De niño, Vincent Doyle pasaba la mayoría de los fines de semana con un sacerdote que él creía su padrino. Todos los viernes por la noche veían MacGyver y Vincent se quedaba en una habitación que el sacerdote, llamado JJ, tenía reservada para él. Cada mañana, antes de ir a la escuela, JJ llamaba por teléfono a Vincent para desearle que todo le fuera bien.
Años después Vincent Doyle, convertido en un psicoterapeuta de Galway, ojea en la cocina con su madre antiguos poemas escritos por el difunto sacerdote. Doyle recuerda que hizo una pregunta a su madre cuya respuesta él ya sabía en el corazón. “Le dije: 'Era mi padre, ¿no?'. Y vi que le caía una lágrima”.
Los sacerdotes católicos llevan décadas, si no siglos, rompiendo sus votos de castidad y engendrando hijos. El mismo tiempo que el Vaticano ha pasado sin tratar públicamente el tema de la responsabilidad de la Iglesia, si tiene alguna, en proveer apoyo emocional y financiero a esos niños y a sus madres. Hasta ahora.
Una comisión creada por el Papa Francisco para abordar el abuso sexual en el clero también desarrollará pautas sobre la forma en que las diócesis deben responder al asunto de los hijos de sacerdotes.
La comisión pontificia para la protección de los menores ha sido criticada por hacer muy poco sobre el abuso sexual infantil. Su decisión de retomar este tema de los curas con hijos llega después de que los obispos irlandeses publicaran este año unas directrices aplaudidas como un modelo global de actuación. Según ellas, el bienestar del niño debe ser la primera consideración de un padre sacerdote, que debe “hacer frente” a sus responsabilidades personales, legales, morales y financieras.
El “efecto Francisco”
El reconocimiento de la cuestión ha llegado en parte gracias a que se están expresando como nunca antes personas como Doyle, que ha lanzado una organización para ayudar a los hijos de sacerdotes a enfrentarse a las difíciles circunstancias de su infancia.
Según John Allen, veterano periodista en el Vaticano, es un ejemplo del “efecto Francisco”: “Ha fomentado un espíritu de debate abierto. Hay un estado general de relajación con el Papa Francisco y esta es una de sus manifestaciones”.
En su opinión, cuando un obispo tenía que lidiar con un sacerdote con hijos, lo más normal hasta ahora era que su principal preocupación fuera que un cura había roto su voto de castidad. Lo más probable es que el obispo instara al sacerdote a evitar ser “tentado” otra vez por la madre y le dijera que había que asegurar el cuidado del niño, pero sin tener una relación personal.
Doyle tiene recuerdos cariñosos de su padre, cuyo apellido adoptó. Por respeto a la intimidad de su madre, no habló de la relación entre sus padres excepto para decir una cosa: se amaban. “Hizo todo lo que pudo por mí en estas circunstancias”, dijo. “Sencillamente yo lo amaba como lo haría un hijo. El único problema es que no se podía decir”.
Cuando era niño, explica, su madre estaba bajo presión y carecía de apoyo social. “Se hacía creer a la gente que cada uno era el único caso”.
Aunque se siente alentado por las señales de progreso, Doyle quiere que el Papa se ocupe personalmente del asunto. Cuando el secreto ha sido impuesto a un niño durante toda su vida, dice, es una forma de abuso que necesita tratamiento. “El gran problema con los hijos de los sacerdotes es que técnicamente no existen, y hasta que alguien dice que realmente existen, es una batalla psicológica a la que se enfrentan los niños”.
Infancias difíciles
John Anderson, de 72 años, se puso en contacto con Doyle después de enterarse de la existencia de su organización, Coping International, algo que lo emocionó hasta el punto de hacerle compartir por primera vez su historia.
Anderson contó que tenía 18 años cuando supo que su padre era un cura francés. Nunca lo conoció y su certificado de nacimiento todavía dice que su padre es desconocido. No tenía por qué ser así.
Cuando la madre de Anderson estaba embarazada, explicó, el plan era que ella entrara en un convento y que él fuera adoptado por el médico de su madre.
En vez de eso su madre se quedó con él y los dos se fueron con un pasaje de 10 libras a Australia cuando Anderson tenía tres años. Llevaban una carta de recomendación escrita por su padre en la que decía que su madre era una “emigrante honorable”.
Como adulto, Anderson pasó por años de psicoterapia y sufrió episodios de enfermedades mentales, un problema que se remonta a la difícil infancia que tuvo con una madre incapaz de cuidar de él.
En su opinión, él mismo no ha podido ser un buen padre para sus tres hijas por su falta de seguridad y de capacidad para confiar en nadie.
“Me convertí en una especie de hombre de hielo”, dijo. Anderson se hizo artista, pero fue todo un desafío porque aún así no podía acceder a sus emociones.
“Tuve una infancia horrible. Solía rezar a Dios para que me enviara a un amigo”, dijo. Después de saber quién era su padre, escribió una carta a la orden del sacerdote para tratar de averiguar más sobre él. Le respondieron acusándolo de andar buscando dinero.
“Mi madre se habría ido a la tumba con la información, bendita sea. Es como mover la roca, ¿no? Como hacer rodar la roca que cierra la cueva”, dijo Anderson.
“Ha causado tanto dolor a tanta gente. Me gustaría que todo se supiera. Jesucristo... Él no habría querido esto”.
Traducido por Francisco de Zarate