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La guerra en el Congo se recrudece: “No pienso en los que maté yo mismo, ellos no pensarían en mí”

Jason Burke

Justin Kapitu se está muriendo. Él no lo sabe aún y es poco probable que los médicos que tratan al combatiente rebelde de 22 años se lo digan pronto. Pero sus posibilidades de sobrevivir más allá de unos pocos meses son prácticamente nulas.

Kapitu fue herido en diciembre, durante un enfrentamiento entre su grupo rebelde y un grupo rival. Pero pocos prestaron atención a esa batalla. Ni siquiera en los boscosos valles y colinas del extremo oriental de la República Democrática del Congo (RDC) donde se desarrolló. Ese tipo de cruentos y sangrientos enfrentamientos se han convertido en algo casi cotidiano.

Las balas destrozaron el brazo derecho de Kapitu y dañaron sus intestinos. Esquelético y traumatizado, lo atienden en el único hospital que hay para los quinientos mil habitantes de Masisi, a unos 1.500 kilómetros al este de Kinshasa, la capital.

Kapitu pesa 30 kilos, sufre dolores constantes y asimila solo una quinta parte de la pequeña cantidad de comida que puede ingerir. Abandonado por sus antiguos compañeros, tiene dudas sobre el paradero de su familia. “Yo sólo era un soldado raso, así que realmente no sé por qué estábamos peleando”, afirma. “Hay muchas razones por las que creo... No creo que las guerras aquí terminen nunca, lo más probable es que empeoren”.

Muchos comparten su opinión. En los últimos meses, el inmenso país de África Central ha sido golpeado por una oleada de violencia, rebeliones, protestas y disturbios políticos. Crece la preocupación de que se desate una guerra civil como la que entre 1997 y 2003 terminó con la vida de cinco millones de personas.

El deterioro de la autoridad central ha empeorado la situación de seguridad en todo el país. Las milicias rivales que dominan grandes zonas del territorio, a menudo compitiendo por los ricos recursos de la RDC, se han envalentonado. Mientras el presidente Joseph Kabila se aferra al poder a la desesperada, varios grupos y líderes están usando la violencia para ganar dinero, territorio y apoyos antes de las posibles elecciones de 2018.

La situación es desesperada. De acuerdo con un informe de las Naciones Unidas de marzo, más de 13 millones de congoleños necesitan ayuda humanitaria, el doble que hace un año; y 7,7 millones enfrentan una grave situación de inseguridad alimentaria, un 30% más que hace un año. Muchos empleados de organizaciones humanitarias se quejan de que la atención mundial se haya desviado hacia las crisis de Oriente Medio, con mayor cobertura mediática.

Según las últimas cifras, hay más de 4,5 millones de desplazados, el número más alto para la RDC en 20 años. También, brotes de cólera. La lucha, como teme Kapitu, está empeorando.

En las últimas semanas, miles de soldados del ejército oficial lanzaron un ataque por aldeas de toda la provincia de Kivu Norte, hogar de los grupos rebeldes. En las proximidades de Beni, el ejército de la RDC lucha contra una milicia de inspiración islamista a la que se le atribuye el asesinato en noviembre de 14 miembros de las Fuerzas de Paz de la ONU (la pérdida más grave que en los últimos 25 años ha sufrido la organización en un solo incidente). Las frecuentes emboscadas y escaramuzas han provocado decenas de muertos.

Goma, la ciudad principal en el este del país, permanece en calma, pero en sus alrededores las milicias también se han enfrentado con las fuerzas de seguridad. En otras partes de esa región las tensiones étnicas han dado lugar a masacres, como en las proximidades de la ciudad de Bunia, donde cientos de personas han muerto.

Al oeste de la ciudad de Masisi también ha habido feroces batallas con el ataque de las tropas gubernamentales al poderoso caudillo local conocido como General Delta.

Baraka Buira es una más entre los 1,4 millones de personas obligadas a abandonar sus hogares en Kivu Norte por los recientes enfrentamientos. Huyó con su hermano y su hermana cuando un grupo de hombres armados perteneciente a una de las milicias locales más poderosas atacó su aldea en las cercanías de Nyabiondo, poco después de la ofensiva que a mediados de marzo las tropas gubernamentales habían lanzado contra sus bases.

Escondida entre los árboles, la niña de 14 años observó cómo golpeaban a los hombres y arrastraban a las mujeres a gritos a las chozas. Buira vio cadáveres en el suelo, pero cree que sus padres también huyeron. No sabe dónde están. “Estamos sufriendo, esta es nuestra infelicidad”, cuenta Buira, que durante 48 horas cargó a sus dos hermanos pequeños antes de llegar a la seguridad relativa de un campamento de desplazados.

El campamento está sin agua ni alimentos desde que hace unos meses las organizaciones de ayuda se retiraran de la región por la creciente inseguridad. Una familia ha permitido que Buira comparta su improvisada choza, pero no le pueden dar mucho más.

“Se nos necesita más que nunca, pero es difícil llegar”

Médicos Sin Fronteras (MSF) es una de las pocas ONGs internacionales que aún trabaja en la zona. Entre otros proyectos, asiste a un hospital con más de 300 camas de Masisi (donde 17.000 personas fueron atendidas en 2017); un centro de salud en Nyabiondo; una red de clínicas móviles; y una flota de ambulancias. Su trabajo es cada vez más peligroso. En los últimos dos meses, el personal y los vehículos de MSF han recibido cinco ataques.

La logística también plantea enormes desafíos. Recorrer los 60 kilómetros de embarrados caminos de tierra que separan Goma de Masisi puede llevar hasta un día. No hay trechos con pavimento y a muchas comunidades remotas solo se llega en motocicleta. A algunas, después de días de marcha a pie por senderos forestales. A menudo, los pacientes mueren cuando los deslizamientos de tierra, las lluvias torrenciales o los combates cortan los caminos.

“El problema en una situación tan volátil como la actual es que la gente nos necesita más que nunca pero se hace más difícil llegar a ellos”, explica Sebastien Teissier, responsable de MSF en Masisi.

La crisis se ha visto exacerbada por la ausencia de fuerzas internacionales. La misión de las Fuerzas de Paz en la RDC es la mayor y más cara de las Naciones Unidas. Pero el año pasado cerraron cinco de sus bases en las cercanías de Masisi por la campaña de reducción de gastos promovida por Estados Unidos. Según el comandante Adil Esserhir, portavoz de la misión de la ONU, las Fuerzas ahora son “más ágiles”. “Hemos tenido que hacer el mismo trabajo con menos recursos; el problema que enfrentamos como fuerza militar es que debemos solucionar un problema que no es militar”, aclara.

En el país se suceden las protestas, a menudo reprimidas con sangre, desde que hace 15 meses terminó el segundo mandato electoral de Kabila. El año pasado, una rebelión en las provincias centrales costó miles de vidas. En las prisiones ha habido una serie de fugas masivas.

Según Fidel Bafilenda, un analista de Goma, “falta voluntad política para reprimir a la milicia”. “La única manera en que este régimen puede mantener su poder es manteniendo una situación que les permita seguir saqueando; cada grupo armado puede estar vinculado a un funcionario de Kinshasa, ya sea del Gobierno o del Ejército”, explicó.

Los altos funcionarios reconocen la existencia del problema. Como afirma Julien Paluko, gobernador de Kivu Norte, “este es un país donde cualquiera puede explotar a una milicia”. “No puedo negar que haya contactos entre los políticos y los grupos [armados], pero no hay pruebas de que los estén financiando, somos una democracia joven”.

Paluko, que apoya al presidente Kabila, responsabiliza de “la ausencia de autoridad estatal” a los problemas en Kivu Norte, más de 1.600 kilómetros al este de Kinshasa. El ejército y la policía están desmoralizados, corruptos y mal entrenados. La recesión y la subida de los precios han afectado a los salarios. “En los lugares en los que no hay policía, ejército o sistema judicial, es la ley de la selva; tenemos que hacerlo mejor; hemos pasado por momentos difíciles pero también hemos progresado mucho”, señala.

La reanudación de los combates también ha significado una ola de violencia sexual. Según Anastasia Icyizanye, trabajadora sanitaria de MSF en Nyabiondo, los combatientes de un grupo armado violaron a 60 mujeres al apoderarse del mercado de una aldea en enero. MSF ha registrado dos veces más incidentes de violencia sexual por mes en 2018 que el año anterior. “Siempre que hay enfrentamientos ocurren las violaciones sistemáticas; en las aldeas, en los puestos de control de las carreteras y en cualquier otro lugar”, afirma Icyizanye.

Los observadores de la RDC temen especialmente las tensiones crecientes entre comunidades étnicas. Pese a la fertilidad del suelo y a la abundancia del agua, la competencia por la tierra en las verdes y densamente pobladas colinas del lago Kivu es feroz. También, por las lucrativas minas de las que se extrae oro, coltán y otros bienes muy valorados en el mundo desarrollado.

Los líderes de los numerosos grupos rebeldes locales dicen actuar en defensa propia. “Simplemente estamos protegiendo nuestras aldeas. Dejaremos de luchar cuando el Gobierno y sus aliados dejen de intentar obligarnos a abandonar nuestra tierra; hasta entonces, las guerras seguirán”, cuenta a The Guardian el coronel Faustin Misibaho, oficial de alto rango en la Alianza de Patriotas por un Congo Libre y Soberano (APCLS).

Muchos de los combatientes son muy jóvenes. Kapitu tenía 14 años cuando se unió a los rebeldes. Buscaba venganza después de que los soldados del Gobierno mataran a su padre y a su abuelo durante una incursión en su aldea. “Mi grupo mató a mucha gente, realmente nos temían y nos respetaban”, recuerda. “No pienso en los que maté yo mismo. ¿Por qué debería hacerlo? Ellos no pensarían en mí si hubiera sido al contrario”.

Traducido por Francisco de Zárate