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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

OPINIÓN

La fiesta navideña en Downing Street es un insulto a las víctimas de la pandemia

Médica especializada en cuidados paliativos —

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Escribí esto, al borde de las lágrimas, cuando aún no había salido ni un solo ministro a defender la posición del Gobierno sobre esa fiesta el 18 de diciembre del año pasado en Downing Street. Es sencillamente indefendible. No hay matices ni grados posibles. Tan blanco y negro como la vida y la muerte. Si algún representante electo estuvo presente en una fiesta de tan mal gusto debería dimitir. Ellos lo saben y nosotros también. Sólo una parodia miserable de la idea de “servicio público” les permitiría continuar en el cargo.

Hasta unas horas antes de pedir perdón, Boris Johnson y sus ministros seguían insistiendo en que no se había celebrado dicha fiesta.

“La máxima prioridad es asegurarse de que se salvan vidas”, dijo este miércoles el ex ministro de Sanidad, Matt Hancock, siempre listo para sacar rédito personal de una pandemia. En declaraciones al programa de la cadena ITV Good Morning Britain, Hancock dijo que no podía hablar sobre el aparente incumplimiento de las normas porque en ese momento estaba muy ocupado salvando vidas. ¿Perdón? Sí, sí, se trata del mismo Matt Hancock que vio la necesidad de besarse con su ayudante Gina Coladangelo aquella tarde en el Ministerio de Sanidad mientras se le suponía ocupado gestionando la pandemia. Suficiente como para darle arcadas a cualquier profesional de la medicina como yo.

Médicos desesperados y políticos de fiesta

Así que permítanme recordarles lo que estábamos haciendo en el Servicio Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en inglés) mientras los miembros de la élite del Gobierno aparentemente participaban del jolgorio. Aquel 18 de diciembre, la desesperación era palpable en los pasillos de los hospitales. Estábamos pasando por la réplica más espantosa de la primera ola de la COVID-19. El uso de la palabra “espantosa” es deliberado. Las salas de los hospitales y las unidades de cuidados intensivos estaban llenas de víctimas de la pandemia. Los pacientes se asfixiaban mientras buscábamos iPads para que pudieran comunicarse con sus familiares. Algunos murieron porque tuvimos que racionar los respiradores artificiales. Fue medicina de guerra en su forma más brutal.

Aquel 18 de diciembre, mientras nos dicen que había miembros del Gobierno y de su equipo de asesores mordisqueando quesos y bebiendo champán, mis colegas y yo estábamos paliándole los síntomas a personas demasiado frágiles y débiles como para tener una oportunidad de sobrevivir a la COVID-19. Ancianos o personas inmunodeprimidas, por lo general. Ya saben, esos miembros “prescindibles” de la manada. En muchas ocasiones, lo único que podíamos hacer era darles morfina para quitarles el terror de luchar por el aire. No hay sensación más aterradora que la de no poder respirar.

Parte del espanto tenía que ver con que ya habíamos pasado antes por ahí. Mientras Downing Street aparentemente estaba de fiesta, nosotros contemplábamos por segunda vez el mismo horror. Los asesores científicos del Gobierno llevaban tiempo avisando de la necesidad de imponer restricciones durante el invierno. En lugar de escucharlos, Boris Johnson cedió al populismo barato de convertirse en el hombre que “salvó” la Navidad, un mesías de “tienda de todo a 100” para el que su propia autopromoción era más importante que salvar vidas. “Qué monstruosa arrogancia”, recuerdo haber pensado entonces.

La dignidad de los ciudadanos

El 18 de diciembre, 68.442 personas habían muerto por COVID-19. Para el 19 de febrero, esa cifra había ascendido hasta los 121.867 fallecidos. Más de 50.000 muertes por COVID-19 en solo dos meses. El impronunciable coste de la altanería de un Gobierno.

Pero paradójicamente, el aspecto más desgarrador de todo esto fue también el más positivo. Un día tras otro pude ver la asombrosa dignidad de los ciudadanos. La abnegación de los seres queridos obedeciendo voluntariamente las normas, aunque el coste de hacerlo fuera inconmensurable. La abnegación de los que no pudieron visitar a sus esposas, a sus maridos o a sus padres en el hospital; de los que optaron por quedarse en casa para no poner en peligro a los demás; de los que perdieron la oportunidad de despedirse; y de los que tuvieron que asistir por Zoom a los funerales y pasar su duelo en aislamiento.

En una ocasión tuve que rogar, suplicar y arrastrarme ante mis superiores para convencerles de que autorizaran la entrada de un adolescente y su madre para despedirse de su padre, que se moría por COVID-19 durante mi guardia. ¿Pueden imaginarlo? ¿Una enfermedad tan mortal y que se contagia tan fácilmente que los hospitales se ven obligados a imponer restricciones así de draconianas? En aquella ocasión, me permitieron admitir al niño y a su madre. Les concedieron una hora junto a la cama del moribundo al que amaban. ¿Pero a cuántos otros no se les permitió?

Aunque Boris Johnson se haya reído y haya bromeado durante toda la pandemia, lo cierto es que la ciudadanía siempre ha sabido que el sacrificio personal es un acto radical de bondad y que la entereza de cada uno ha servido para salvar vidas. Nos hemos contenido voluntariamente porque sencillamente nos preocupamos por los demás. Por el contrario, si es cierto lo que hemos oído sobre la fiesta, sobre las bromas, la complacencia y el incumplimiento de las normas por parte del Gobierno, sería un auténtico corte de manga a un mínimo de decencia humana. Se les debería caer la cara de vergüenza.

*Rachel Clarke es médica de cuidados paliativos y autora del libro 'Breathtaking: Inside the NHS in a Time of Pandemic'.

Traducción de Francisco de Zárate

(La redacción de elDiario.es ha actualizado este artículo para incluir las declaraciones de Boris Johnson de este miércoles)