Romario Veloz se apresuró a meter una muda en la mochila y salió de casa de su madre en la ciudad costera de La Serena. Era el 20 de octubre. Aquella tarde, Romario acudía a su primera protesta. Le dijo a su familia que lo hacía para que Maite, su hija de cinco años, pudiera crecer en una sociedad más justa. Unos días antes habían estallado las primeras chispas de lo que se convertiría después en una serie de protestas generalizadas, con miles de personas manifestándose en las calles contra la desigualdad y la falta de participación política.
Estudiante de Ingeniería civil y rapero freestyle, Romario había nacido en Ecuador pero llevaba 17 años en Chile, donde llegó junto a su madre a los nueve. En la tarde del 20 de octubre Romario fue alcanzado por la bala de un soldado mientras se acercaba con el resto de manifestantes a la estación de autobuses de La Serena. Los testigos dicen que nunca recuperó el conocimiento. Esa misma noche lo declararon muerto.
“Una hora después de salir de casa, cuando llegó un mensaje en un grupo de Whatsapp diciendo que acababan de matar a un ecuatoriano, yo supe que era mi hijo”, recuerda Mery Cortez, la madre de Romario. Esa tarde también hirieron a otros dos manifestantes en La Serena.
Poco después de que comenzaran las protestas, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, desplegó al Ejército y a la policía militarizada con el argumento de que el país estaba “en guerra contra un enemigo poderoso e implacable”.
23 muertos y 2.300 heridos
Ha pasado más de un mes y las fuerzas de seguridad chilenas están siendo acusadas de todo un catálogo de violaciones graves contra los derechos humanos, incluyendo torturas, violencia sexual y ejecuciones extrajudiciales.
En total, ha habido 7.000 detenidos. Al menos 23 personas han muerto en las protestas y, según el Instituto de Derechos Humanos de Chile (INDH), más de 2.300 han resultado heridas, con 1.400 casos de heridas de bala. Entre las 384 denuncias judiciales que el INDH ha presentado contra la Policía y las fuerzas armadas, hay seis acusaciones de homicidio. Los perdigones, los envases de gas lacrimógeno y otras municiones no letales han provocado lesiones en los ojos a más de 200 personas.
El número de policías heridos supera los 1.700, además de edificios y tiendas en ruinas por incendios y actos vandálicos, pero el número de manifestantes muertos es tan alto que los representantes de organizaciones de derechos humanos lo atribuyen a una estrategia deliberada. Como dice Claudio Nash, profesor de Derecho Internacional en la Universidad de Chile, “no son casos aislados y pueden ser interpretados como una red de violaciones graves, generalizadas y sistemáticas”.
Amnistía Internacional acusó el jueves a los agentes de emplear una “fuerza innecesaria y excesiva con la intención de herir y castigar a los manifestantes”, unas afirmaciones que el ministro de Defensa de Chile, Alberto Espina, consideró “extraordinariamente graves y absolutamente falsas”.
Mientras tanto, la familia de Romario sigue tratando de averiguar qué pasó. “Nadie me ha llamado para explicarme la situación, para pedir perdón, o para ver cómo estamos o cómo está la hija [de Romario], nada”, dice. “Si no fuera por las redes sociales, no habría sabido nunca lo que le pasó a mi hijo”.
En declaraciones remitidas al periódico The Guardian, el Ejército mantiene que los soldados actuaron en defensa propia cuando un grupo multitudinario de personas se acercó a una de sus unidades, “rodeándolos y atacándolos con diferentes armas y objetos”. El comunicado no tenía más detalles. El apellido de Romario Veloz estaba mal escrito.
Los testigos cuestionan la versión oficial. Ulises Cortés, un estudiante de 19 años de la cercana ciudad de Coquimbo, estaba junto a Romario cuando le alcanzó la bala. “La marcha era muy pacífica, pero cuando nos acercamos a un centro comercial aparecieron los soldados”, recuerda.
“Algunos manifestantes comenzaron a insultarlos y de repente los soldados se arrodillaron y nos apuntaron con sus armas. Después de los primeros disparos, la gente empezó a tirar piedras. Siguieron más disparos y fue entonces cuando alcanzaron a Romario. Debíamos estar a más de 100 metros, así que no podíamos hacerles daño o representar ninguna amenaza”.
Carlos Soto, un neurólogo de 56 años que también formaba parte de la marcha, se apresuró a hacerle la reanimación cardiopulmonar a Romario. “Nunca recobró el conocimiento mientras lo tratamos, de repente nos cayó encima una lluvia de balas y nos tiramos al suelo, todo esto en una marcha que era pacífica”, dice.
A Mery Cortez no le dejaron ver el cuerpo de su hijo hasta un día después. “Me devolvieron su bolso, pero cuando finalmente tuve el valor de mirar dentro, la ropa ni siquiera era la de él”, dice. “Nunca me devolvieron su reloj ni la cadena que llevaba siempre en el cuello, y su teléfono me lo entregaron sin la tarjeta SIM, no había nada dentro, lo habían reseteado por completo”, dice.
Una semana después de la muerte de Romario, Piñera ordenó que los militares regresaran a los cuarteles. Pero los 'carabineros' siguen en las calles, aunque también ellos han sido acusados de numerosos abusos.
La INDH ha contabilizado 220 casos de traumatismo ocular grave, con decenas de personas heridas o perdiendo la visión por un proyectil no letal. Según los investigadores de Amnistía Internacional, los agentes policiales han disparado “municiones potencialmente letales de manera injustificada, generalizada e indiscriminada y, en muchos casos, apuntando a la cabeza”.
Los 'carabineros' insisten en que los proyectiles no letales usados para controlar a las multitudes son de goma, citando las especificaciones técnicas del proveedor y un análisis hecho por su propio equipo forense. Pero un laboratorio de la Universidad de Chile concluyó que algunos de los proyectiles tienen solo un 20% de caucho: el resto es sulfato de bario, silicio y plomo.
El general de los 'carabineros', Enrique Bassaletti, ha llegado a comparar el uso de escopetas con la quimioterapia. “Matan algunas células buenas y otras malas”, dijo en una entrevista en la radio.
El presidente Piñera admitió hace unas semanas que “en algunos casos no se respetaron los protocolos” y prometió que no habría “impunidad” para los oficiales considerados responsables.
Pero esas promesas poco pueden consolar a Mery Cortez y a Maite, su apenada nieta. “Una noche me quitó algunas cuentas del rosario y comenzó a rezar”, recuerda Cortez. “Le pedía que bajara del cielo para poder decirle cuánto lo quería, ¿cómo le explico que ya no va a volver a casa? ¿Cómo encuentro las palabras? Lo único que pido a Dios es justicia para Romario”.
Traducido por Francisco de Zárate