Los hogares británicos se han convertido en cajeros automáticos para los accionistas de las grandes empresas energéticas. Para cualquier historiador futuro que quiera entender hasta qué punto estaba roto el modelo económico británico de la década de 2020, la dicotomía de estas dos estadísticas no requiere más explicación: 8.186 millones de euros de beneficios para BP –el segundo más alto de la historia– mientras se espera que la factura energética media de un hogar británico alcance este invierno los 4.270 euros al año.
Evidentemente, eso es inasequible para millones de familias británicas. Demasiadas de ellas ya se saltan comidas calientes para poder asegurarse que sus hijos están alimentados, mientras que las únicas dificultades que pueden encontrarse los accionistas son las resacas de demasiadas cenas con champán.
El hecho de que en mayo los conservadores se vieran obligados a imponer un impuesto sobre las ganancias extraordinarias no es una respuesta adecuada para la catástrofe humana que se avecina. El 25% adicional que pagarán sobre los beneficios sólo se aplica desde hace tres semanas, lo que significa que la gran fortuna amasada con anterioridad quedará intacta. En parte, se están beneficiando de la guerra: los horrores de Ucrania y las sanciones contra Rusia han disparado los precios del petróleo y el gas. A menudo, el exterminio de los conflictos armados ha resultado en lucrativas oportunidades de negocio. El hecho de que la historia repita a menudo este escandaloso fenómeno no lo hace menos grotesco.
Las empresas energéticas saben que los argumentos a favor de un impuesto mucho más ambicioso son indiscutibles, por lo que recurren a un giro desesperado. Unas tasas más altas resulta en la confiscación de un dinero que se necesita desesperadamente para la inversión verde, claman, poniendo en peligro la transición a la energía limpia necesaria para preservar la civilización de la amenaza existencial que supone la emergencia climática. No les crean.
Para empezar, a pesar de sus intentos de greenwashing para limpiar su reputación como luchadores contra el cambio climático, las mayores empresas petroleras y de gas del mundo gastan más de 178 millones de euros al año en hacer lobby a los políticos para que detengan, diluyan o destruyan las políticas necesarias para hacer frente a la crisis climática. El hecho de que las grandes empresas energéticas hayan destinado 1,19 millones de euros al Partido Conservador británico desde las últimas elecciones no es un derroche de dinero caprichoso: se debe a que confían en los tories para evitar que se tomen medidas más duras contra ellos. Esto no es un razonamiento ingenuo: basta con ver las exenciones fiscales del 90% que les concedió Rishi Sunak por invertir en la extracción de combustibles fósiles.
En cualquier caso, el dato demoledor es que el 60% de sus beneficios van directamente a los accionistas: nada de eso está financiando la inversión en nada, y mucho menos en energía limpia. Desde 2010 han repartido casi 237.000 millones de euros a los accionistas: imagínense cómo se podría haber utilizado ese dinero para promover la energía limpia, así como para reducir las facturas de los hogares. “No están utilizando el dinero para invertir, y cuando lo hacen, sigue siendo en mucho combustible fósil”, dice Mathew Lawrence, director del think tank Common Wealth. “En lugar de empresas energéticas, es mejor verlas como instituciones cuyo principal objetivo es gestionar los flujos de caja para recompensar a los inversores”.
Pero no todos los años arrojan beneficios tan abundantes, dicen las empresas energéticas: ¿qué pasa con los periodos de vacas flacas? Incluso entonces, si se hace la media de los años, las grandes empresas energéticas están hasta arriba de dinero. La oposición de sus defensores a un impuesto de gran envergadura es cada vez más desesperada: por ejemplo, afirman que perjudicará a los pensionistas, un punto completamente refutado por la investigación de Common Wealth, que destaca que los principales fondos de pensiones poseen menos del 0,2% de las acciones de BP y Shell.
¿Alguien consideraría que Noruega, que goza de uno de los mayores niveles de vida del planeta, es imprudente desde el punto de vista financiero? Pues su impuesto permanente sobre los beneficios caídos del cielo –con un valor del 56% además del impuesto de sociedades– significa que por cada 118 euros que recauda de los barriles de petróleo en el Mar del Norte, Gran Bretaña recauda 9,5.
Aunque ceder a la presión popular para imponer un impuesto más drástico a las empresas energéticas es lo máximo que podemos esperar bajo el gobierno tory, eso no significa que deba ser el límite de las ambiciones laboristas. Cuando se le preguntó a Keir Starmer en la televisión nacional durante la carrera por el liderazgo laborista de 2020 si apoyaba la renacionalización de la energía, levantó la mano, pero luego renegó de esta promesa, como hizo con muchos otros de sus compromisos de campaña.
Los impuestos solo ofrecen un remedio temporal, en lugar de ocuparse de una industria estructuralmente rota que el Gobierno nunca debería haber entregado a los especuladores. ¿Cómo es posible que Gran Bretaña sea una de las dos únicas naciones europeas que ha vendido por completo su red de transmisión eléctrica, por ejemplo, con National Grid repartiendo 1.660 millones de euros en dividendos a los accionistas (solo en 2021) en lugar de utilizarlos para invertir?
El presidente francés, Emmanuel Macron, difícilmente puede ser interpretado como un incendiario de izquierdas y, sin embargo, su Gobierno está tomando el control total de la empresa de energía EDF, ya nacionalizada en su mayoría. Como es de propiedad pública, el Gobierno ha podido ordenar a la compañía que asuma un golpe de 8.300 millones de euros para proteger a las familias de una crisis del coste de vida limitando simplemente las subidas de la factura a sólo un 4% este año. Como destaca la organización defensora de la propiedad pública We Own It, las investigaciones académicas apuntan a que los precios de la energía son hasta un 30% más bajos con un sistema de propiedad pública: he aquí una solución obviamente viable a largo plazo.
Un orden social que quita a los hogares con dificultades para que los accionistas acomodados reciban dividendos astronómicos en sus cuentas bancarias está roto y no se puede reparar. La posición de la candidata al Partido Conservador Liz Truss consiste en denunciar las ortodoxias económicas fracasadas que han prevalecido durante años, concluyendo que el problema es que los impuestos son demasiado altos para las grandes empresas, en lugar de decir, por ejemplo, que las empresas energéticas están desangrando a las familias británicas. Su ciega negativa a reconocer la realidad habla de un partido político que habita en un universo paralelo. La industria energética británica nunca debería haber sido reducida a una vaca lechera para los especuladores. Como mínimo, nuestros políticos de primera línea deberían sentirse avergonzados y deberían abordar esos superbeneficios y ofrecer a sus ciudadanos un bote salvavidas. Tal y como están las cosas, se les ha dejado ahogarse.
Traducido por Javier Biosca