Los demócratas no van a recuperar a sus votantes con su ideología de Davos
La tragedia de la elección de 2016 tiene una conexión cercana, al menos para mí, con la tragedia mayor del cinturón industrial en el Medio Oeste. Fue en la arruinada ciudad industrial de Cleveland donde el Partido Republicano se recompuso en su convención de julio. Fue en distritos electorales desindustrializados y destrozados por la adicción a drogas y alcohol en Ohio, Pensilvania, Michigan y Wisconsin donde en noviembre los votantes se pasaron al otro bando y entregaron el Despacho Oval a Donald Trump.
Yo también soy del Medio Oeste y me gusta creer que comparto los valores y las perspectivas de esa parte del país. He pasado muchos de los últimos 15 años tratando de comprender el viraje gradual de mi región hacia la derecha. En las últimas tres semanas he conducido alrededor del desindustrializado Medio Oeste y he visitado 13 ciudades para hablar de la atracción que ejerce Donald Trump y de los males que afligen al Partido Demócrata. Me he reunido con líderes sindicales y con políticos progresistas, con gente corriente y con militantes los sindicatos, con ancianos y con millennials, con sabios y con cascarrabias.
Pasé boquiabierto con mi coche frente a complejos industriales abandonados y plantas de tratamiento de aguas de estilo gótico. Visité ricas ciudades universitarias y reliquias tambaleantes de la pasada prosperidad del siglo XX. Comí solomillo de cerdo en Iowa, entrecot en Indiana y una “comida rápida italiana e informal” (como la llamó un amigo) en una zona bohemia de Chicago. Vi innumerables aviones de guerra montados sobre pedestales y en el salón de actos de un sindicato en Indianapolis respiré ese maravilloso aroma de cerveza industrial mezclado con décadas de humo de cigarrillo, la dulce fragancia de mi juventud.
Y lo que tengo que decir es que el Medio Oeste no es un lugar exótico. No es una región sumida en la ignorancia con gente imposible de comprender y extrañas necesidades. No está retrocediendo, no es descorazonadamente supersticiosa y no tiene ningún problema con aprender. Es el Estados Unidos firme, familiar y común y los demócratas no tienen excusas por no haber visto la ola de furia que desde el corazón del país se los llevó por delante en noviembre.
Tampoco tienen excusa para sorprenderse por el desastre económico que ha caído sobre las ciudades y estados que ellos solían representar. La ruina que uno ve cada día mientras recorre esta parte del país es el fruto, absolutamente predecible, del giro neoliberal que dio el Partido Demócrata.
Cada vez que nuestros líderes progresistas firmaban algún nefasto acuerdo comercial pensando que la clase trabajadora “no tenía otro partido al que ir”, hacían un poco más probable lo que ocurrió en noviembre.
Cada vez que nuestros líderes liberales desregulaban el negocio de los bancos y luego decían a la clase trabajadora que su deficiente educación era responsable de su mala suerte y que la única solución era endeudarse hasta las cejas para estudiar y elegir bien el título universitario... Cada vez que lo hacían volvían el desastre un poco más inevitable.
La reinvención demócrata del Medio Oeste
Ahora, el remedio no puede ser pretender un redescubrimiento de los exóticos estados del Medio Oeste y recién convertidos en republicanos, al estilo del periódico the New York Times. Tampoco escuchar a las buenas personas de Ohio, Wisconsin, y Michigan (aunque maldecir a esa mala gente por la estupidez de su voto sea una idea aún más ridícula).
Lo que necesitamos del Partido Demócrata y de sus órganos de difusión es un cambio de rumbo. No alcanza con escuchar lo que dice la gente y sentir su dolor. Lo que necesita el partido es un cambio, entender que la iluminada ideología de Davos que adoptaron durante años ha provocado un daño real y concreto en millones de personas de su antigua base electoral. La próxima vez, los demócratas van a tener que ofrecer otra cosa. Y lo van a tener que cumplir.
Por el momento no lo están haciendo. Solo hay que escuchar esa idea, verdad revelada para los progresistas de EEUU, de que la sorpresa de las elecciones de noviembre fue el vandalismo político achacable a una ruptura en las reglas del juego por parte de los rusos o del director del FBI; esa idea de que lo que ocurrió no tiene más significado histórico del que podría tener un hurto en una tienda.
En mi viaje encontré poca gente que se creía eso. Cada vez que alguien hablaba sobre la forma en que los rusos manipularon la elección en favor de Trump, todos entendían en seguida que se estaba repitiendo el discurso de la burbuja de Washington. Ahora bien, cuando se hablaba sobre los años de traición de los demócratas a la clase trabajadora, en las emisoras de radio se encendían rápidamente las luces de la cabina por las llamadas entusiastas de los oyentes. No hay más que recordar a la gente las diferentes maneras en que los demócratas reorientaron su partido en torno a los trabajadores de cuello blanco, ricos y refinados, para escuchar un coro de 'síes' enfadados. O sobre cómo los demócratas se pusieron al servicio de la llamada “clase creativa”; Un murmullo de asentimiento recorrerá la habitación.
Los miembros de los sindicatos que encontré viajando por el Medio Oeste tenían sentimientos contradictorios sobre Donald Trump.
Todos entienden que es un canalla evidente y temen que su Administración signifique una derrota histórica para el movimiento de los trabajadores (con una posible sentencia del Tribunal Suprema contra los sindicatos en el sector público, por ejemplo). En el salón de actos de los obreros metalúrgicos que representa a los trabajadores de Carrier en Indianapolis, un lugar donde uno esperaría ver a Trump venerado, me encontré con una representación del presidente multimillonario en un folleto: tenía su famoso tupé en llamas y le llamaban “estafador mentiroso y parlanchín volátil y enemigo de la clase trabajadora”.
Pero Trump al menos fingió ser amigo de la clase trabajadora y fueron los trabajadores de esta parte de Estados Unidos los que se giraron contra los demócratas y ayudaron a traerlo a la Casa Blanca.
La frustración es incontenible
Según dicen algunos, eso debería convertir a la clase trabajadora en el objetivo número uno para los demócratas que buscan seducir a gente capaz de cambiar su voto. Pero no está ocurriendo así, por supuesto. Hasta ahora, los cuadros del partido progresista parecen mucho menos interesados en seducir a esos votantes que en regañarlos, insultarlos por sus toscos gustos y por el odio hacia la humanidad que supuestamente albergan en sus ignorantes corazones.
Pero no se trata de ignorancia. Mucha de la gente del Medio Oeste con la que me encontré compartía una perspectiva profundamente sombría: dicen que la vida se esfumó de la región. Claramente temen que ya no sea sostenible una civilización que se había basado en fabricar cosas.
Me hablan de ancianos que caen víctimas del síndrome del canal de televisión Fox News y de jóvenes que crecen sin esperanza. Prácticamente todas las personas con las que hablé sienten que el Partido Demócrata les ha abandonado. De una forma que no se puede describir con palabras, se sienten frustradas por la estupidez de los líderes demócratas.
Pero hay una cosa que nunca se puede olvidar sobre el Medio Oeste: el radicalismo acecha bajo la superficie. La región siempre ha oscilado entre la alegría y la ira, entre la adoración al mundo de los negocios del periódico Chicago Tribune y el socialismo del sindicalista Eugene Debes (1855-1926). Un amigo me lo recordó una noche en Minneapolis, cuando me contó la historia de una huelga de camioneros locales que en 1934 sumergió brevemente a Minneapolis y a Saint Paul en algo similar a una guerra civil.
No dudo de que la gente en esta parte de Estados Unidos respondería con entusiasmo a un mensaje populista que se hiciese cargo de su insatisfacción. Solo hay que mirar la creciente popularidad de Bernie Sanders.
Pero por la manera en que se han desarrollado las cosas hasta el momento, nuestro sistema parece diseñado para mantener fuera de lo posible las alternativas como la de Sanders. La opción que nos dan es entre el populismo falso de Trump y una política bienpensante y meritocrática. Entre una nomenclatura formada por los ganadores de la Nueva Economía y un partido hecho con empresarios de toda la vida, dispuestos a decir lo que sea para ser elegidos y, una vez logrado, a usar al Estado para recompensar a gente como ellos. La frustración que hay por este estado de cosas, al menos lo que yo escuché durante mi viaje por el Medio Oeste, es casi incontenible.
Desde mi punto de vista, la prueba crítica para el sistema llegará a finales de 2018. El gran hacedor y multimillonario del Despacho Oval ya ha demostrado ser un bufón incompetente y nadie duda de que sus mayores errores aún están por llegar. En noviembre de 2018, los vientos del cambio ya habrán alcanzado una velocidad de huracán. A menos que la incompetencia de los demócratas sea aún más profunda de lo que parece, el partido logrará algo así como un triunfo a mitad de legislatura.
Pero cuando “la resistencia” llegue al poder en Washington tendrá que afrontar estas preguntas. ¿Se pondrá esta vez al servicio del 80% de la población que esta economía dejó atrás? ¿Se alzará contra el poder del dinero? ¿O serán invitados otra vez para pronunciar discursos inspiradores mientras los refinados caballeros del banco JP Morgan siguen hipotecando al mundo?
Traducido por Francisco de Zárate