En 2014, el régimen de Vladímir Putin invadió la península ucraniana de Crimea. En 2016, el mismo régimen invadió Estados Unidos. La primera invasión se produjo como una operación militar convencional. En cambio, la segunda fue un episodio espectacular de ciberguerra, que en un contexto de campaña electoral incluyó difundir desinformación sobre lo que estaba ocurriendo e ideas que muchos siguen repitiendo con insistencia en la actualidad.
Fue una estrategia amplia para tener influencia y control sobre las redes sociales. Desde muchos frentes se sembró discordia y confusión, e incluso se trató de disuadir a los votantes negros de que votaran. Además, los servicios de inteligencia de Rusia tuvieron en el punto de mira las listas de votantes de los 50 estados. Se estima que esto no tuvo consecuencias, pero sí demostró el alcance y la ambición de la injerencia de un tercer país a través de la red.
El fin de semana pasado, la periodista de investigación británica Carole Cadwalladr dijo en Twitter que no fuimos capaces de ver “que Rusia orquestó un ataque militar contra Occidente. Lo llamamos 'intromisión'. Usamos palabras como 'injerencia'. No lo fue. Fue una guerra. Llevamos ocho años bajo ataque militar”. Como señala, los secuaces de Putin no solo tenían en el punto de mira a Estados Unidos, sino que también trataron de sumarse a los esfuerzos para que triunfara el Brexit. Asimismo, apoyaron al partido racista de extrema derecha Frente Nacional de Francia.
La injerencia en la campaña presidencial de Estados Unidos –podría llamarse ciberguerra o invasión informativa– adoptó muchas formas. Sorprendentemente, medios de comunicación y expertos de la izquierda se dedicaron a negar la realidad de la intervención y a llamar derechistas a quienes eran hostiles al régimen de Putin, como si la Rusia contemporánea fuera una gloriosa república socialista en lugar de un país gobernado por un exagente del KGB dictatorial, con un historial de asesinato de periodistas, encarcelamiento de disidentes, malversación de decenas de miles de millones y liderazgo de un resurgimiento neofascista global del supremacismo blanco. Al desacreditar las noticias y atacar a los críticos del Gobierno ruso, le proporcionaron a Trump un blindaje que fue clave.
La victoria de Trump
En su comparecencia de 2019 ante el Comité Selecto Permanente de Inteligencia de la Cámara de Representantes, la exempleada de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos Fiona Hill declaró que Rusia “fue la potencia extranjera que atacó sistemáticamente nuestras instituciones democráticas en 2016”. Esta es la conclusión de nuestras agencias de inteligencia, confirmada en informes bipartidistas del Congreso. Está fuera de toda duda, aunque algunos de los detalles subyacentes deban permanecer clasificados“.
El impacto de la exitosa campaña de desinformación rusa de 2016 sigue siendo evidente hoy. Nuestro país ha quedado desgarrado; se cuestiona la verdad; nuestros funcionarios de carrera del Servicio Exterior, expertos y altamente profesionales, están siendo cuestionados. El apoyo de Estados Unidos a Ucrania, que se enfrenta a una agresión armada, se está politizando. El presidente Putin y los servicios de seguridad rusos pretenden contrarrestar los objetivos de la política exterior estadounidense en Europa, incluida Ucrania, donde Moscú desea reafirmar su dominio político y económico.
Las afirmaciones sobre la injerencia de Rusia siempre han sido convincentes. El 7 de octubre de 2016, las agencias de inteligencia de Estados Unidos publicaron un comunicado de prensa demoledor en el que declaraban: “La comunidad de inteligencia de Estados Unidos (USIC) [una federación de 16 agencias de inteligencia que trabajan conjuntamente] está convencida de que el Kremlin orquestó los envíos de correos electrónicos a ciudadanos e instituciones de EEUU, incluidos los que recibieron de organizaciones políticas”.
En uno de los días más insólitos de la historia política de Estados Unidos, la cinta de Access Hollywood en la que Trump se jactaba de agredir sexualmente a las mujeres se hizo pública media hora después, y media hora después de eso, “Wikileaks comenzó a tuitear enlaces a los correos electrónicos hackeados de la cuenta personal del presidente de la campaña de Clinton, John Podesta”. Se cree que Wikileaks ha obtenido su material de la agencia de inteligencia rusa GRU; el veterano agente republicano y aliado de Trump Roger Stone parece haber sido un enlace entre Wikileaks y el equipo de Trump.
El 30 de octubre de 2016, el entonces líder de la mayoría del Senado, Harry Reid, envió una airada carta al entonces director del FBI, James Comey, en la que denunciaba que “ha quedado claro que usted posee información explosiva sobre los estrechos vínculos y la coordinación entre Donald Trump, sus principales asesores y el Gobierno ruso, un interés extranjero hostil a Estados Unidos, que Trump elogia siempre que tiene la ocasión”. Exigió, sin éxito, que Comey hiciera pública esta información. El 31 de octubre, Obama contactó con Putin a través de la línea directa de reducción de riesgos nucleares para exigirle que detuviera esta injerencia, aunque la población no se enteró de esto hasta después de que Trump perdiera el voto popular, pero ganado las elecciones.
Chantaje, reuniones ilegales y correos
Por supuesto, el aspecto más llamativo del papel que desempeñó el Gobierno ruso en las elecciones estadounidenses de 2016 fueron sus muchos, muchos vínculos con los asesores de la campaña de Trump, incluso con el propio Trump, que se pasó la campaña y los cuatro años de su presidencia arrastrándose ante Putin, negando la realidad de la injerencia rusa, y cambiando primero el programa electoral del partido republicano y luego la política estadounidense para servir a la agenda de Putin.
Esto incluyó eliminar el apoyo a Ucrania contra Rusia del programa electoral republicano cuando ganó las primarias, una considerable animosidad hacia la OTAN y, en última instancia, tratar de chantajear al presidente ucraniano Volodímir Zelenski en 2019, reteniendo la ayuda militar mientras exigía que confirmara una teoría de la conspiración rusa que culpaba a Ucrania y no a Rusia de la interferencia en las elecciones de 2016.
Una cantidad asombrosa de los colaboradores más cercanos de Trump tenían profundos vínculos con el Gobierno ruso. Entre ellos está Paul Manafort, que durante sus años en Ucrania trabajó para aumentar la influencia rusa en ese país y sirvió como asesor del presidente ucraniano respaldado por el Kremlin, que fue expulsado del país –y trasladado a Rusia–- por las protestas de 2014 (la tesis rusa de que se trató de un golpe de Estado ilegítimo y, por tanto, de una justificación para la invasión, se sigue repitiendo con frecuencia).
Manafort estuvo, durante el tiempo que trabajó como asesor en la campaña electoral, compartiendo información con el agente de inteligencia ruso Konstantin V Kilimnik, mientras que el asesor de campaña Jeff Sessions compartía información con el embajador ruso Sergey Kislyak. Manafort, Donald Trump Jr y el yerno de Trump, Jared Kushner, mantuvieron una reunión ilegal en la Torre Trump con un abogado vinculado al Kremlin el 9 de junio de 2016, en la que se les prometió información dañina sobre la campaña de Clinton.
Tras sentarse junto a Putin mientras le pagaban por hablar en una cena de celebración de RT, el medio de propaganda de noticias ruso, Michael Flynn se convirtió brevemente en asesor de seguridad nacional de Trump. Pronto fue despedido por mentir a los miembros de la Casa Blanca y más tarde se declaró culpable de mentir al FBI sobre sus contactos con el embajador ruso.
Jared Kushner supuestamente le orientó para que hiciera esos contactos y, como informó el Washington Post en mayo de 2017, “Jared Kushner y el embajador de Rusia en Washington sopesaron la posibilidad de abrir un canal de comunicaciones secreto y seguro entre el equipo de transición de Trump y el Kremlin, utilizando las instalaciones diplomáticas rusas en una aparente maniobra para evitar que se monitorearan las discusiones previas a la investidura”. The Guardian informó ese mismo año que “Donald Trump Jr se ha visto obligado a publicar correos electrónicos condenatorios que revelan que apoyó con entusiasmo lo que se le dijo que era un intento del Gobierno ruso para dañar la campaña electoral de Hillary Clinton”.
Por qué se permitió
En retrospectiva, lo que llama la atención es que todas estas situaciones fueron posibles gracias a la corrupción y la amoralidad en el seno de Estados Unidos. Fue la amoralidad mercenaria de Silicon Valley la que creó armas y vulnerabilidades y se sentó a embolsarse los beneficios mientras se explotaban con fines destructivos.
Fueron los estadounidenses corruptos, desde Manafort hasta el propio Trump, los que dieron a Putin la influencia que ahora acumula. Fueron actores internacionales como Wikileaks y Cambridge Analytica los que ayudaron. Fue la corrupción de medios de comunicación como Fox News la que continuó, en el caso de Tucker Carlson hasta que la invasión de Ucrania de la semana pasada lo alcanzó, defendiendo a Putin y difundiendo desinformación.
El Partido Republicano encontró a su nuevo líder poniéndose a la altura de su corrupción, y encubriendo sus crímenes y protegiéndolo de las consecuencias, incluyendo dos procesos de destitución. El segundo impeachment se produjo tras el asalto del Congreso, no por una potencia extranjera, sino por derechistas enardecidos por las mentiras instigadas por Trump y ampliamente difundidas por muchos en el partido. Se han convertido en colaboradores voluntarios en un intento de sabotear las elecciones libres y justas, el Estado de derecho y la verdad.
Rebecca Solnit es columnista de The Guardian US. Sus libros más recientes son 'Recuerdos de mi inexistencia' y 'Las rosas de Orwell'.
Traducido por Emma Reverter
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