La portada de mañana
Acceder
Feijóo confía en que los jueces tumben a Sánchez tras asumir "los números"
Una visión errónea de la situación económica lleva a un freno del consumo
OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

ANÁLISIS

'Esos idiotas peligrosos': los medios progresistas, Trump y los estadounidenses de clase obrera

En marzo mi abuela Betty, una anciana de 71 años, hizo tres horas de cola para poder votar a Bernie Sanders en el caucus del Partido Demócrata en el estado de Kansas. Era la primera vez que votaba en unas primarias y aunque fue un suplicio, en ningún momento se planteó regresar a casa sin haber votado. Betty, una mujer blanca que no terminó sus estudios de secundaria, que tuvo a su primer hijo a los dieciséis años y vivió en la más absoluta pobreza la mayor parte de su vida, quería votar.

Esperó su turno a pesar de sus debilitadas rodillas; las mismas que en el pasado la mantuvieron de pie durante horas en una fábrica. Esperó su turno a pesar del enfisema pulmonar provocado por el tabaquismo y de la dentadura postiza que ha lucido desde que era una veinteañera, dos señales claras de la clase social a la que pertenecemos. En la década de los sesenta, antes de la sentencia Roe contra Wade, la mujer que esperó su turno pagó a un desconocido para que le introdujera un gancho de alambre en el útero tras descubrir que estaba embarazada de un hombre del que huyó después de que le rompiera la mandíbula.

Durante muchos años, Betty trabajó como funcionaria de libertad condicional para el sistema judicial de Wichita, en Kansas. Su trabajo consistía en hacer un seguimiento de violadores y de asesinos. Por eso, está curada de espantos. Sin embargo, no ha dudado en afirmar que el candidato republicano Donald Trump es un sociópata “con la boca llena de mierda”.

Nadie detesta a Trump más que ella. El candidato dijo que debe castigarse a las mujeres que aborten y ha dicho cosas horribles de colectivos que ella conoce desde su infancia y con los que ha trabajado codo a codo. Su estilo pomposo e indecente ofende su sensibilidad humilde y del medio oeste americano.

La clase trabajadora, integrada por personas como Betty, se ha convertido en la obsesión de todos aquellos que cuando comentan estas elecciones presidenciales hablan de “clases”: ¿Quién está detrás de esta bestia feroz y por qué apoya a Trump?

Los votantes de Trump no son tan pobres

Las cifras cuantitativas ponen en duda, o niegan de plano, la tan regurgitada teoría de que el nivel de educación o de ingresos permite predecir el apoyo a Trump, o la afirmación de que la clase trabajadora blanca lo apoya desproporcionadamente.

El mes pasado, el resultado de una encuesta elaborada por Gallup sobre una muestra de 87.000 personas dejó entrever que los partidarios de Trump no tienen más problemas económicos o derivados de la inmigración que aquellos que se oponen al candidato republicano.

Según este estudio, sus seguidores no tienen ingresos más bajos o una tasa de desempleo más alta que otros estadounidenses. La información relativa a los ingresos se pierde elementos importantes: aquellos con ingresos altos también pueden tener problemas de salud o ser propensos a empeorar económicamente.

Sin embargo, la mayoría de encuestados no se aferraban a trabajos que podrían perder. Uno de los analistas de Gallup explicó que, sorprendentemente, “parece no haber ningún tipo de relación entre sufrir la amenaza de la competencia comercial con otro país y apoyar políticas nacionalistas en Estados Unidos”.

A principios de año, los sondeos que se llevaron a cabo antes de las primarias mostraron que aquellos que votaron a Trump tienen un mayor poder adquisitivo que el resto de estadounidenses, con unos ingresos familiares de 72.000 dólares, lo cual supera los ingresos de los que votaron a Hillary Clinton o a Bernie Sanders. El 44% tiene un título universitario; en comparación con la media nacional, que es del 29% para el conjunto de la población, o del 33% en el caso de la población blanca.

En enero, el politólogo Matthew MacWilliams indicó que uno de los factores que permite predecir el apoyo a Trump es una cierta tendencia al autoritarismo, mientras que los ingresos, la educación, el género, la edad o la raza no son factores determinantes.

Sin embargo, todos estos hechos objetivos no han servido para que los expertos y los periodistas dejen de repetir hasta la saciedad que la clase obrera blanca ha decidido apoyar a un demagogo que se distingue por su grandilocuente verborrea.

Para explicar correctamente por qué parte de la ciudadanía se siente atraída por Trump, una cobertura mediática equilibrada debería incluir más reportajes sobre el racismo y la misoginia en los barrios acomodados donde viven algunos votantes de Trump. O, en el supuesto de que se esté valorando la amargura de la clase trabajadora causada por la situación económica, también deberían publicarse reportajes sobre legisladores demócratas que en las últimas décadas han decidido destruir la red de bienestar, se subieron al carro de Wall Street y se olvidaron de los trabajadores estadounidenses cuando negociaron acuerdos comerciales internacionales.

Sin embargo, para los medios de comunicación nacionales, integrados, en su mayoría, por progresistas de clase alta o de clase media, eso supondría tener que mostrar los rostros de sus semejantes.

Si bien es cierto que los rostros que los periodistas muestran en televisión –rostros enfurecidos que hacen comentarios sexistas cerca de una bandera de la Confederación– se merecen algún tipo de cobertura mediática, no son un reflejo de las comunidades que yo conozco tan bien. El hecho de que los medios de comunicación hayan ignorado comunidades como la mía ha creado una falta de comprensión tan grave que con un primer vistazo a un blanco con problemas económicos parece servir para describir a la totalidad.

El ejemplo antropológico de JD Vance

Un vistazo a la actualidad nos lleva hasta JD Vance, autor de una autobiografía que ha sido éxito de ventas, Hillbilly Elegy (Elegía del palurdo). Es la historia de un abogado de éxito que creció en una pequeña ciudad siderúrgica de Ohio y cuya familia, a pesar de ser de clase media, lidiaba con la precariedad. El libro nos habla del caos que suele perseguir a una familia que ha quedado atrapada en un ciclo de pobreza durante generaciones.

Vance se autodefine como conservador y afirma que no votará a Trump. Sin embargo, intenta comprender por qué muchas personas de clase trabajadora sí lo harán. Tiene que ver con una ansiedad cultural que surge cuando muchos amigos consumen opiáceos y mueren por sobredosis y la casta política ya te ha dejado claro que no te ayudará. Si bien su experiencia es extrapolable a la de otras personas de zonas concretas, los periodistas de la Costa Este han convertido a Vance en portavoz de toda la clase obrera blanca.

Los entrevistadores y los críticos literarios parecen sentirse aliviados por el hecho de haber encontrado a alguien que tiene unas opiniones que confirman las suyas. The Run-Up, el podcast de las elecciones del The New York Times, afirmó que la autobiografía de Vance también es un estudio de antropología cultural de la clase obrera blanca que ha apoyado la candidatura de Trump (al tuitear la crítica del libro, el The New York Times ironizó con la pregunta: ¿Quieren saber más sobre las personas que le han dado alas a Donald Trump?“.

Si bien los orígenes de Vance se remontan a la industria minera de Kentucky, la mayoría de los blancos con dificultades económicas no son hombres conservadores y protestantes de los Apalaches. A veces parece ser el único elemento del imaginario colectivo: un tipo escondido en una chabola situada en una montaña remota, como un fantasma polvoriento, como si la pobreza de los blancos no estuviera delante de nuestras narices, pasando nuestras tarjetas de crédito en una tienda de rebajas en Denver o pidiendo limosna en una calle de Los Ángeles.

Los estereotipos simplones suelen penetrar allí donde el periodismo no consigue llegar. La última vez que la clase a la que pertenezco por nacimiento recibió una atención mediática de estas proporciones fue 20 años atrás. No salió en los informativos sino en una serie de televisión, Roseanne. El guión de esta serie resulta más riguroso y certero que las reflexiones de los comentaristas de las cadenas de televisión de Nueva York.

Las imágenes de personas blancas de clase trabajadora y progresistas, entre las que se incluyen mujeres como Betty, no son mostradas por unos medios de comunicación obsesionados por las audiencias y que cubren estas elecciones como si se tratara de una carrera de caballos.

Los pobres, idiotas peligrosos

Este paradigma de los medios de comunicación ha alimentado la leyenda de un Estados Unidos polarizado, el azul demócrata contra el rojo republicano, en el que el 42% de los habitantes de Kansas que votaron a Barack Obama en 2008 han quedado silenciados.

En estas primarias, el número de habitantes de Kansas que participó en el caucus demócrata superó el de aquellos que votaron en el caucus de Donald Trump. Se trata de una información relevante y lo cierto es que ningún periódico nacional la ha mencionado, tal vez porque no pudo entender que en esa zona que observa desde la lejanía viven millones de estadounidenses más progresistas que los que se pueden encontrar en los bastiones de Clinton.

En lugar de dar este tipo de información, los medios han presentado a los blancos de clase trabajadora como un todo y han creado un imaginario caduco y traicionero que resulta muy conveniente para el capitalismo. Según este mensaje, los pobres son unos idiotas peligrosos.

La superioridad moral que siente la clase adinerada de Estados Unidos ha dado alas a esta leyenda urbana relativa a los blancos de clase trabajadora y que los presenta como los culpables del auge de Donald Trump y que presupone que aquellos que lo apoyan por los peores motivos representan al conjunto de partidarios.

Esta noción se repite en todos los análisis sobre estas elecciones, como también la creencia de que los blancos pobres no solo tienen problemas económicos sino también de personalidad.

En un artículo sobre estas elecciones publicado por el National Review en marzo, Kevin Williamson escribió un análisis sobre los votantes blancos con pocos recursos. En las últimas décadas este colectivo ha visto como su tasa de mortalidad ha aumentado considerablemente. Su artículo se hace eco de una creencia compartida por conservadores y progresistas cuando indica que estas comunidades, devastadas por la oxicodona, “se merecen morir”.

“Los blancos de clase baja están instalados en una subcultura tóxica y egoísta cuyas consecuencias son la miseria y el consumo de heroína”, afirma. “Los discursos de Donald Trump hacen que se sientan bien. Como la oxicodona”.

Para confirmar que muchos periodistas no comprenden a este colectivo y que no se trata de un fenómeno limitado a los conservadores más provocadores, solo hace falta leer una serie de reportajes publicada por el The Washington Post que analiza por qué la tasa de mortalidad de las mujeres blancas que viven en zonas rurales se ha disparado. Se centra en sus hábitos como fumadoras y describe con todo detalle “sus caras demacradas” y el proceso de embalsamamiento de sus cuerpos. Es difícil imaginar un reportaje que analizara a mujeres blancas de clase alta tras su fallecimiento. La indignación de sus familiares y amigos con la educación, el tiempo y la voluntad de escribir cartas a los directores de los periódicos sería descomunal.

Dignidad y tristeza en la clase trabajadora

Un sentimiento que me parece incluso más ridículo que el desprecio y la humillación es su “primo pobre”: la piedad.

En una columna de opinión que publicó recientemente David Brooks en el The New York Times, titulada Dignity and Sadness in the Working Class (Dignidad y tristeza de la clase trabajadora), el periodista nos habla de un obrero del sector de la metalurgia que vive en el estado de Kentucky y que ha perdido su trabajo. En su último día en la fábrica, el hombre se dirige hacia la salida mientras es vitoreado por sus compañeros, una escena que a mí me parece triunfal pero que a Brooks le parece lamentable. El periodista señala que el hombre trabajó muy duro por una miseria y que era muy capaz pero su trabajo no se valoraba. Según él “irradiaba la tristeza residual de un corazón solitario”.

Me resulta difícil imaginar un desprecio mayor. Estos profesionales de la comunicación han ignorado los problemas de la clase trabajadora durante décadas y ahora suplican al país que tenga compasión. No necesitamos sus análisis y todavía menos sus lágrimas. Lo que necesitamos es que alguien explique nuestra situación; a ser posible un periodista que pueda entrar en una fábrica sin que una niebla de culpabilidad empañe sus gafas.

Uno de estos periodistas, Alexander Zaitchik, viajó durante varios meses a lo largo y ancho de seis estados del país para conocer de primera mano a blancos de clase trabajadora que apoyan a Trump. Quería que el libro que publicará –The Gilded Rage (La Furia Dorada, en un juego de palabras con 'the Gilded Age', la edad dorada)– reflejase la complejidad de las historias humanas que son ignoradas por la cobertura mediática diaria. Zaitchik explica que el proyecto nació como consecuencia de los duros comentarios realizados por personas que viven en un huso horario completamente distinto al de estas comunidades y que tienen unos niveles de ingresos completamente distintos.

Zaitchik describe de forma inteligente su encuentro con la clase media trabajadora, integrada en su mayoría por blancos que han trabajado duro y que han sufrido graves pérdidas, tanto durante la crisis financiera de 2008 como por los cierres de fábricas y despidos de los últimos años. Descubrió que el apoyo a Trump se debe en gran medida a motivos económicos, de principio a fin. Pudo constatar la ira de estas personas y descubrió que están indignados con los de arriba, no con los de abajo. Están enfadados con todos aquellos que negociaron acuerdos comerciales globales, no con las minorías.

Al mismo tiempo, es cierto que en estas comunidades se dan actitudes racistas y nacionalistas, como también se dan entre los demócratas y las personas con una situación más privilegiada.

Una encuesta realizada la pasada primavera por Reuters refleja que un tercio de los demócratas encuestados apoyarían que temporalmente se prohibiera la entrada de musulmanes en Estados Unidos. En otra encuesta, en este caso de YouGov, el 45% de los demócratas encuestados reconocieron que tienen una mala opinión del Islam, sin que se apreciaran diferencias entre los encuestados con distinto nivel de ingresos. Muchos de los que no votarán a Trump no son un dechado de virtudes mientras que los que sí lo harán se convierten en un blanco de ataque fácil y se les considera la plaga moral del país.

El clasismo y “una panda de abominables”

Cuando recientemente Hillary Clinton afirmó que la mitad de los que apoyan a Trump son “una panda de abominables”, Zaitchik le comentó a otro periodista que esta expresión se podía interpretar como otra forma de decir “otro cubo de basura blanca”. Clinton no tardó en disculparse por este comentario. Sin embargo, generalizar de este modo en un acto que se celebró en la parte baja de Manhattan, en el que se recaudaron 6 millones de dólares, con asistentes que llegaron a pagar entradas de hasta 50.000 dólares, me evocó algunas escenas de la comedia televisiva Veep; una sátira política en la que un poderoso político de Washington habla con desdén sobre “la gente corriente”.

Cuando hablamos, Zaitchik mencionó al presentador de la cadena HBO Bill Maher, “cuyas opiniones sobre los que votan a Trump se fundamentan en la eugenesia, ya que considera que tiene defectos congénitos. Sería imposible hablar de otro grupo de personas en estos términos y no ser despedido”.

Tal vez Maher es un ejemplo extremo de petulancia clasista. En el verano de 1998, cuando tenía 17 años y me acababa de graduar del instituto, trabajé en un elevador de grano durante la siega del trigo. Un elevador que estaba situado a unos 80 kilómetros, en Haysville, Kansas, explotó (el polvo del trigo es muy inflamable) y siete trabajadores murieron en la explosión. El accidente sacudió a mi comunidad, a mi familia y a mí y nos sirvió de recordatorio de todos los peligros que corremos cuando trabajamos como agricultores.

Como todos los demás, seguí haciendo mi trabajo. Tras una larga jornada transportando sacos pesados y cargando camiones que transportan trigo, solía ver el programa de televisión Politically Incorrect, un programa de ABC que por aquel entonces presentaba Maher. En un contexto en el que todavía se estaba buscando el cuerpo de uno de los trabajadores muertos en la explosión de Haysville, Maher bromeó acerca de que la gente debería tener mucho cuidado con las rebanadas de pan.

Creo que por primera vez tomé conciencia del hecho de que a lo largo de mi vida me iba a identificar políticamente con aquellos que insultan mis orígenes.

Este tipo de bromas están tan generalizadas que los más privilegiados económicamente no suelen darse cuenta. Los que escriben, debaten y publican periódicos, libros y revistas con la mejor de las intenciones suelen ofender desde la ignorancia.

Por ejemplo, fueron muchos los que me recomendaron el éxito de ventas White Trash (Basura blanca), de Nancy Isenberg, sin percatarse de que el título me ofende a mí y a las personas que quiero. El alivio que sentía por el hecho de que alguien hubiera escrito sobre un pasado que compartimos se esfumaba cada vez que lo veía en mi biblioteca, hasta el punto que al final opté por quitarle la portada. Sorprendentemente, los ejemplares promocionales del libro reflejan el tipo de nociones elitistas que Isenberg quiere denunciar: “Este libro parte de nuestros mitos reconfortantes sobre la igualdad y deja al descubierto el legado fundamental de la omnipresente y embarazosa, aunque a veces entretenida, basura blanca pobre”.

El libro, en cambio, está escrito con más tacto y expone hechos que deberían servir para terminar con los prejuicios a los que se refiere el título. Aunque lo cierto es que ni siquiera Isenberg consigue librarse del marco clasista.

Cuando a principios de año la presentadora de On the Media, Brooke Gladstone, le pidió a Isenberg que hablara de prejuicios que presentan a los blancos pobres como personas intolerantes, la autora habló del problema: “Tienen ciertas actitudes que sin duda son racistas y no puedes esconderlas y hacer como que no existen. Forma parte de su mentalidad”.

¿Solo los ignorantes son racistas?

Todas estas generalizaciones sobre los grupos más vulnerables nos permiten ver que los debates en torno a las clases en un país que es relativamente joven y que creía que no tenía castas son extremadamente simplones.

“El problema es que muchos intentan presentar a los blancos pobres como los únicos racistas del país”, le explicó Isenberg a Gladstone: “Como si fueran más racistas que el resto”.

La raíz de este problema reside en la creencia de que la clase alta tiene una moral más elevada. Como escribió la periodista Lorraine Berry en un artículo publicado el mes pasado, se ha consolidado la noción de que solo los ignorantes son racistas. Según este discurso, el racismo desaparece con la educación. Soy la primera persona de mi familia con un título universitario y les puedo asegurar que ningún miembro de mi familia necesitó pasar por una universidad para aprender qué es tener un mínimo de decencia humana.

Berry señala que los republicanos formados en las universidades de élite están detrás de esta creencia. De hecho, no fueron los blancos pobres, ni siquiera los blancos republicanos, los que promulgaron leyes para mantener la segregación racial o los que durante décadas observaban cómo las banderas confederadas ondeaban en los capitolios estatales. No fueron los blancos pobres los que convirtieron a los negros en criminales con leyes que prohibían la marihuana y la guerra contra las drogas. Tampoco fueron los blancos pobres los que se inventaron el fantasma de la “reina de la beneficencia” para referirse a los afroamericanos.

Con ello no quiero minimizar la importancia del racismo en los estratos más bajos de la sociedad pero sí recordar que estos comportamientos horribles también están presentes en las clases más altas de distinta forma y con mucha más fuerza.

Los periodistas y los comentaristas también deberían señalar con el dedo a otro tipo de blancos: conservadores sociales que donan dinero a la campaña de Trump pero que son demasiado civilizados como para ir a un mitin y chillar para expresar sus opiniones.

Según el discurso de la campaña de Trump y la información disponible, lo votarán personas a las que les va bastante bien pero que se consideran víctimas del sistema.

Los medios no parecen entender que gran parte de la clase trabajadora blanca preferiría cerrar filas con cualquier otro sentimiento que no sea el de victimismo. En la actualidad, fichan cuando entran y salen de su trabajo, guardan los cupones de descuentos de los supermercados, educan a sus hijos en el respeto e intentan esquivar la cobertura mediática.

Brecha entre realidad y política

Barack Obama, un hombre negro formado a partir de la experiencia negra, suele citar a sus descendientes por parte de madre; gente blanca de clase trabajadora: “Muchas de mis influencias proceden de mis abuelos maternos, que crecieron en el interior de Kansas”, indicó este mes a propósito de un encuentro celebrado en la Casa Blanca sobre cuestiones rurales.

El año pasado, en una conversación con la autora Marilynne Robinson, del The New York Review of Books, Obama lamentó todos estos conceptos erróneos y tan comunes sobre las pequeñas localidades del interior de Estados Unidos, por las que él siente admiración. “Hay una brecha enorme entre la realidad de las vidas diarias de estas personas y cómo hablamos de la realidad de Estados Unidos y de la vida política”. Señaló que uno de los elementos que contribuyen a ampliar esta brecha son “los filtros entre las personas corrientes” que hacen lo que pueden por sobrevivir, así como los debates políticos demasiado complejos.

“Me siento muy reconfortado cuando tengo la oportunidad de conocer a estas personas en su contexto”, explicó: “Por algún motivo, el filtro hace que en el ámbito político nacional sus realidades no se presenten de forma alentadora”.

Sin duda, una de estas descripciones desalentadoras, la caricatura del votante blanco que destila odio y que lleva vaqueros grasientos, responde a una realidad. En mi pueblo conocí a uno o dos; el típico grandullón que amenaza a personas todavía más débiles que él y que amenaza a las personas de color para que huyan del pueblo, insulta a las mujeres y utiliza pistolas de aire comprimido para disparar contra gatos. Así sería Trump si hubiera nacido donde yo nací.

La fascinación de los medios de comunicación hacia el votante de Trump alimenta la teoría, tan de moda, de que detrás de su apoyo se esconde la intolerancia. Es cierto que los problemas económicos de la clase trabajadora blanca son un punto más para Trump, como también lo es la falta de dinero de las personas de color, que al mismo tiempo son el blanco de ataque de sus comentarios racistas y xenófobos y que por este motivo le han dado la espalda. Sin embargo, uno creería que a los progresistas blancos que pertenecen a la élite y que a lo largo de esta campaña han transmitido una imagen de grandeza ética les costaría más pensar en términos globales sobre relaciones comerciales e inmigración si hubieran tenido que cerrar su fábrica o su comunidad hubiera sido diezmada.

Analistas acomodados

Los analistas acomodados que se oponen a Trump suelen examinar los males sociales desde un determinado punto de vista; están convencidos de que sus tendencias políticas son un reflejo de sus valores y de su personalidad. Cabe suponer que muchos de ellos heredaron estas ideas, de la misma forma que muchos estadounidenses que crecieron en los estados republicanos heredaron las suyas. Si creciste en un ambiente progresista, no deberías estar tan orgulloso de ti mismo por votar en contra de Trump.

También está de más esta idea condescendiente de que los demócratas que en las últimas décadas no se han sentido representados por su partido y que se han unido al Partido Republicano “están votando en contra de sus intereses. Esta noción tiene un trasfondo antidemocrático, ya que parte de la premisa de que un gran número de estadounidenses carece de las condiciones mentales que se precisan para votar”.

Son muchos los que siguen apoyando a Trump a pesar de todo lo publicado sobre su trato a las mujeres, sus actitudes racistas y otras actitudes temerarias. Son capaces de decidir su voto y de tomar sus propias decisiones. Cuando intentemos discernir de quien estamos hablando, debemos ser conscientes de nuestros prejuicios de clase.

¿Periodista? No de clase obrera

Un artículo publicado recientemente en la edición impresa del The New York Times describía a un hombre de Kentucky así: “Mitch Hedges cultiva ganado y suelda herramientas que se utilizan en las minas de carbón. Cree que va a perder su trabajo en seis meses pero no apoya a Trump, al que considera un idiota”.

Celebré que, por una vez, se hablara de un hombre blanco de clase obrera que no vota a Trump. Me hizo reír la expresión “cultivar ganado” ya que uno puede cultivar la cosecha o criar animales. Para una periodista que durante su juventud hizo ambas cosas, es difícil tomarse en serio este reportaje de The New York Times.

La principal razón por la cual los medios de comunicación más importantes no parecen comprender las cuestiones de clase es precisamente que no hay diversidad socioeconómica en las redacciones.

Pocas personas que crecieron rodeadas de pobreza terminan trabajando en las redacciones o publicando libros. De hecho, son tan pocas que me pareció necesario dar un giro a mi carrera y especializarme en cuestiones de clase en un sector rico y privilegiado de la misma forma que los periodistas negros hablan de raza en un sector que está integrado mayoritariamente por blancos.

Con esto no quiero decir que uno debe pertenecer a un determinado grupo o lugar para hacerles justicia, como han demostrado los buenos periodistas de investigación y los comentaristas en el último siglo e incluso antes.

Escuchen la serie sobre pobreza que ha emitido la radio On the Media. El segundo episodio de esta serie incluye la siguiente reflexión de Gladstone: “Los pobres, en su conjunto, son un grupo tan poco homogéneo como cualquier otro”.

Sé que muchos periodistas son personas muy trabajadoras que quieren presentar la historia bajo el ángulo correcto y no me gusta criticar a los medios de comunicación. El clasismo de los presentadores de la televisión por cable es simplemente un reflejo del clasismo del sector más privilegiado de Estados Unidos. Lo vemos en todas partes, desde los tuits que presentan a los votantes de Trump como palurdos sin remedio hasta en el hecho de que el Partido Demócrata que no se tomó la molestia de crear una plataforma centrada en las medidas de reducción de la pobreza hasta un mes antes de las elecciones presidenciales.

Medios deliberadamente obtusos

La distancia económica que separa al periodista de los protagonistas de sus reportajes nunca ha sido tan peligrosa como en la actualidad, marcada por una histórica disparidad entre ricos y pobres. A menudo los reportajes se centran en el mercado de valores y no en las personas que nunca tuvieron acciones.

Durante décadas, los medios de comunicación de Estados Unidos han sido deliberadamente obtusos cuando han tenido que informar de las quejas de los ciudadanos de a pie. Este ha sido un factor que sin duda ha ayudado a crear el espacio de resentimiento que Trump ahora ocupa. Nos debería hacer reflexionar el hecho de que destacados comentaristas progresistas consideren que el término “populismo” tiene connotaciones negativas.

Estamos ante un periodismo que integra la plutocracia que debería criticar, que no ha sabido cumplir con su deber de guardián de la verdad y que ha perdido el respeto hacia todas aquellas personas que no dudan en llamar las cosas por su nombre.

Mi abuelo Arnie, que ya ha fallecido, era una de estas personas. Hombres parecidos a Trump pasaban con sus lujosos vehículos por nuestra granja, con la intención de hacer negocios. Mi abuelo sabía reconocer a los que eran unos embusteros y unos estafadores, los trataba con amabilidad y los mandaba a paseo. Si por algún motivo te despedías de alguno de ellos con un apretón de manos, mi abuelo se reía y te decía: “mejor que cuentes tus dedos”.

En un mundo en el que las “Bettys” y los “Arnies” prácticamente no tienen voz, los que tienen una plataforma desde la que lanzar sus opiniones deberían reflexionar antes de despotricar sobre ellos.

Tal vez quieras generalizar y crear un estereotipo para presentar a un grupo de personas y especular sobre sus ideas políticas o creerte superior a ellos, por ejemplo, los que hacían un tercer turno en una fábrica de Boeing mientras otros viajaban a México de vacaciones, los que limpiaban el suelo de un McDonalds mientras otros debatían en las redes sociales en torno al salario mínimo, los que tuvieron que vaciar sus casilleros cuando se cerró la fábrica de cerveza Pabst mientras otros bebían cervezas artesanales en bares de moda, los que regresaron de Oriente Medio dentro de un ataúd mientras otros escribían columnas de opinión sobre política exterior. Si este es el caso, deberías aceptar el hecho de que tal vez te pareces más a Trump de lo que te gustaría.

Traducción de Emma Reverter