El mandato más desastroso de un primer ministro desde Neville Chamberlain está a punto de llegar a un final despiadadamente abrupto. David Cameron es un fracaso en sus propios términos, así como en los de sus rivales. Los revisionistas históricos llegarán un día y, por ir contracorriente, intentarán salvar a Cameron de los escombros de su propia acción. Que no se molesten.
Mientras recoge sus cosas de Downing Street, me pregunto si le viene a la cabeza el discurso que dio en la conferencia tory de 2005 que le dio la victoria frente al favorito, David Davis. Era una retórica exagerada y aderezada de optimismo: “Decidamos aquí, en esta conferencia, cuando dejemos atrás la derrota, cuando dejemos atrás el fracaso, mirarnos a los ojos y decirnos: nunca, nunca más”.
Quizá se detiene en el recuerdo de haber obtenido el año pasado una mayoría que las encuestas y los corredores de apuestas declaraban casi imposible. “Hubo un breve momento en que pensé que todo era un sueño”, contó después. “Pensé que había muerto y que había ido al cielo”. Debe de parecer ahora un sueño, uno del que preferiría despertar.
Cameron se arrastró hasta el gobierno en 2010 con la promesa de erradicar el déficit en una única legislatura. Su gobierno ni siquiera se acercó. En 2013 afirmó que estaba “pagando las deudas de Reino Unido”, pero en realidad añadió más deuda de la que generaron los gobiernos laboristas en 13 años. En cuanto asumió el cargo, se comprometió “a garantizar que todo el país se beneficia de un aumento de la prosperidad”, pero su gobierno ha presidido la mayor caída de salarios y el estancamiento económico más profundo en generaciones.
Después de las últimas elecciones generales, su ministro de Hacienda introdujo tres reglas fiscales: un techo de gasto social, una reducción de la deuda pública en proporción al PIB y un superávit presupuestario para 2020. Las dos primeras ya se habían incumplido en marzo; el superávit presupuestario ya estaba abandonado por George Osborne de forma ignominiosa a principios de julio.
El propio Osborne ha sido menos consecuente con la austeridad de lo que sus seguidores o sus críticos, como yo, hemos admitido a menudo. Pero sus posibles sucesores ahora piden abandonar su estrategia económica: una confesión del fracaso. Su ministro de Economía, Sajid Javid, defiende un estímulo fiscal que podría implicar un aumento del déficit del 3 al 5% del PIB. Toda esa miseria, todo ese estancamiento, toda esa retórica aterradora sobre las catastróficas consecuencias de que Reino Unido no recorte el déficit... ¿Todo eso para qué?
Hablemos de otro eje central de la agenda interior de Cameron: la educación. “Tenemos que ganar el gran debate sobre educación en este país, dejar elegir a los padres, dar libertad a los colegios y luchar por la excelencia”, dijo en ese discurso de 2005. Una clasificación reveló hace poco que las escuelas de las autoridades locales están obteniendo en general mejores resultados que las grandes academias del Gobierno.
Hay una excepción: el matrimonio igualitario para las parejas del mismo sexo, obtenido gracias a los votos laboristas y liberaldemócratas. Qué pena que un logro raramente brillante sea uno del que, según han afirmado algunos, Cameron se arrepiente.
El primer ministro también esperaba que su gobierno preservaría la unión británica durante generaciones. Pero el resultado del referéndum sobre la independencia de Escocia no solo fue mucho más ajustado de lo previsto, sino que dejó al país polarizado y a medio camino de la salida. Mientras que el Partido Nacional Escocés solo tenía seis diputados cuando llegó al poder David Cameron, en el momento de su dimisión tiene en frente un bloque parlamentario de 56 nacionalistas. Con Escocia expulsada de la UE contra su voluntad, nunca ha parecido más probable que se vaya y precipite la ruptura de Reino Unido.
¿Qué hay de la política exterior? Se ha hablado poco sobre la gran aventura militar exterior de Cameron: la guerra en Libia. En lugar de avanzar hacia una Libia pacífica, estable y democrática, se ha dejado un país sumido en el caos, la guerra y el extremismo.
Y luego está su instrumento para el suicidio político: el referéndum sobre la UE. No se convocó con el interés del país en la cabeza, sino como método para resolver divisiones internas de partido. Le ayudó a ganar las elecciones, y lo ha apostado todo a esa carta. El hombre que quería que su partido dejara de “dar la lata con Europa” perdió, quedó repudiado personalmente y con su país sumergido en su peor crisis desde la guerra: tormenta económica, ola de xenofobia y racismo y un país más extremadamente dividido de lo que ha estado nunca en varias generaciones. Los que votaron permanecer en Europa están resentidos con él por ser el instrumento de la salida de Reino Unido de la UE; los que votaron por el Brexit están resentidos con él por lo que consideran alarmismo.
Cameron abandona Downing Street con pocos admiradores, con un país en crisis y con los objetivos centrales de su mandato en ruinas. Es casi suficiente para compadecerlo, pero, teniendo en cuenta lo grave que es la situación que afronta nuestro país, no tanto. Su mandato es una tragedia que pagaremos todos.
Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo