Todos los focos están puestos sobre los supuestos problemas que crea la inmigración, pero de los inconvenientes generados por la oposición a la inmigración se habla sorprendentemente poco. Un rechazo que alimenta la intolerancia hacia cualquier persona que pueda ser considerada como “otro”, desde el “vuélvete al lugar de dónde viniste” que se escucha en las calles hasta el rechazo que enfrentan cuando se postulan para un trabajo.
Como vimos durante el escándalo Windrush, este discurso es también el que hace que un país expulse de su hogar a sus propios ciudadanos, los deje sin atención médica y finalmente los deporte. Es el que culpa a las personas equivocadas de injusticias sociales causadas por los poderosos: la falta de empleos seguros y viviendas asequibles, el estancamiento del nivel de vida, y unos servicios públicos que luchan por su supervivencia. Es el que ha provocado una crisis de personal en servicios tan esenciales como el NHS [la seguridad social británica]. Es la fuerza detrás de fenómenos políticos como Donald Trump en Estados Unidos o Viktor Orbán en Hungría, presidentes que se valen de la xenofobia para sumar apoyos.
En el ejemplo más dramático, convertir a los llamados “extranjeros” en el chivo expiatorio también fue lo que allanó el camino de conflictos como la Segunda Guerra Mundial. La inmigración nunca ha destruido un país. Convertir a los inmigrantes en el chivo expiatorio, sí. Gran Bretaña está sufriendo la peor inestabilidad política en tiempos de paz de la era moderna y está destinada a empobrecerse, en gran parte, por ese discurso contra la inmigración.
Más allá de las ideas que cada uno tenga sobre la forma en que Reino Unido debe resolver sus problemas actuales, nadie duda de que culpar una y otra vez a los inmigrantes fue decisivo en la votación del Brexit. David Cameron fijó unos objetivos de número de inmigrantes imposibles de cumplir y se empeñó en retratar a la inmigración como una carga social, mientras seguía su estrategia económica de aplastar sueldos.
La cosa no terminó bien para Cameron. Y lo que es más importante, no terminó bien para el país. Theresa May, cuya única pasión política real parece ser la lucha contra los inmigrantes, escribió a partir de esos defectuosos cimientos un “libro blanco” de la inmigración que, en honor a la verdad, sería mejor llamar 'Que no entren'.
Una respuesta evidente sería hablar del daño económico que esa estrategia del Gobierno inflige al país. Nuestro PIB se reducirá. Los inmigrantes de la UE son notablemente más jóvenes. En su mayoría tienen entre 20 y 30 años, así que por lo general pagan impuestos, gastan su dinero y casi no usan el NHS. Reducir la inmigración, por tanto, es reducir los ingresos fiscales. Los planes del Gobierno, según sus propias estimaciones, representan un coste fiscal de entre 2.200 y 4.400 millones de euros.
Pero apostar por el discurso del daño económico es un error (que yo también he cometido). Reducir el valor de personas a costes y beneficios financieros es una forma de deshumanizarlas. Y además, ni siquiera funciona. El rechazo a la inmigración es emocional y las personas son seres emocionales, no robots alimentados por datos. Como dijo el paraolímpico estadounidense Josh Sundquist, es imposible ganar “llevando una calculadora a una pelea con cuchillos”.
Nigel Farage, del Ukip, lo sabe bien. Hace cuatro años le dijeron que reducir la inmigración perjudicaría el crecimiento económico. “Hay algunas cosas que importan más que el dinero”, respondió, dejando a sus opositores del bando progresista como contables obsesionados por el dinero.
Pero hay buenas noticias. Aunque una mayoría significativa sigue pidiendo reducir la inmigración, la hostilidad general hacia los inmigrantes se ha reducido desde el referéndum, tanto entre los que votaron quedarse como entre los partidarios del Brexit.
Una de las posibles razones es el crecimiento de una izquierda que dirige la ira popular contra los banqueros, las grandes empresas y los evasores de impuestos. Como reacción a la campaña oficial contra los inmigrantes, también hay partidarios de quedarse en la UE que ahora afirman con más claridad su apoyo a los migrantes. Pero no son solo ellos: entre los que querían separarse hay quien se siente más tranquilo con el tema tras el triunfo del Brexit. Aunque en el núcleo duro el sentimiento antinmigración se haya vuelto más extremo.
El debate de la izquierda en favor de la inmigración debe centrarse en las emociones. Tenemos que hablar de experiencias personales: de la partera que trajo a nuestro hijo al mundo o de la enfermera que cuidó a nuestra abuela moribunda. Como el “bypass de las Naciones Unidas” del que hablaba el político laborista Dennis Skinner, en cuya colocación habían intervenido “un cardiólogo sirio, un cirujano malayo, un médico holandés y un secretario nigeriano”.
Tenemos que organizar campañas antiracistas y sin complejos en nuestras comunidades, haciendo hincapié en los verdaderos responsables de los males que afectan a nuestra sociedad: los poderosos. Nuestras respuestas para las injusticias que están impulsando el sentimiento contra los inmigrantes deben estar en el centro desde el principio: desde un salario verdaderamente digno hasta un gran programa de construcción de viviendas, pasando por un refuerzo en los derechos de trabajadores y sindicatos que impida la competición a la baja.
Se avecina otro debate y podría haber un nuevo referéndum sobre la UE. Para que ganen los que prefieren quedarse, algunos de los llamados centristas están sugiriendo la posibilidad de pedir a la UE restricciones en la libertad de movimientos. No se molesten en pensar si algo así estaría bien o no: la Unión Europea no concedería nada relevante y los conservadores partidarios del Brexit acusarían a la campaña a favor de la UE de reconocer el problema sin proponer soluciones convincentes. Los partidarios del Brexit siempre podrán superarlos con la promesa de poner fin efectivamente a la libertad de movimientos.
Pase lo que pase, la izquierda debe renovar su defensa de los inmigrantes. Jeremy Corbyn, igual que el canciller en la oposición John McDonnell, es un veterano de las campañas contra la deportación (el líder del Laborismo comenzó su carrera política en una manifestación a favor de los refugiados) y su aliada clave en el partido, Diane Abbott, es una apasionada defensora de la inmigración.
Algunos de los periodistas y políticos que en otra época atacaban a Corbyn por ignorar los resentimientos que provoca la inmigración ahora lo retratan absurdamente como si fuera un conservador a favor del Brexit. Pero es cierto que el liderazgo laborista ha aceptado como una verdad revelada que el Brexit pone fin a la libertad de movimientos y eso demuestra que no hay una defensa lo suficientemente clara de los inmigrantes. Es algo que tiene que cambiar.
Dentro de la izquierda, también hay quien dice que la libertad de movimientos no tiene nada de progresista porque excluye a los no europeos. El argumento me parece de una ingenuidad insoportable: ¿de verdad creen que denunciando un exceso de inmigrantes europeos van a hacer avanzar la causa de los inmigrantes de fuera del continente? El rechazo a la inmigración ha conducido a Reino Unido a un desastre nacional. El Laborismo, y toda la izquierda, debe defender a los inmigrantes de manera mucho más decidida y enfrentarse a un proyecto conservador que sólo propone inseguridad e intolerancia.
Traducido por Francisco de Zárate