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Del 'apartheid' a la guerra de Siria: siete décadas de asilo al amparo de la Convención de Refugiados

Kate Lyons

El 28 de julio de 1951, los representantes de 19 países firmaron la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados. La convención, que ahora cuenta con el apoyo de 145 naciones, define el término “refugiado” y establece sus derechos y la obligación estatal de protegerlos, empezando por un detalle crucial: el compromiso de no expulsarlos a lugares donde su vida o su libertad corran grave peligro.

“La Convención de 1951 no es un simple pedazo de papel, sino uno de los ideales más poderosos del mundo”, afirma Maurice Wren, director ejecutivo de Refugee Council, la principal organización británica en materia de refugiados y solicitantes de asilo. “Ha salvado millones de vidas. También aquí, en nuestro país”, precisa.

Esta semana se han cumplido 65 años desde la firma del acuerdo, y se han cumplido con 65 millones de desplazados en todo el mundo, la cifra más alta desde que se tienen registros. Un buen momento para mirar atrás y hablar con algunas de las personas que llegaron a Reino Unido en busca de asilo.

1950. George Szirtes (Hungría): “Tuvimos un recibimiento extraordinario”

George Szirtes tenía siete años en 1956, cuando estalló la revolución húngara. Sus padres eran judíos que sufrieron lo indecible durante la II Guerra Mundial y que dejaron el país por miedo al fascismo subyacente.

Szirtes, que ahora tiene 67 años, dice que Inglaterra les dio un recibimiento extraordinario y que las autoridades les ayudaron a empezar una nueva vida. “Lo organizaron todo. Llegamos a Londres y nos encontramos con el apoyo de varias administraciones. Ayudaron a mis padres a encontrar trabajo. Mi padre pidió un subsidio y nos prestaron dinero para pagar la hipoteca de una casa”.

Cree que los ayudaron porque comprendían la situación política de Hungría y simpatizaban con los refugiados de su país. “Fue durante la guerra fría, y los británicos admiraban a los húngaros por resistirse a los rusos. De hecho, nos consideraban poco menos que héroes, lo cual nos sorprendía. Recuerdo que una vez, cuando aún era un niño, me acerqué a unos chicos que estaban jugando al fútbol y les pregunté si podía jugar con ellos. Me dijeron que no, y yo protesté. 'Lo siento', replicaron entonces, 'pensábamos que eras ruso... pero si eres húngaro, nos parece bien'”, relata.

Poco después de llegar a Reino Unido, los padres de Szirtes tomaron la decisión de quedarse definitivamente. Aprendieron inglés y lo empezaron a hablar en casa. Pero en 1975 su madre se suicidó, y Szirtes cree que entre los factores que la llevaron a quitarse la vida estaba el desarraigo: “La gente era encantadora con nosotros, pero tenían una cultura radicalmente distinta, y hacer amistades era muy difícil. Supongo que es algo habitual entre los refugiados”.

Szirtes estudió Bellas Artes y conoció a una artista con quien se casó a los 21 años. Tienen dos hijos y dos nietos. Él es un poeta premiado, con varios libros en su haber, aunque también trabajó de traductor y profesor de escritura antes de jubilarse. Viaja a Hungría con regularidad, y estaba allí el año pasado cuando los refugiados se agolpaban en la estación de Keleti (Budapest) en un intento desesperado por llegar a Austria o Alemania. “Sentí pena e indignación. Y no solo por su situación, sino también por la retórica que utilizaban contra ellos. Los describían como si fueran objetos odiosos, como si fueran terroristas en potencia o simples aprovechados. Decían que no merecían nuestra ayuda, y que deberíamos prohibirles la entrada”.

1960. Gillian Slovo (Sudáfrica): “Nadie elige ser refugiado”

Los padres de Gillian Slovo eran activistas contra el apartheid. Su padre, Joe Slovo, ayudó a Nelson Mandela a crear el ejército del Congreso Nacional Africano; y su madre, Ruth First, era una periodista que terminó en las listas negras del Gobierno. Como ya no podía ejercer el periodismo, First cambió de profesión y se buscó un empleo en una biblioteca, donde la detuvieron.

First recobró su libertad tras pasar 117 días en régimen de aislamiento. Entonces, hizo las maletas y se llevó a su madre y a sus dos hijas a Reino Unido, donde su esposo ya había iniciado los trámites para que les concedieran asilo. Llegaron el día en que Gillian Slovo cumplía 12 años.

“Mis padres eran muy conocidos y, cuando llegamos al aeropuerto de Heathrow, no nos vimos en la obligación de hacer lo que tienen que hacer la mayoría de los refugiados, es decir, presentarnos como tales”, explica Slovo, que ahora tiene 64 años y vive en Londres. “Las autoridades nos estaban esperando. Nos llevaron inmediatamente a un plató de televisión y nos pusieron delante de una cámara”, cuenta.

Slovo se quedó “muy decepcionada” con Reino Unido, porque su idea del país procedía de sus lecturas de Jane Austen y Charles Dickens: “Pensé que estaría llena de casas preciosas, con faroles amarillos en la oscuridad y nieve cayendo sobre los tejados. Y, ciertamente, estaba nevando; pero como suele ocurrir en Londres, con copos que se derriten en cuanto llegan al suelo. Además, el trayecto desde Heathrow fue tan gris como aburrido. No estaba acostumbrada a cielos tan grises como los británicos”.

Añade que se sintió completamente desplazada durante su infancia: “Llegué con un acento que no le gustaba a nadie, y nadie sabía nada sobre mi país. Me preguntaban cosas como si había leones y tigres en el jardín de mi casa, y yo no había visto ni un león ni un tigre en toda mi vida. Me sentía fuera de lugar. Pero no fueron particularmente crueles conmigo. Es típico de los niños. Notan la diferencia, y yo era diferente”.

Tras salir del instituto, Slovo se fue a una universidad de Manchester y, al cabo de unos años, empezó a escribir. Es autora de catorce novelas y tres obras de teatro, la última de las cuales se representó en el National Theatre. Tiene pareja y dos hijos. Cuando ve las noticias de refugiados que intentan llegar a Europa, se siente afortunada.

“Yo llegué en avión a un país que me recibió con los brazos abiertos y me concedió asilo. La gente no se va de su país sin motivos de peso”, reflexiona, “pero yo soy blanca, hablo inglés, tengo buena educación y, además, llegué en avión, sin necesidad de jugarme la vida en un barcucho. La gente debería recordar que nadie elige ser refugiado. Es algo que le puede pasar a cualquiera. A mí me pasó”.

1970: Raju Bhatt (Uganda): “Había mucho racismo”

En agosto de 1972, Idi Amín expulsó a toda la población de origen asiático que no tenía la nacionalidad ugandesa. Eran alrededor de 60.000 personas, y les dieron 90 días para abandonar el país. Algunos procedían de familias que habían llegado a Uganda en el siglo XIX, aunque la de Raju Bhatt había llegado a principios de la década de 1950. “[Mis padres] no tenían propiedades o negocios que perder, pero fue traumático para ellos. Su vida estaba allí”, cuenta.

Muchos ugandeses tenían pasaportes británicos, y unos 30.000 pidieron asilo. Durante su primera noche en Reino Unido, Bhatt, que entonces era un quinceañero, encendió la televisión y se encontró con una manifestación del Frente Nacional en Londres. “Llevaban pancartas donde decían que no nos querían. Fue como una repetición de lo que habíamos visto en Uganda, con los carteles gubernamentales que nos instaban a no pedir ayuda al Gobierno y nos recordaban que no seríamos bien recibidos”.

Su segundo día fue peor: lo asaltaron en el colegio y en la calle, mientras caminaba con su hermana. Bhatt, que ahora tiene 58 años y vive en el norte de Londres, afirma que terminó por acostumbrarse a la violencia física y verbal y que “había mucho racismo”.

Bhatt y sus hermanos tuvieron que madurar con rapidez. Su padre, que se fue a trabajar a Suiza, les enviaba dinero con regularidad; pero su madre –que apenas hablaba inglés– estaba enferma y no encontraba trabajo, así que no les quedó más opción que buscar empleo. Bhatt consiguió un puesto en Woolworths, donde trabajaba al salir del colegio y, poco después, sus hermanos y él se empezaron a ganar la vida con la gestión de alquileres y recibos.

Bhatt confiesa que llegó a la abogacía “por accidente”, después de trabajar con jóvenes que habían sido arrestados durante los disturbios de principios de la década de 1980. En 2010, le pidieron que se uniera al Hillsborough Independent Panel, cuyas conclusiones sobre la tragedia de Hillsborough provocaron que se pusiera en duda la investigación inicial y se presentara el recurso que ha llevado a la sentencia de este año.

Bhatt dice que se siente muy agradecido a Reino Unido por el apoyo que ha prestado a su familia. “A pesar del racismo y del acoso, el Estado nos proporcionó una buena educación. No lo olvidaré nunca, como tampoco olvidaré que mi madre recibió tratamiento médico gracias a la sanidad pública. El Estado del bienestar nos ha dado mucho, y siempre les digo a mis hijas que luchen por él”.

1980. Shash Trevett (Sri Lanka): “Como refugiada, te sientes en la obligación de hacer algo importante”

La familia de Shash Trevett se fue de Sri Lanka en 1987, después de que unos soldados indios entraran en su casa en plena noche y pusieran en fila a su abuela, su madre y él mismo, que entonces tenía 13 años, con la aparente intención de fusilarlos. “Esperamos doce horas a que nos dispararan. Decían que nos pegarían un tiro a la de tres y empezaban a contar: 'uno', 'dos'... Pero luego se reían o se ponían a hacer otra cosa”.

Trevett, que tiene 41 años en la actualidad, dice que aquel suceso fue la culminación de una campaña de abusos contra su familia, que empezó porque los soldados indios creían erróneamente que su casa era una base de los Tigres Tamiles.

Su madre y ella huyeron a Colombo con la esperanza de conseguir visados para dejar el país y marcharse con su padre, que había conseguido un empleo en Jersey, como cirujano. Hicieron casi todo el camino en bicicleta, y Trevett tenía miedo de que las dispararan en algún control. Tres meses después, se subieron a un avión y volaron a Reino Unido.

“Recuerdo que no me sentí a salvo hasta que aterrizamos. Entonces, pensé que ya no estábamos en peligro y que no nos podía pasar nada malo”, dice. Sin embargo, llegó tan traumatizada que dejó de hablar durante seis meses. De hecho, no volvió a hablar en tamil. “Mis padres sólo querían que olvidara lo sucedido, así que afrontaron mal el problema. Y en mi colegio no sabían que yo había sufrido una guerra”.

Travett dejó Jersey en 1993 y se mudó a York, donde aún vive. Cuando estaba en la universidad, conoció al hombre que se convirtió más tarde en su marido, un profesor de Historia con el que tiene dos hijos: una niña de ocho y un niño de once. Desgraciadamente, el trauma sufrido durante la guerra de Sri Lanka la condenó a muchos años de agorafobia y ansiedad y le causó una crisis nerviosa mientras hacía el doctorado. Se está recuperando con ayuda de su esposo, y ha empezado a escribir poesía.

“Como refugiada, te sientes en la obligación de hacer algo importante con tu vida. Pero, a veces, el éxito no es el mejor homenaje que te puedes dar. A veces, basta con sobrevivir. Creo que la supervivencia es un homenaje más que suficiente para todas esas personas que abandonan su hogar y afrontan todo tipo de peligros y penurias”.

1990. Emina Hadziosmanovic (Bosnia): “La comunidad nos acogió bien”

Emina Hadziosmanovic tenía cuatro años en 1992, cuando empezó la guerra de Bosnia. Los combates impedían que su hermana –un bebé de menos de un año– recibiera el tratamiento médico que necesitaba, así que los evacuaron a Croacia. El padre de Hadziosmanovic, que estaba en el Ejército y quería luchar por su país, se quedó en Bosnia y no pudo volver con ellas hasta diez años después.

Estuvieron seis meses en Croacia, hasta que su madre y su abuela encontraron la forma de mudarse a Reino Unido y se las llevaron. Hadziosmanovic, que ahora tiene 28 años, dice que su recibimiento tuvo de todo: “Había organizaciones como Cruz Roja que nos llevaban de excursión y nos invitaban a fiestas de Navidad y de Semana Santa. En ese sentido, la comunidad nos acogió bien. Pero más tarde, durante los últimos años de la enseñanza primaria, algunos niños se empezaron a mostrar hostiles. No eran precisamente comprensivos. Soy blanca y de Bosnia, pero había gente que me decía: 'vuélvete a Pakistán'”.

Mientras estudiaba la carrera de psicología, Hadziosmanovic se empezó a interesar por los traumas surgidos de guerras y conflictos. Hizo un máster en Oxford y un doctorado en Nottingham, motivada en gran medida por su experiencia como refugiada. “Creo que eso explica mi pasión por la psicología y el origen de los conflictos. Cuando eres niña, tienes muchas preguntas que tus padre no pueden responder”, reflexiona.

2000. Fabian y Fortunate Frizzell (Zimbabue): “Somos profundamente británicos”

Fabian Frizell y su hermana gemela, Fortunate Frizell, huyeron de Zimbabue momentos después de que su madre y su padrastro se casaran. La pareja había recibido amenazas de muerte: la madre, por defender los derechos de las mujeres, y el padrastro, por su activismo político; pero el día de su boda se dieron cuenta de que las amenazas iban en serio. Cuando vieron que varias camionetas cargadas de hombres armados se dirigían a su casa, cogieron los pasaportes, se marcharon en plena fiesta y se escondieron en las montañas. Su casa quedó destruida, y los agresores vaciaron sus cuentas bancarias.

Estuvieron en un mes en casa de un amigo, en una zona remota del país; pero los seguían cada vez que salían al exterior, y tomaron la decisión de exiliarse. Por suerte, el padrastro de Fabian y Fortunate es sudafricano y tenía pasaporte británico, así que se fue a Reino Unido con la esperanza de que se unieran a él más tarde, como así fue. Cuando por fin llegaron a Gatwick, las autoridades los separaron de su madre y, a pesar de que sólo tenían diez años, los interrogaron sobre ella y sobre la relación que mantenía con su padrastro. Sin embargo, los gemelos se acuerdan especialmente de las chocolatinas que les ofrecieron los agentes de inmigración: “No dejaban de poner barritas de Kit–Kat sobre la mesa, y yo no dejaba de comer”, relata Fortunate, “pero no nos metimos en ningún lío, porque nos limitamos a decir la verdad”.

La familia se quedó a vivir en Canterbury. Fabian afirma que su hermana y él son “típicos ingleses de Kent”, aunque a veces tienen problemas de carácter racial porque también son “la única familia negra en 20 kilómetros a la redonda”. Los gemelos, que ahora tienen 27 años, se manifiestan “orgullosamente británicos” y hablan de una infancia de estilo colonial durante la cual aprendieron la historia de la familia real británica y vieron series como Manteniendo las apariencias, La víbora negra y Mister Bean. “No hay nada que no sepamos”, asegura Fabian, “mi madre acertó todas las respuestas del test de ciudadanía británica, sin necesidad de revisarlas. Para ella fue pan comido”.

Los gemelos, que tuvieron buenos resultados en el instituto, estudiaron ciencias políticas y sociología en la Universidad de Cambridge. Acaban de terminar la carrera, y están en sus años de transición. Viven en Londres y, además de coincidir en que quieren dedicarse a la política, pretenden fundar una empresa de carácter social que financie escuelas autosuficientes en Zimbabue. Pero les preocupa el tono del discurso sobre los refugiados y la inmigración en Reino Unido, y citan el debate del Brexit y el “Breaking Point”, el cartel de Nigel Farage que hacía alusión a las colas de inmigrantes.

“Hay problemas sociales que se han derivado equivocadamente hacia el asunto de la inmigración”, lamenta Fortunate, “y son problemas reales, pero en lugar de resolverlos dicen: 'ah, eso es porque hay demasiados inmigrantes'”.

2010: Ahmad (Siria): “Nadie quiere ser refugiado”

Ahmad, de 27 años, fue uno de los muchos sirios que cruzaron Europa durante el verano del año pasado. Llegó a Reino Unido en julio de 2015, aunque no quería dejar su tierra ni la vida que llevaba. Casado y con dos hijos, estaba estudiando filología inglesa cuando la guerra lo obligó a abandonar su país. “Mi vida era normal hasta entonces. Tenía amigos y me gustaba la música, el fútbol y el cine”, afirma.

Ahmad es kurdo, así que era objetivo del Gobierno sirio y de la oposición. Se decidió a dejar el país porque descubrió que estaba en una lista negra y porque su ciudad sufrió varios ataques durante los cuales apresaron y decapitaron a varios jóvenes. “Nadie quiere ser refugiado”, asegura, “no es algo que elijas. Un buen día te despiertas y te descubres en esa situación”.

Como no quería que su esposa y sus hijos se jugaran la vida en un barco, los dejó en Siria y se marchó a Reino Unido con la esperanza de conseguir el estatuto de refugiado y de reunirse con ellos después. “[Mi esposa y yo] sabíamos que ya estábamos muertos, y que daba igual que nos mataran a machetazos o que muriéramos ahogados. Pero yo no soportaba la idea de que mi familia se ahogara en el mar, delante de mí. Tengo un amigo que perdió a su mujer y a sus cinco hijos de esa manera”.

Ahmad viajó de Siria a Turquía y cruzó el mar en un barco sobrecargado y con fugas que atracó en la isla de Kos en mayo de 2015. Una vez allí, un hombre al que conoció en Facebook le consiguió un pasaporte falso con el que pudo tomar un avión en Atenas y viajar a Marsella. Luego, se dirigió a Calais y pasó dos semanas en el campamento de refugiados, esperando el momento de cruzar el Canal. Por fin, un contrabandista les ofreció a él y a otras seis personas la posibilidad de llevarlos en un camión que transportaba harina, con la promesa de que estarían en Londres a la hora de cenar. Diez horas más tarde, comprendieron que estaban a punto de asfixiarse y empezaron a dar golpes para llamar la atención del conductor, que los sacó del vehículo. Pero no se encontraban en Reino Unido, sino en Italia.

La aventura de Ahmad terminó en julio de 2015, cuando llegó a su destino tras pasar tres días en la parte trasera de una camioneta. Al cabo de cuatro meses, consiguió el estatuto de refugiado; y cuatro meses después, su esposa y sus hijos se reunieron con él. “Siempre quise ir a Reino Unido. En parte, porque hablo inglés; pero, sobre todo, porque su sistema de reunificación familiar es el más rápido de Europa. Si hubiera ido a Suecia, Dinamarca o Alemania, habría tardado dos o tres años, y yo podía perder a mi familia en cualquier instante”.

Ahmad afirma que ha tenido buenas y malas experiencias en su nuevo país. Su miedo a ser víctima de maltrato racista ha aumentado desde el referéndum sobre la UE, razón por la cual pide que no se cite su verdadero nombre, pero dice que ha conocido a personas muy generosas. Cuando le concedieron el estatuto de refugiado y tuvo que dejar el domicilio que le proporcionaba el Gobierno, una familia se hizo cargo de él y lo llevó a vivir a su casa, donde estuvo cinco meses. Luego, una mujer permitió que su familia viviera gratis en un piso de su propiedad hasta que ganaron lo suficiente para poder pagar el alquiler.

Ahmad, que se ha establecido en Londres, trabaja ahora como asesor sobre la crisis de refugiados, y viaja por todo el país explicando la situación. Además, la Universidad de Londres le ha ofrecido una beca para hacer un máster sobre conflicto y desarrollo, y él espera que le sea de utilidad cuando vuelva a Siria. “Quiero sacarme un título en Reino Unido”, dice, “pero tengo intención de volver a Oriente Medio y de ayudar a reconstruir nuestras naciones”.

Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez