De alguna forma, Benjamin Netanyahu y Barack Obama se merecen el uno al otro. Ambos hicieron grandes promesas. Ambos han demostrado ser los líderes de sus respectivos espacios políticos. Y aún así ambos han contribuido, desde 2009, al deterioro de las relaciones entre Estados Unidos e Israel y al colapso de Oriente Medio. Este proceso de polarización y alienación mutua culminó el pasado viernes con la activa connivencia de Obama en la aprobación de una histórica resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La resolución condena todos los asentamientos israelíes en territorio palestino y los denomina una “flagrante violación” de las leyes internacionales que pone en peligro el proceso de paz entre ambos estados.
Entre acusaciones de traición, la respuesta israelí, orquestada personalmente por el primer ministro Netanyahu, ha sido rápida y furiosa. Los embajadores de los 14 países que respaldaron la resolución 2.334 fueron reprendidos por el Ministro de Asuntos Exteriores el día de Navidad.
Israel ha retirado su embajador de dos de los países involucrados, Nueva Zelanda y Senegal, y al último le cortó la ayuda humanitaria. Se cancelaron intercambios diplomáticos que estaban planificados, se está revisando con urgencia la cooperación futura de Israel con las agencias de la ONU y se ha suspendido la coordinación civil con las autoridades palestinas. “Haremos lo que sea necesario para que Israel salga indemne de esta decisión vergonzosa”, declaró Netanyahu.
Estas son, de alguna manera, acciones simbólicas que responden a un voto simbólico. La resolución 2.334 es inaplicable. Nadie, y mucho menos los estadounidenses, intentará desalojar a los 430.000 colonos israelíes que viven actualmente en Cisjordania o a los 200.000 que ocupan el Este de Jerusalén. Nadie puede obligar a Israel a aceptar las ideas recicladas por John Kerry sobre una solución de dos estados, aunque se espera que el Secretario de Estado estadounidense las detalle una vez más antes de dejar el gobierno el mes que viene.
La resolución 2.334 aúna las resoluciones 242 (1967) y la 338 (1973) respecto de la cuestión teórica y permanentemente eludida del marco legal del conflicto entre Israel y Palestina. La resolución dice lo que debería suceder. Pero no dice cómo.
Israel en la 'era Trump'
Aún así, la abstención de Estados Unidos y la votación de las Naciones Unidas no dejan de ser significativas. La petulante alusión de Netanyahu de que sólo tiene que esperar a que asuma Donald Trump la presidencia es engañosa. Es probable que Trump le ofrezca una audiencia más amigable. Quizás hasta mude la embajada de Estados Unidos a Jerusalén, en un gesto gratuitamente incendiario.
La química personal entre Trump y Netanyahu será radicalmente distinta. Comparten rasgos de inseguridad, agresividad y paranoia. Pero la presunción vanidosa de Trump de decir que él podría ser el que “resuelva” el conflicto entre Israel y Palestina es tan inconsistente como el resto de sus promesas en materia de política exterior.
El gobierno de Trump no podrá simplemente echar atrás la voluntad expresa del Consejo de Seguridad de la ONU, respaldada en este caso por miembros permanentes como China, Rusia, Francia y el Reino Unido, como tampoco puede invalidar unilateralmente el acuerdo nuclear entre Irán y las seis grandes potencias.
Es probable que la resolución acelere los planes existentes de juzgar a Israel en los tribunales penales internacionales. Las instrucciones específicas de los miembros de la ONU de “diferenciar entre territorio israelí y territorios ocupados desde 1967” podrían alentar nuevas sanciones y boicots.
Pero más que nada, la resolución de la ONU ha dejado al descubierto el aislamiento internacional de Israel bajo el gobierno de Netanyahu. Ni siquiera él puede hacer la vista gorda ante la opinión unánime de países tan diversos como Japón, Ucrania, Malasia, Venezuela, Angola y España. Hay que esforzarse para enemistarse con Nueva Zelanda, pero Netanyahu lo ha conseguido.
La promesa de 2009
El mundo al unísono le ha dicho a Netanyahu que la política de asentamientos que ha promovido y justificado está mal, a nivel legal, moral y en pos de la paz y la seguridad futuras de Israel. Lo raro es que él lo sabe. En 2009, Netanyahu, recién electo, describió su “visión” de una paz histórica, “de dos pueblos libres viviendo lado a lado en esta pequeña tierra, en buenos términos y respetándonos mutuamente, cada uno con su bandera, su himno y su gobierno, sin que ninguno amenace la seguridad ni la existencia del otro”.
Aunque durante la campaña del año pasado pareció faltar a su palabra, Netanyahu todavía dice apoyar una solución de dos estados. Ahora el mensaje de la comunidad internacional es inequívoco: tenías razón en 2009, así que deja de socavar el proceso de paz y cumple con tu palabra.
Obama no le ha ayudado mucho. Él también dio un gran discurso en 2009, poco después de asumir la presidencia, prometiendo un “comienzo nuevo” para Oriente Medio. Pero el numerito, digamos, inspirador de Obama en El Cairo resultó ser el preludio no de un progreso transformador sino de la desintegración regional y de la creciente indiferencia de Estados Unidos.
El retirada de Estados Unidos de Irak dejó un vacío político en Bagdad que llenaron Irán y sus aliados chiítas. Entonces, en parte como reacción a esto, llegaron los yihadistas suníes del Estado Islámico. Las revueltas de la Primavera Árabe de 2011 dejaron a Washington desconcertado. En Egipto llevaron al derrocamiento de Hosni Mubarak y dieron lugar a su reemplazo por otro dictador militar pro-estadounidense. En Siria, Obama anticipó prematuramente la caída de Bashar al-Ásad, sólo para echarse atrás cuando la cosa se puso difícil, dejándoles la vía libre a los rusos y a los iraníes (otra vez) y desperdiciando la ventaja que tenía Estados Unidos.
La irritabilidad y la impotencia de Obama
Obama nunca pareció comprender que presionar públicamente a un conservador como Netanyahu para que negocie la paz con los palestinos es inútil, incluso si los vecinos de Israel fueron víctimas del desorden civil y de la insurrección islamista. Al retirarse Estados Unidos, tanto a nivel físico como diplomático, Hezbolá (el aliado libanés de Irán y Hamás) avanzó.
No llama la atención que en este contexto, el “plan conjunto” de Obama y Kerry para lograr la paz haya fracasado en 2014. Tampoco llama la atención entonces que los israelíes ahora vean con preocupación a los Altos del Golán, la disputada región fronteriza con Siria, ante al avance de las fuerzas de Asad.
Si sumamos a Libia y a Yemen, por ejemplo, podemos decir que el legado de Obama en Oriente Medio no es para enorgullecerse. Igual que Netanyahu, él tampoco cumplió sus promesas de 2009. Y tiene sentido que sus últimos días en el gobierno estén marcados por la irritabilidad y la impotencia.
Obama no se esforzó lo suficiente por lograr la paz cuando el clima internacional lo habría permitido. En 2011, vetó una resolución similar de las Naciones Unidas, con el argumento de que las negociaciones coordinadas por Estados Unidos podían llevar a una solución del conflicto.
Obama, como parte necesaria de una relación disfuncional, permitió que Netanyahu lo desafíe constantemente, como lo hizo en su discurso auto-justificatorio frente al Congreso de Estados Unidos en 2015. Precavido hasta el final, incluso la maniobra de Obama en la ONU el pasado viernes fue tibia. Si de verdad cree que los asentamientos socavan la paz, ¿por qué abstenerse? ¿Por qué no ir a fondo y votar para condenarlos? ¿Y por qué esperó siete años?
Lo que se viene, de cara a la nueva era del gobierno de Trump, es muy preocupante. Parece probable que se llegue a un punto muerto polarizador sobre la cuestión del estado palestino. También podrían ampliarse los asentamientos en tierras ocupadas y haber posibles anexiones, como proponen los aliados de derechas de Netanyahu.
¿Cuánto tardará en llegar la respuesta violenta de Palestina? ¿Y cuánto tardará Netanyahu en convencer al impulsivo e ignorante Trump de lanzar una acción conjunta contra Irán?
Traducción de Lucía Balducci