El fin de las turberas: Irlanda sacrifica una ancestral fuente de energía para luchar contra el cambio climático

Rory Carroll

Cuando la empresa semi-estatal encargada de las turbas en Irlanda anunció el cierre de 17 turberas, la noticia fue recibida como el fin de una era. Convertir el paisaje húmedo que cubre gran parte de la región central de Irlanda había sido un gran proyecto nacional, una empresa ambicioso lanzado por los padres fundadores de la república en los años 30. Drenar y cortar cientos de miles de hectáreas de turba a escala industrial generó empleos que hacían mucha falta y redujo la dependencia de los combustibles importados por casi un siglo.

Por eso, surgió cierta nostalgia cuando el mes pasado Bord na Móna, la empresa encargada de trabajar en las turberas, anunció que cerraría 17 de las “turbas activas”, junto con un proyecto de cerrar en los próximos siete años las 45 que quedarán. Nostalgia pero también aceptación, dada la cada vez mayor consciencia de que las turberas emiten gases invernadero que empeoran el cambio climático, haciendo necesario un cambio hacia energía renovables. “La descarbonización es el mayor desafío al que se enfrenta el planeta”, aseguró Tom Donnellan, director ejecutivo de la empresa.

El anuncio llegó después de que el taoiseach (jefe de gobierno de Irlanda), Leo Varadkar, prometiera convertir a Irlanda en líder mundial de la protección medioambiental, con un plan gubernamental de acción contra el cambio climático con un presupuesto de 22.000 millones de euros. Irlanda, que ya es una potencia progresista en cuestiones sociales, ahora se convertiría en un faro para el medioambiente.

El problema, según académicos y expertos en el medioambiente, es que todo es pura palabrería. Cerrar las turberas, dicen, es hacer poco y tarde; un falso consuelo, ya que las turbas devastadas seguirán emitiendo gases invernadero. Y el compromiso del Gobierno de convertirse en líderes de la lucha por el medioambiente, argumentan, no compensa el triste récord medioambiental que ostenta Irlanda, que podría traducirse en 600 millones de euros en multas por su incumplimiento de las metas de reducción de la emisión de gases.

John Sweeney, experto en clima y profesor de geografía de la universidad de Maynooth, afirmó: “El cambio climático requiere un pensamiento a largo plazo, pero los ciclos políticos son mucho más cortos y los de los grupos con intereses particulares mucho más aún”.

Las turbas, formadas por la acumulación de vegetación en descomposición, ayudan a regular el clima al quitarle dióxido de carbono a la atmósfera y almacenándolo en forma de carbono dentro de la turba. Como combustible, son más perjudiciales que el carbón, ya que al ser quemadas generan menos energía pero a la vez producen más emisiones de carbono. Dependiendo de cómo se calcule, la industria de las turberas es responsable de la emisión de entre 3 y 6 millones de los 62 millones de toneladas de gases invernaderos que Irlanda emite cada año.

Al parecer, Bord na Móna estaría dejando de ser un villano climático para transformarse en héroe climático. Se estima que su cosecha anual de turba se reducirá de 3 millones de toneladas en 2015 a unas 2 millones en 2020 y a menos de 1 millón de toneladas en 2025. Su planta de energía en Edenderry, en el condado de Offaly, ya no quema turbas y depende cada vez más de la biomasa. Durante el año fiscal 2017-2018, las energías renovables –incluida la eólica y la solar– representaron más del 60% de la producción de la empresa.

Pat Sammon, portavoz de las oficinas principales de la empresa en Newbridge, condado de Kildare, situadas al límite de los 958 kilómetros cuadrados que ocupa la Ciénaga de Allen, dijo: “Nos acercamos a una nueva era, porque el negocio principal de la empresa fue durante mucho tiempo la extracción de las turberas, y eso se está terminando”.

Sin embargo, los expertos en medioambiente no están muy impresionados. “Es un poco una cortina de humo. Todo está basado en los beneficios”, aseguró Florence Renou-Wilson, científica de investigación y experta en turbas del University College de Dublín. Afirmó que Bord na Móna estaba cerrando turbas que ya habían agotado y que no eran rentables. “Ya estaban secas y exprimidas”.

Renou-Wilson afirmó que la empresa estaba buscando nuevos mercados para las turbas en la horticultura y, mucho peor, no solía “re-humedecer” las turbas utilizadas, por eso la tierra devastada seguía emitiendo gases invernadero. “Las dejaban abandonadas”.

Las turbas cosechadas –las de Bord na Móna y las desarrolladas por operadores privados– producen unos 2,6 millones de toneladas de emisiones “fugitivas” por año. La rehabilitación podría volver a muchas turberas neutrales a nivel carbono o incluso convertirlas en sumideros de carbono. Catherine O’Connell, presidenta del Consejo Irlandés para la Conservación de las Turbas, dijo que la afirmación de Bord na Móna sobre descarbonizarse era una trampa informativa. “Lo que han hecho es una genialidad. Han logrado salir de esto con imagen de ecológicos. Pero son mineros. Lo que hacen es quitar la superficie viva de la turbera y cavar hacia abajo. Es la muerte realizada con mil cortes”.

Como meta medioambiental, poner fin al corte y la quema de turbas debería haber sido “pan comido”, dijo Tony Lowes, director del grupo Amigos del Medioambiente en Irlanda. “Pero hemos luchado por que quedara realmente bajo control por el peso emocional de lo que representa para la cultura del país”.

Los medioambientalistas dicen que esto encaja perfectamente en el patrón de autoridades estatales que evaden sus compromisos ecológicos. Irlanda emite 13 toneladas de gases invernadero por persona por año, el tercer nivel más alto de la Unión Europea. El Reino Unido emite ocho toneladas por persona.

Según los compromisos con la UE, Irlanda debía reducir el 20% de las emisiones, respecto de los niveles de 1990, para el año 2020. El objetivo para el 2030 es la reducción del 40%. Se calcula que Irlanda se excederá de la primera meta en 16 millones de toneladas y de la segunda en 50 millones de toneladas, pudiendo recibir multas calculadas entre 230 y 600 millones de euros.

El mes pasado, David Boyd, informante especial de la ONU sobre Derechos Humanos, dijo que el fracaso de Dublín de luchar contra el cambio climático era una violación de los Derechos Humanos. Boyd hizo estos comentarios en una presentación judicial para apoyar una denuncia de Amigos del Medioambiente en Irlanda, que acusan al Gobierno de “contribuir intencionadamente a niveles peligrosos de cambio climático”.

A principios de este año, Varadkar generó expectativas cuando pareció que iba a aumentar el impuesto al carbono, algo que muchos ven como algo básico y un paso esencial para reducir las emisiones. Pero el presupuesto del mes pasado lo dejó igual, a 20 euros por tonelada.

Los críticos dicen que el gobierno evadió sus compromisos medioambientales por miedo a ser reprobado en las urnas, un patrón que se estableció cuando respaldó un aumento repentino en la agricultura y la industria láctea, complaciendo a los votantes rurales y beneficiando a la industria pero esquivando las metas de emisión de gases.

La semana pasada, Richard Bruton, ministro de medioambiente, reconoció que Irlanda está “muy lejos del camino correcto” y anunció un plan para que cada ministerio tenga que responder por su contribución al cambio climático.

Traducido por Lucía Balducci