional de Salem Rizk
Traducido por Lucía Balducci