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ANÁLISIS

Por qué Finlandia y Suecia no pueden saber si estarán más seguras dentro de la OTAN

El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, recibe las cartas oficiales de solicitud de Klaus Korhonen y Axel Wernhoff, embajadores de Finlandia y Suecia.

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Durante mucho tiempo, los países nórdicos se vieron a sí mismos como elegantes potencias humanitarias que trabajaban por el mantenimiento de la paz. Las identidades nacionales de Suecia y Finlandia están ligadas a su política exterior hasta un punto inusual: los suecos se identifican con una tradición centenaria de neutralidad, mientras que los finlandeses destacan su talento para la realpolitik [política pragmática] y su capacidad para sacar el máximo partido a su volátil geografía, que incluye una frontera con Rusia de 1.330 kilómetros de extensión. Ahora que ambos países han presentado formalmente sus solicitudes de adhesión a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, cada uno de ellos renunciará a esta desviación de la norma europea. Finlandia, en particular, parece dispuesta a adoptar una política exterior más estándar. ¿Pero a qué precio?

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la élite política finlandesa ha navegado ágilmente entre el poder ruso y el occidental. A pesar de encontrarse en una situación complicada, los finlandeses han jugado su mano con una habilidad excepcional. A lo largo de las décadas de posguerra, Finlandia pasó de ser el país más pobre de Europa, como lo era en 1945, a tener el nivel económico del resto de Europa occidental, incluso manteniendo una sociedad mucho más igualitaria. Ahora, Finlandia está abandonando esta cautelosa estrategia de oscilación entre dos zonas de poder y abraza completamente a Occidente, a medida que el país escandinavo avanza hacia la OTAN.

Los analistas políticos de la derecha finlandesa dicen que, con su entrada en la OTAN, el país finalmente se ha convertido en un país “occidental”. Entre los progresistas finlandeses se habla de mejorar y reformar la alianza desde dentro, haciéndola menos belicosa, con la ayuda de Suecia. En general, prevalece la sensación de que Finlandia es un país cuyos dirigentes están pendientes de las idas y venidas del Kremlin desde hace tanto tiempo que ya han perdido la cuenta.

“Solíamos creer que conocíamos a esta gente y que ellos nos conocían a nosotros”, me dice el pensador y teórico jurídico finlandés Martti Koskenniemi. “Pero no se puede negociar con una potencia que ya no sabe dónde están sus intereses. Y si la potencia es más poderosa que tú —y se vuelve, en cierto modo, loca— entonces la pertenencia a la OTAN se vuelve razonable”.

¿Más seguridad?

Que Finlandia y Suecia vayan a estar realmente más seguras en la OTAN es otra cuestión. Sus declaraciones solo han suscitado una reprimenda moderada de parte del Kremlin, que ha advertido contra la expansión militar en ambos países. El régimen de Vladímir Putin nunca ha sugerido la posibilidad de hostilidades contra ninguna de las dos naciones, con las que siempre ha mantenido relaciones cordiales. Quien recuerde los pasados enfrentamientos militares entre Rusia y Finlandia y, a pesar de ello, se plantee hacer incursiones en Finlandia debería pensar en buscar un terapeuta (Finlandia ha sido a lo largo de su historia capaz de movilizar a amplios sectores de su población; el país también produce su propia versión del AK-47, y su elaborado sistema de búnkeres puede hacer que incluso las armas nucleares resulten menos efectivas).

Un punto delicado en la cuestión Finlandia-OTAN es que los rusos constituyen la mayor minoría en Finlandia. La principal organización que los representa ha dejado claro que es capaz de resolver cualquiera de sus problemas políticos recurriendo a los procedimientos de la política finlandesa. Pero algunos funcionarios finlandeses temen que Putin pueda utilizar los reclamos rusos en el interior de Finlandia como pretexto para ser hostil. Quizá una excusa aún más prominente sea que Finlandia ya es en la práctica un miembro de la OTAN. Desde 1996, Finlandia ha sido partícipe de ejercicios conjuntos de la OTAN en los países bálticos, así como en las misiones de la OTAN en Irak, Kosovo y Afganistán. Algunos políticos finlandeses creen ahora que, si ya son miembros de facto, podrían entrar en la OTAN formalmente antes de que sea demasiado tarde. Putin podría, según ellos, utilizar el estatus de Finlandia como cuasi-miembro de la OTAN como una razón para impedir la adhesión real.

Fin de la “finlandización”

Al unirse a la OTAN, Finlandia parece estar renunciando a su inusual confianza en su propia capacidad para conducir la realpolitik. La peculiar y delicada política exterior finlandesa, equilibrada entre Rusia y Europa occidental, suele recibir el nombre de “finlandización”. La finlandización fue una invención de Alemania Occidental, forjada por dos liberales en tiempos de la Guerra Fría, Walter Hallstein y Richard Lowenthal, que la crearon como garrote conceptual contra la “ostpolitik” del canciller Willy Brandt en la década de 1960. Temían que los intentos de Brandt de abrir Alemania Occidental a una mayor negociación con el Este trajeran consigo el riesgo de convertirla en una zona de influencia semi-soviética. “Finlandización”, en este sentido, fue casi siempre un término peyorativo que connotaba el sometimiento a una potencia mayor.

Pero es un peyorativo que la mayoría de los finlandeses no reconocen como parte de su historia. En la práctica, el país se benefició de sus buenas relaciones tanto con el Kremlin como con Europa. “Moscú llegó a convertir a Finlandia en un ejemplo de lo que las relaciones amistosas con la Unión Soviética podían aportar”, me dice el sociólogo finlandés Juho Korhonen. En la década de 1950, Moscú se empeñó en enviar petróleo a una refinería finlandesa y comprar el producto terminado. “Resulta útil pensar la política exterior del país durante la Guerra Fría como un tango”, dice Koskenniemi. “Dos pasos adelante, un paso atrás”. Mientras tanto, la cálida relación que Helsinki mantenía con Europa occidental la hacía cada vez más atractiva para las inversiones.

Ahora que Finlandia está a punto de entrar en la OTAN, el recuerdo de la finlandización corre el riesgo de ser reinterpretado como una especie de desvío a trompicones, previo a la entrada del país en Occidente concebida de antemano. Pero esto sería una pena para la futura configuración de Europa. No es que otros países puedan seguir una política de finlandización: las sugerencias de una “finlandización” para Ucrania o Georgia no tienen mucho sentido, ya que ninguna de ellas está en condiciones de obtener las mismas ventajas. Pero cuando ese tipo de postura distante, a la finlandesa, se torna insostenible, cuando ya no hay zonas de ambigüedad en Europa, cuando el continente se convierte en un espacio más maniqueo, plagado de políticas simbólicas en las que se adoptan medidas cada vez más extremas para demostrar la buena fe, la paz está en un peligro cada vez mayor.

Parece ser que pocos en las élites finlandesas creen que estarán manifiestamente más seguros en la OTAN, y nadie se engaña sobre el respeto sagrado del artículo 5 de la OTAN. “La defensa de la OTAN a sus miembros es un proceso de negociación abierto”, admite resuelto Koskenniemi. Para él, la entrada de Finlandia en la OTAN sirve para las apariencias. “No significa que ayer estábamos muy inseguros y mañana estaremos muy seguros en la OTAN”, dice. “Se trata de una negociación con un país que ya no puede negociar y, ante ello, la entrada en la OTAN ayuda a aclarar nuestra posición ante ellos”. Pero Koskenniemi es plenamente consciente de que, con la entrada en la OTAN, retrocederá otra característica llamativa que alguna vez Finlandia supo exhibir al mundo. La posibilidad de que un Estado siga su propio camino en Europa ahora parece un tanto más lejana.

* Thomas Meaney es miembro de la Max Planck Society en Göttingen.

Traducción de Julián Cnochaert.

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